A la rica mordaza y otros sabores de la sumisión erótica
De un tiempo a esta parte, el BDSM ha vivido un boom cultural que no sólo ha multiplicado sus adeptos sino también la creatividad de una tribu que busca legitimar su identidad
Esta noche tenemos paracaídas testiculares en el menú. No faltan tampoco las inyecciones de suero en el escroto, para disfrutar de dimensiones más contundentes en el ballbusting (reventar pelotas) o los clásicos entrantes de podofilia, cuero, sumisión zoológica a las dóminas correspondientes y, por supuesto, los azotes con fustas y látigos; la sal de este curioso universo llamado BDSM (Bondage-Disciplina, Dominación-Sumisión y Sadismo-Masoquismo). Hay decenas de restaurantes en España donde degustar esta fabulosa salsa de emociones. La mayoría, como los que se visitaron en Barcelona para este artículo, y más aun con la pandemia, de naturaleza semiclandestina. La escenografía de dichas mazmorras del amor es variable, pasando de un sótano sembrado por luces de neón y bañado de colores entre el negro fuerte, y el negro suave, hasta un modelo más burocrático, casi de oficina, de luces algo más frías y blanquecinas, pero igualmente tenues. Universos, como poco, artificiales. Porque claro, el BDSM tiene eso, el vicio por convertirse en la madriguera del conejo por la que los valientes estériles a los placeres de la normatividad se deslizan en busca de nuevos mundos. El outfit es clave, el ambiente, capital, el negro, la única regla para quienes se asoman a estas curiosas cuevas de la desinhibición todavía con el arnés de la cautela.
Es un error pensar en templos ausentes al juicio de los gustos como en ciudades fuera de la ley. Al contrario, de manera casi mesiánica, los círculos del BDSM dejan claro sus dogmas: no es no, respeto por el fetiche ajeno y, ante todo, buena educación.
La contradicción se sirve como entrante. El dolor y la humillación, así como su antagonismo sádico, son el ABC de esta cultura. Pero esta civilización es más orgánicamente democrática que aquella de la que se refugia, lo que significa que todo acto debe ser bilateralmente consentido como principio básico. Esto hace que deambular por una sala donde una mujer aplica corriente a unos guantes conductores que oprimen los colgajos de un pobre diablo disfrutón, se vea a la par enriquecido por el aroma de cierta paz, de la paradójica inexistencia de la violencia sexual que apesta, como los calzoncillos de GG Alin, en las discotecas y pubs habituales. Quien no se encuentra dominado por los espasmos maxilares incontrolables de 100 voltios recorriéndole los huevos, o por la seriedad cirujana de quien los aplica, resulta ser un ente amable, de conversación amena y trabajos que van desde las oficinas de un bufete, a los cuartos de limpieza de un hospital. Gentes acogedoras, más cerca de un gimnasio de crossfit que del Palmar de Troya, que te invitan a abrirte a nuevas fórmulas de placer, de autoconocimiento, principalmente abandonándote a un vals libidinal que atraviesa las fronteras entre lo gozoso y lo pungente.
Un leitmotiv cuyo ADN es cierta hambre de identidad, de diferenciación frente a la masa en este infierno de lo igual, pero también de satisfacción al frenético ritmo moderno para el que la adrenalina de las sensaciones lo es todo.
Los vacíos vertiginosos en las mentes de estos camorristas del orgasmo parecen tener un pico y una pala. Un leitmotiv cuyo ADN es cierta hambre de identidad, de diferenciación frente a la masa en este infierno de lo igual, pero también de satisfacción al frenético ritmo moderno para el que la adrenalina de las sensaciones lo es todo. Una adicción, otra más, ante la que el gesto dulce; mensajero de la pasión en el sobreentendido de las miradas eternas, se ve ensombrecido por la violenta determinación de las mordazas y los correazos. Algo tan material y pesado, tan indiscutible, que las gaseosas incoherencias del amor líquido se vuelven inocuas, aburridas; ausentes de morbo… Adiós a la incomodidad del desconocimiento, de la clásica interpretación de los gestos, y bienvenido sea el contrato, firme e inapelable, de flirtear con los extremos.
Por otro lado, la ruptura con la normatividad del BDSM es también una píldora de salvación. Un cóctel de estramonio y ayahuasca para huir de los complejos al cuerpo. La riqueza de la fauna salvaje en estos encuentros permite que osos viejos y calvos se vean adorados por féminas de exquisito porte, y que huesudas gemelas de la niña del pozo sometan a apolíneos negros con miembros generosos como mangueras. Los complejos, como quien dice, mejor aparcarlos en la puerta. Se entiende así el atractivo de estos limbos encomendados a la deconstrucción del canon en una sociedad instagramizada, flácida de carácter y domesticada por la healthy food. Un evento BDSM es un ticket exprés a lo bizarro, seguramente porque todos seamos potenciales perros verdes del placer, y la realidad es que en ellos uno puede dar rienda suelta a su imaginación sin demasiado temor a ser juzgado por su grasa, su alopecia o una prognosis aguda.
Quizás porque incluso en la supresión consensuada de nuestra libertad encontremos ahora un perverso empoderamiento.
