Gathijos, perrhijos, creatividad y pijos
«Nombrar mal nuestra relación con las mascotas es un síntoma de que la sociedad en la que vivimos se está suicidando»
Esta tarde, a las siete y media de la tarde, en Madrid, voy hacer la primera presentación de mi libro La escritura que cura (y digo la primera porque habrá más), y, como la hago en una galería de arte, (RGF, en la calle Arriaza 11) se me ha ocurrido que lo mejor era hablar sobre la creatividad, sobre cómo utilizarla a nuestro favor, tanto en el trabajo, como con la familia, como en pareja como temas de salud mental.
Normalmente cuando hablo de este tema suelo utilizar un tema que todo el mundo entiende y que está muy de moda: los perros.
Si usted ve un listado de perros más inteligentes, verá que primer lugar siempre está el Border Collie seguido de cerca por el caniche y ultimamente por el pastor belga malinois. El podenco nunca aparece.
Pues bien, de pequeña yo vivia con mis padres, mis hermanos y dos perros. Una caniche que nos habían regalado, ya que había acabado como regalo de reyes en una casa de unos niños que la maltrataban porque no entendían que la perra no era un juguete, y un podenco que habíamos recogido de la perrera de Cantoblanco en 1980, cuando nadie en España recogía perros de la perrera.
La caniche sabía hacer muchas monerías, pero el podenco era un puñetero genio. Aprendió a abrir puertas apoyando las patas en los tiradores y presionando hacia abajo. Sabía en qué armario de la cocina se guardaban las galletas y, cómo no, también aprendió a abrirlo. Se escapaba cuando mi madre lo sacaba a la calle y entonces se iba al colegio cercano y se plantaba cerca del patio de recreo, esperando a los niños que le daban trozos de su bocadillo a través de los barrotes. Y luego regresaba a mi portal y de nuevo esperaba allí sentado hasta que algún vecino le subiera a casa. La caniche nunca se escapó.
Los podencos son perros muy inteligentes. Pero no figuran en ninguna lista, porque no son obedientes. Son perros tenaces, aventureros, exploradores y buscavidas. Y muy capaz de encontrar soluciones creativas a los problemas.
Lo mismo sucede con nuestro sistema académico. Consideramos inteligente al niño obediente y no al creativo. Nos parece que el inteligente es el que se saca buenas notas y no el que se aburren en clase y se pasa el día dibujando naves espaciales.
Y sé que si esta tarde utilizo el ejemplo de los perros todo el mundo lo entenderá porque hoy en día todo el mundo tiene perro. O casi todo el mundo. Yo tengo dos perras. Cuando las saco a pasear escucho cómo los demás humanos del parque se dirigen a mí como «la mamá de las perritas». Casi siempre les digo que no soy su madre, que yo parí a un bebé humano, no a unas perras. Últimamente ya ni lo digo porque noto que no hace ninguna gracia.
Los perros y perros del parque comen pienso premium a precio de solomillo, visten abriguitos de marca (sí,de marca), y sus humanos se gastan fortunas en el veterinario.
Vivimos tiempos confusos. A medida que las viejas certezas dan paso a nuevas posibilidades, sentimos como si nos lanzáramos hacia el futuro ciegos, desconcertados y asustados. Hay muchas manifestaciones de nuestro miedo al futuro (los discursos políticos actuales parecen construidos a partir de ellas), pero hay una que me inquieta más: la nueva idea de que tener una mascota te convierte en «padre» o en «madre». Que haya tantas personas con perro y/o gato que ahora se refieran a sí mismas como «mamá» y «papá» parece una tonteria al principio, una gracieta juguetona e inocente destinada a transmitir el profundo amor que sienten por sus animales. Y si eso fuera todo, no me alarmaría.
Tengo dos perras, las adoro, y aprecio que tener una mascota puede ser una de las grandes alegrías de la vida, una experiencia emocional y enriquecedora de conexión íntima con otro ser. Pero desplácese por sus feeds en redes sociales y observe cómo se trata, presenta y comprende a las mascotas en la actualidad. Ya no hay ironía en un meme que dice: «Mi hijo tiene cuatro patas». Cuando las personas se llaman a sí mismos «padres» y «madres» de mascotas, no están simplemente jugando. Creen sinceramente que lo que que están haciendo es paternidad o maternidad.
