THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

'Maverick' Milei o la oportunidad y el riesgo

La confianza que muchos argentinos aún le tienen a su presidente puede encajar en el mecanismo del forajido salvador que tan útil le resultó a EEUU

‘Maverick’ Milei o la oportunidad y el riesgo

Javier Milei. | Europa Press

Cuando el muy (¿demasiado?) peculiar Javier Milei ganó las elecciones y se hizo con el timón de Argentina, pidió tiempo. La semana pasada se cumplieron los primeros 100 días de su mandato, cifra estándar para los primeros balances.

Miguel Ors ya explicó en THE OBJECTIVE con su lúcida, amena y directa (qué envidia) concisión (ídem) los motivos de la esperanza. Utilizaba para ello uno de sus recursos favoritos, la analogía histórica. Escogió la política económica de la Alemania Federal (la otra tuvo la suerte de caer en las garras de la economía planificada comunista, y ahí están, todavía lastrando la versión unificada) que había quedado totalmente destruida por la Segunda Guerra Mundial. 

Yo, más modesta y oblicuamente, me uno al esfuerzo con otra analogía, la de Estados Unidos. Pero, para encontrar allí una situación remotamente parecida, habría que remontarse bien profundo en el siglo XIX. Ellos tenían espacio vacío por delante, es verdad; podemos forzar un poco diciendo que Argentina, si le dejan, tiene hoy el tiempo bastante vacío: peor no puede estar. 

Antes de explicarme, considero el presente ya cubierto por análisis como el de Daniel Lacalle, que sostiene que los 100 días parecen respaldar la opción de la esperanza. Aunque nadie duda de que, en cualquier caso, habrá que atravesar enormes penalidades: este resumen de José Carlos Rodríguez, más amplio, habla de «tormenta perfecta». 

No somos solo nosotros los que pensamos que la apuesta de Milei puede funcionar (recordemos que aquí nos estamos centrando, de momento, en la parte económica, aunque la historia ha demostrado que, a medio o largo plazo, esta jamás prospera aislada de su contexto). 

Centrémonos en la opinión de los ingleses, por ejemplo. Aparte de por el alivio de separarnos de la algarabía nacional, porque se trata de un punto de vista privilegiado: algo así como el Janos trágico de Argentina. La cara hosca es la del arquetipo del enemigo, Malvinas mediante. La otra ya la describió Borges: «El argentino es un italiano que habla español, piensa en francés y querría ser inglés». 

Y como estamos en terreno erotizado hasta el extremo por el psicoanálisis, digamos que el Padre británico que se resiste a morir ve a Milei con buenos ojos. Casualidades o causalidades de la vida, ya vimos por aquí cómo éste ejemplificaba las posibilidades de su proyecto para privatizar el fútbol argentino la, para él, «buena noticia» de que el Chelsea podría estar interesado en comprar clubes como Boca, Rácing de Avellaneda, Estudiantes, Newell’s o Lanús. No parece un Milei muy agresivo. Sus ojos quizá se lo agradezcan: en los tiempos que transitamos tiempos necesitamos la mirada más certera.

La prestigiosa revista The Spectator es la más explícita: «Javier Milei’s Argentine revolution seems to be working», titulan sin mayor rubor. Se trata, eso sí, del medio conservador por excelencia (nunca mejor dicho, por cierto). Precisamente por eso se antoja más significativo el titular del representante de la progresía (moderada en lo económico, no tanto en lo social) no ya británica, sino mundial: «After 100 brutal days, Javier Milei has markets believing», titula The Economist. Empirismo (¿cinismo?) británico en vena: si los mercados responden bien… Aunque el subtítulo complete el cuadro con un trazo más sutil: «Argentines have not given up on him either». Las encuestas sugieren que los mismos argentinos también siguen creyendo. 

Dicho lo cual, arranco con mi aportación. Cuando Donald Trump se instaló en la Casa Blanca, una de las primeras cosas que hizo fue colgar el retrato del presidente Andrew Jackson en el Despacho Oval, bien cerquita de su mesa de trabajo y de las cámaras que lo retrataban en su ejercicio. Después, montaría en santa cólera contra los que vandalizaron su estatua en la calle de en frente.

Andrew Jackson presidió EEUU entre 1829 y 1837. Periodo difícil… en el que América (la del norte, por lo menos) se hizo grande. Sí, como el lema de Trump, pero en aquel caso literal y geográficamente: el país se extendió por las inmensas tierras entonces (casi) vacías o (casi) vaciadas de gente. Tipo peculiar donde los haya, y gente como Trump o el protagonista de Better Call Saul se han ocupado de que los hubiera, Jackson ha quedado en el imaginario americano como el presidente maverick por antonomasia. 

Hablo de la importancia de la figura del maverick en mi tesis doctoral (no fastidie: si un candidato a rector de Salamanca puede citarse a sí mismo 100 veces en un solo artículo… Y yo la tengo subida en Teseo y prestable en la biblioteca de la universidad, no como otros; otra cosa es que alguien la haya pedido alguna vez, pero bueno, polvo somos y polvo acumulamos, etc.)

Como dirían los americanos, y para no aburrir (mas), hagamos corta una larga historia. 

El Equipo A.

