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OPINIÓN

La selección masculina de fútbol necesita con urgencia un asesor de imagen

Durante la celebración sobraba testosterona y faltaban neuronas, se echó de menos alguien que pusiera orden

La selección masculina de fútbol necesita con urgencia un asesor de imagen

Ilustración de Alejandra Svriz.

Horas antes de la final de la Eurocopa, la prensa inglesa señalaba que, frente a las brillantes individualidades, la selección española destacaba por algo mucho más relevante: todos ellos formaban un equipo y actuaban en el campo como tal, lo que le permitía ofrecer un juego más vibrante y, también, más peligroso para sus contrincantes. Las siete victorias consecutivas del conjunto nacional lo corroboraron. El mundo entero se ha rendido al juego de los españoles, incluso la prensa y los analistas de los países cuyas selecciones han quedado apeadas de la competición por nuestros jugadores. Hay, por lo tanto, unanimidad universal en este aspecto. Curiosamente, mientras ellos jugaban todos a una, los medios han ido apostando por algunos rostros como protagonistas, centrándose en ellos y relegando a los demás en el olvido. En eso ya no somos un equipo.

¿Qué hace que un jugador sea más mediático que otro? Es la pregunta del millón. Estamos ante uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo: ¿Por qué unos reciben toda la atención y otros pasan sin pena ni gloria ante el objetivo de las cámaras, los micrófonos de los reporteros y la opinión de los tertulianos? Algunos hablarán del carisma; tampoco podemos obviar hoy en día la labor de los representantes, a menudo relacionados con agencias de comunicación que elaboran sofisticadas estrategias que apuestan por lo viral. En otros casos interviene la suerte, el azar que bendice una carrera frente a otra sin ninguna explicación racional. A veces es todo a la vez o nada de todo eso, vaya usted a saber.

El caso paradigmático es el Lamine Yamal. Tiene a su favor la edad, es casi un niño (empezó la Eurocopa con 16 años), y además marcó el golazo del año frente a Francia. Su imagen lo ha invadido todo: con sus brackets (ojo, que si uno googlea la palabra para chequear la ortografía, «brackets Lamine Yamal» aparece como la primera búsqueda, se dice pronto) que corrigen su sempiterna sonrisa adolescente y su alegría vital, es de lejos el más deseado por todos. Cualquier reacción en el campo o fuera de él es analizada, diseccionada al detalle. Y no solo en las secciones de deporte. Se busca su foto abrazado a su novia, a su hermano pequeño, a su padre. Todo lo que hace es noticia.

Incluso en la visita a Zarzuela, el saludo del Rey fue más efusivo: Felipe VI ha heredado de su padre la tendencia a dejar claro si alguien le cae más simpático que los demás al dar la mano con la derecha mientras tiende la izquierda al brazo superior o al hombro. Lamine es la estrella. Le sigue, como pareja artística, Nico Williams, que tiene a punto de estrenar un documental junto con su hermano Iñaki. Nico se desenvuelve con soltura en los platós, como hemos podido ver en La resistencia, y sabe reírse de sí mismo, como se aprecia en los vídeos virales del cómico Juan Dávila, en cuyo espectáculo dio tanto juego como en la cancha. Si hay una imagen icónica de la selección en esta Europa es la foto de Lamine y Nico bailando en el campo. Son los iconos.

Sin embargo, frente al bombardeo de información sobre las dos estrellas fulgurantes, llama la atención el silencio sobre, por ejemplo, un Jesús Navas que se ha convertido en uno de los grandes jugadores de nuestra historia. O el que pesa también sobre Dani Olmo, uno de los máximos goleadores del torneo y a cuyo cabezazo bajo los palos de Unai Simón debemos nuestra victoria en la final. El silencio de la prensa sobre ambos jugadores es atronador. Ninguno de ellos ‘vende’.

La selección necesita con urgencia un asesor de imagen que corrija estos desequilibrios y, de paso, haga otros trabajos imprescindibles porque, seamos claros, a estas alturas, lo de la celebración no deja de ser un espectáculo bochornoso que da vergüenza ajena. Es como retransmitir una despedida de soltero con un grupo de muchachos hasta arriba de cerveza y con ganas de cachondeo, que eso uno lo entiende si nadie te está viendo, pero en directo frente a millones de espectadores produce cierto pudor. Sin los chistes del camarero de Pepe Reina, pero con Morata pidiendo la invasión de Gibraltar. Un cuadro. Sobraba testosterona y faltaban neuronas, se echó de menos alguien que ordenara semejante desaguisado.

Y el asesor de imagen habría evitado también el follón de los saludos al presidente del Gobierno. Porque en este tema no hay discusión: los jugadores no están para alimentar polémicas políticas. Es un acto institucional con un protocolo, guste o no. Y hay que cumplirlo. Claro que Carvajal (de este lío se salvó curiosamente Lamine, aunque hizo lo mismo) es muy libre de pensar lo que quiera de Pedro Sánchez, pero no es el momento ni el lugar, porque lo que ha conseguido con su actitud es eclipsar un ritual protocolario de celebración para convertirlo un debate ajeno al fútbol —de nuevo las dos Españas— que embarra la victoria de la selección. Que alguien haga algo pronto porque esto acaba de comenzar. Y hay éxito para rato.

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