Su sinceridad es lo que me preocupa porque no puede significar nada que, justo cuando nos enfrentamos a un aterrador caleidoscopio de cambios sociales sin precedentes, millones de personas estén feliz y deliberadamente confundidas acerca de la diferencia entre tener una mascota y criar a un niño.
La crianza de los hijos e hijas representa (entre otras cosas) nuestra conexión con el futuro, el medio por el cual intentamos influir en lo que será el mundo del mañana. Cuando las personas con mascotas se autoadjudican el título de «padres» o «madre» y desdibujan la línea entre mascotas y niños, nuestro lenguaje se distorsiona de una manera que sólo aumenta nuestra confusión y ansiedad. Puede ilusionarnos pensar que tu mascota es tu «hijo», pero sigue siendo eso, una ilusión. Nombrar mal nuestra relación con las mascotas no es sólo una gracia. Es un síntoma. Un síntoma de que la sociedad en la que vivimos se está suicidando.
Tengo dos perras y una hija. He crecido con perros desde que tengo uso de razón. Siempre hubo perros en mi casa y casi siempre más de uno. Me gustaría decirles a todas esas personas que en el parque se refieren al dueño o dueña de un perro como «el papá» o «la mamá» algo así como «por favor, no equipares a tu perro con un hijo», pero me contengo. Ahora parece grosero, prácticamente reaccionario, insistir en la diferencia.
Tu perro o tu gato tuvo una madre. Esa madre era otro animal que, si tuviera la oportunidad, le habría enseñado a tu mascota todo lo que necesita saber sobre cómo ser el animal que es. Principalmente cómo encontrar comida, dónde encontrar refugio y evitar que un depredador pueda matarlo. Lo que tú tienes que enseñarle a tu mascota es cómo relacionarse con el mundo humano (principalmente cómo no comerse zapatos, cómo no hacer pis o caca donde no debe, y cómo no arruinar alfombras). Incluso tendrás que enseñarle a coartar sus propios hábitos y evitar que se tire detrás de un pato en el lago del parque.
Ésta es la paradoja fundamental de tener una mascota: los amamos porque no son humanos y luego nos pasamos la vida tratándolos como si lo fueran. Proyectamos sobre ellos lo que desearíamos poder ver en nosotros mismos y en los demás. Realmente no queremos que sean animales (salvajes, libres y, en última instancia, incognoscibles); queremos que sean como nosotros, pero más estáticos y predecibles. Algo que podemos controlar. Por eso alivian nuestro miedo al futuro: porque las mascotas no cambian.
Tu mascota puede caminar más despacio a medida que envejece, pero, por lo demás, el tiempo que pases con ella siempre será más o menos el mismo. Proporcionan la consistencia que anhelamos. Todos los días, cuando llegamos a casa, están felices de vernos, ansiosos por nuestra atención, listos para darnos amor. Puedes contar con tu mascota, puedes confiar en ella. Tu mascota no te traicionará.
Pero aquí es donde la metáfora de los padres se desmorona, y aquí es donde pido a las personas con mascotas que dejen de llamarse «padres» o «madres». No se puede confiar en los hijos o hijas. Desde el minuto uno, son individuos dinámicos, que inmediatamente hacen valer su voluntad y se disponen a cambiar el mundo que los rodea. En marcado contraste con las mascotas, los niños siempre están tratando de superar lo que son y de cambiar, y no llevan bien la rutina. Los niños cambian a adolescentes, los adolescentes pasan a ser adultos.
Padres, madres e hijos tienen una relación de profundo amor pero también de confrontación: como padre, o madre usted guía a sus hijos hacia una visión del futuro que sus hijos convertirán en obsoleta. Eso es lo que llamamos progreso. Como padre o madre usted intenta inculcar a sus hijos e hijas unos valores que es muy posible que ellos se acaben rechazando.
Las mascotas no hacen nada de esto. No cambian. Tienen una rutina establecida a partir de los dos años de edad que prácticamente se mantienen sin alteraciones y no van a discutir con usted por tonterías.