J. Gurian rastrea en Western American Writing: Tradition and Promise el origen profundo del famoso american way of life. Según él, este se basa en la superación de lo que los expertos denominan «realidades contradictorias» encarnándolas en dos romances/historias paradigmáticas, la del Asentamiento Democrático y la del Fuera de la Ley. 

La primera, claramente asociada al Mito del Jardín, afirma que los objetivos correctos –civilización, comercio, cultura e iglesia– guían al colono americano, no importa de dónde venga o cómo: camina o conduce con una carga de valores democráticos e instituciones que plantar siempre un poco más al oeste. O sea, y ya que no estamos en un contexto académico: nenazas. Ned Flanders.

En cambio, el héroe del otro romance resulta más complejo. El Héroe del Oeste opera fuera del orden social aceptado, pero a menudo lo protege. En su mundo particular, operar al margen de la ley se convierte en una virtud, y el público americano así lo entiende: «Para nuestra inmensa satisfacción, Billy el Niño, un asesino psicótico en la vida real, se ha convertido en un héroe de cuento y ballet», dice Gurian. Que el antagonista de Flanders en Los Simpsons sea Homer en vez de Billy el Niño habla bastante de hasta qué punto la postmodernidad ha dañado la autoestima americana. También enriquecido, ojo, amo a Homer con pasión incombustible, pero a veces echamos de menos a Clint Eastwood, reconozcámoslo. 

Con el tiempo, esa noción cristalizó en la figura del maverick, actualizándola recurrentemente (piense, por ejemplo, en El equipo A, El coche fantástico o cualquier superhéroe marveliano no demasiado maleado por la inquisición woke), pero siempre con la misma clave paradójica: en última (realmente grave) instancia, el único que pude salvar al sistema de sí mismo, de su corrupción, es un líder carismático fuera de él. Lo restaura y se va, ojo. Y esa es, muchas veces, la parte más difícil. A Trump le está costando. Lo mismo no ha visto El jinete pálido o no se acuerda bien de su dulcemente apoteósico final (¡Oh, Clint, te queremos tanto!) 

En la entrada inicial de este blog, en el describo mi (bastante loco) viaje on the road por el Medio Oeste como centro neurálgico del trumpismo, me extiendo un poco al respecto.

En cualquier caso, parece que los estadounidenses prefieren perdonar los desafueros de determinados forajidos a perder ese momento ideal del que habla el gran filósofo americano, Ralph Waldo Emerson, en el quicio entre la civilización y el estado de naturaleza. 

Emerson, por cierto, le fue presentado en Boston a uno de los padres de la patria argentina, Domingo Faustino Sarmiento, autor del quizá sea el ensayo más relevante de la historia del país, normalmente conocido como el Facundo, pero cuyo título completo (muchas veces el problema es que dejamos de leer antes de tiempo) es Facundo o Civilización y Barbarie. Al parecer, Sarmiento no lo vio claro. Emerson no lo ayudó demasiado al decirle que «la nieve contiene mucha educación». Vaya usted a saber qué quería decir el bueno de Emerson, que además era un tipo de su tiempo (no juzguemos). El caso es que Sarmiento se lo tomó en serio y concluyó que Argentina era bárbara por naturaleza porque no tenía nieve, mientras que Europa tenía un montón de nieve y… civilización. A lo mejor debería haberse dado una vuelta por los Andes o por el Perito Moreno… y por el verano griego. 

Pero volvamos ahora al retrato en el Despacho Oval con los pies de Trump sobre la mesa. A los que salgan con el latiguillo marxista de que la historia se repite como farsa se les podía replicar que la vida y obra de Jackson ya daba para un estupendo sainete. De Areilza hace aquí un interesante juego de paralelismos y comparaciones entre su estrategia electoral y las de Franklin, Biden (al que le faltó tiempo para quitar el famoso retrato, por supuesto) y Trump. 

Por no hablar de su manía genocida a los indios. Jackson, efectivamente, no era un angelito. Pero esas aristas forman parte de la personalidad maverick, se podría argumentar. Cierto. También que el ser humano evoluciona. Igual que no tenemos que ser esclavista, aunque Platón y Aristóteles –cumbres absolutas de la filosofía– tuvieran esclavos, podríamos pedirle al maverick una audacia un poco menos cafre. 

De acuerdo que el equivalente del genocidio indio en Trump consiste, básicamente, en la grosería de llamar Pocahontas a una senadora. Podría ser peor, pero tampoco pasa nada si tenemos un poco más de altura de miras, respeto y, sobre todo, elegancia. Porque, además, lo que a veces empieza por las malas formas coge una inercia difícil de parar. ¿Queremos otro Pinochet si, a cambio, la economía funciona? Yo no. ¿Ha resuelto Chile sus problemas a medio y largo plazo? No lo creo. Igual que el desarrollismo de Franco no resolvió los nuestros, por lo que se ve. 

Abrazar al Papa después de llamarlo representante del Maligno y avenirse a consensuar algunas de las medidas en el Parlamento, por ejemplo, parecen buenas señales. Pero ojo… 

Postdata. 

Por supuesto que a trazar paralelismos históricos podemos jugar todos. Qué fácil… Vale. Pues anímese. De todas formas, lo único que tenemos para jugar (y, por lo tanto, aprender) en el presente es el pasado, porque el futuro todavía no existe: estamos en ello. 

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