Desgraciadamente, cuidamos a las mascotas para satisfacer nuestras necesidades, no las de ellas. Porque si realmente fuera así les dejaríamos hacer pis y caca en casa y comerse nuestros zapatos sin problema. Aunque fantaseamos con que la persona y la mascota se encuentran como iguales y unen fuerzas por admiración y respeto mutuos, no es así. La dependencia es absoluta, su obediencia es prácticamente segura y su amor es incondicional. No puedes «criar» a una mascota porque no le estás enseñando cómo dejarte y convertirse en un ser independiente, tal y como deberías hacer con un hijo o una hija, si eres mentalmente sano. Tu mascota no tiene más remedio que amarte. Y quedarse a tu lado hasta que fallezca.
¿Estamos llegando al punto en el que las diferencias fundamentales entre mascotas y niños ya no se comprenden o, peor aún, se niegan activamente? Dada la atención que se presta a las mascotas hoy en día, me temo que la negación activa está en marcha. Y esto no sucede porque los dueños de perros y gatos sean gente inconsciente o egoísta. No lo son. No lo somos. Se debe a que tener hijos se ha convertido en algo imposible para muchas personas. La pareja a largo plazo no solo no se anima desde nuestra sociedad, sino que, al contrario, se disuade. Basta con ver la proliferación y el éxito de aplicaciones como tinder o grinder en las que se te induce a buscar rollos de una noche para comprobarlo.
La pareja no está de moda. La fidelidad muchísimo menos aún. La familia se ha convertido un sueño alcanzable. Hasta la ropa es fast fashion. Nos compramos ropa de usar y tirar camisetas y pantalones cuyas costuras se descoserán y cuyos tejidos desteñirán a los cuatro lavados. En estas circunstancias a nadie en sus sano juicio se le ocurre tener hijos. Pero puede tener un perro.
Querer reproducirse es -biológicamente- el deseo más natural del mundo. Y tener hijos es una señal de esperanza para el futuro, de creer que la familia, la comunidad y la nación son buenos lugares para criar a un hijo. ¿Cómo podemos proclamar el éxito de nuestro marco económico y político -e incluso intentar exportarlo a todo el mundo- cuando no produce lo único necesario para sostenerlo en el futuro?
Ahora quiero dejar claro que no estoy diciendo en absoluto que todo el mundo deba tener hijos. Siempre ha habido, y siempre habrá, quienes no quieren o no pueden tener hijos, y eso es absolutamente esperado y respetado. Pero en los últimos años ha habido un aumento significativo en el número de mujeres que quieren tener hijos pero no lo hacen, y algunos analistas predicen que alrededor del 30% de las mujeres tal vez nunca lleguen a ser madres. Esta «falta de hijos no planificada» representa millones de tragedias personales y nacionales.
No importa si eres facha, rojo, centrista, marxista, o un defensor libertario del libre mercado. Ninguna de estas tradiciones tiene futuro, ninguna de nuestras reflexiones filosóficas o propuestas políticas equivaldrá a algo duradero a menos que abordemos la única amenaza global a toda la sociedad occidental. No, no es el cambio climático. No es Rusia, China o Irán. No es la ideología neomarxista la que ha debilitado tanto nuestras instituciones. No la es inflación, ni los impuestos ni la baja productividad. No.
En todas las naciones del mundo desarrollado, la tasa de natalidad está colapsando. En los años 1960, las mujeres españolas tenían tres hijos cada una. (Índice de Fecundidad, 2,84). Ahora no llegan a dos (Índice de Fecundidad, 1,9). Por primera vez el año pasado, la mitad de las mujeres cumplieron 30 años sin tener un hijo. La tasa de fertilidad en el Reino Unido está ahora muy por debajo de la tasa de reemplazo y continúa cayendo. Quizás estés pensando que esto no es un problema, o sólo un problema menor, o un problema para el futuro. Pero simplemente no hay futuro si no revertimos esta tendencia.
He iniciado este artículo hablando de creatividad. La sustitución de los niños por los perros ha sido una solución creativa que ha encontrado la especie humana para conseguir ese sentido de pertenencia, esa certeza de sentirse amado y aceptado que tradicionalmente daba la familia. Pero, por supuesto no todas las soluciones creativas son las más efectivas. Muchas, como estas, son solo efectivas a corto plazo.