Esta libertad proviene también, se quiera o no, de la dislocación. Quienes no parecen poder imponerse en vida reclaman su trono en este cosmos, así como aquellos que, de tanto tenerlo todo han olvidado el placer de que se lo arrebaten, ceden su control. Algo así como una aguadilla a esa sobredosis de responsabilidad de la que hablaba Bauman, donde la modernidad nos esclaviza en la insatisfacción de las decisiones infinitas, casi siempre arrepentidas, ante el espejismo de un supermercado de posibilidades que no lo son tanto. Si bien antropológicamente la humanidad siempre ha estado preparada para infligir torturas y humillaciones, escalando así a la condición de animal alfa, el auge de estos movimientos parece diagnosticar una predisposición mayor a su conversión en animal omega; el último de la fila, el pringado sumiso con quien despacharse a gusto. Quizás porque incluso en la supresión consensuada de nuestra libertad encontremos ahora un perverso empoderamiento. Un margen donde, más allá del tormento y el ruidoso vacío de la existencia, podamos ser dueños de nuestro sufrimiento, ese al que nos hemos acostumbrado con demasiada pasividad, legitimando irónicamente que nos maltraten. Diciendo, alto y claro, «cansado de joder, y que me jodan sin quererlo, quiero decidir libremente ser jodido».
Más recibir «palizas amorosas» dista mucho de ser una novedad. Por citar a alguien, citaría a Foucault, quien en sus investigaciones sobre la narrativa sexual destacó como un analista aventajado, y en su intimidad como un sadomasoquista, finalmente confeso, que disfrutaba deslizándose por el París musulmán a la caza y captura de unos ricos moretones. Tal vez la mayor diferencia sea que esas experiencias, entonces en las fronteras de lo inconfesable, son hoy, y más lo serán mañana, objeto de una naturalización que puede acabar rozando el orgullo narcisista.
Si nos ponemos freudianos, el padre del psicoanálisis nos hablaría de estas actividades como «aberraciones sexuales» sustentadas en la «transgresión anatómica», como dice en Tres ensayos de teoría sexual, aunque a estas alturas atender a Freud resulte bastante estéril, más a más sabiendo que en esas aberraciones se incluyen cosas tan naturales como el sexo oral, o las orientaciones no heterosexuales. En esta línea, sin embargo, si cabe destacar la «transgresión anatómica», que puede filtrarse hasta nuestra actualidad viendo el sadomasoquismo como un síntoma. La consecuencia de una extrema y violenta racionalización, haciendo del universo algo puramente cerebral. Un lugar donde la egolatría alcanza tan elevadas cotas de obsesión personal que investigar nuestros límites, engordando el Yo más profundo en la confirmación alocada de nuestro potencial, se convierte en el único salvoconducto a la satisfacción. Algo, como mínimo, profundamente alejado del famoso Arte de amar de Fromm, y más cercano a la investigación cáustica de uno mismo con el fin de abonar un sexo que ya merece poco la pena por lo superficial y raspado de emoción, de secreto, convertido en mercancía. Y es que, como dice Isabel Ruiz, el sadomasoquismo ha abandonado el terreno de lo monstruoso y «nos seduce porque habla de dominación, de crueldad y de placeres intensos en una época de banalización del sexo». Un tiempo donde nuestra extrema racionalidad, propia de sociedades absolutamente materialistas indiferentes a la magia de lo inexplicable, ha hecho mecánicas las locuciones de nuestro deseo en una frustrante búsqueda por su complacencia espontánea.
Pero, volviendo a Foucault, el calvo más famoso del postestructuralismo rebatiría esta tesis en tanto en cuanto el sexo en sí, el acto, es un impulso aburrido, importando realmente sólo su relato. Un relato que, enriquecido como puede serlo a través de jugadas cada vez más kafkianas como las que propone el BDSM, se ve por fin elevado a la condición de thriller, de fábula con argumentos creativos y estimulantes. Mientras para autores como Houellebecq el BDSM es el significante de un mundo en el que la gente no se ama, no se identifica con el otro y se ve, por tanto, empujada a lo único restante; la crueldad deshumanizada, Foucault ve una ventana a la experimentación, a la originalidad, incluso a hacer del sexo un arte en sí mismo que, naufragando en esta era digital, pero desconectada, apela a lo físico decapitando la distancia e invoca la intervención de la carne.
El BDSM podría ser, contra todo pronóstico, un remanso de sosiego donde el mundo bien puede respirar revolución, que dentro se dice misa, y viceversa.
Pero, volviendo a los pormenores de este mundillo, es interesante observar como la coronación en este sistema pasa por afianzar contactos y entablar amistad con otros devotos de la ceremonia. Hacer piña. Ser algo más que un friki, para convertirse en una tribu. Por suerte, para los chamanes ideológicos de estos grupos, sectarios en gran medida como respuesta a esa incomodidad curiosa, pero juzgona, que provocan en el vulgo, la cultura de la cancelación es un virus por exterminar. El tabú no existe salvo en la falta de consenso. Un refugio que, más allá de los debates sobre la tormentosa enfermedad de la humanidad que le impiden ser feliz; duradera y armoniosamente, puede resultar agradable entre el asfixiante calor de las hogueras de la censura que arden con mayor fuerza cada vez. El BDSM podría ser, contra todo pronóstico, un remanso de sosiego donde el mundo bien puede respirar revolución, que dentro se dice misa, y viceversa.
Pero las paradojas respecto a los consentimientos no emanan únicamente de los núcleos de estos particulares ambientes. Una gran parte de los asiduos practica estos juegos por dinero, principalmente mujeres, dóminas, que pagan el alquiler apagando cigarrillos en el culo de sus clientes. No existe, a pesar de ello, un debate popular sobre la legitimidad moral o ética de esta profesión, a diferencia por supuesto de su antítesis; la prostituta a la que se le paga precisamente por someterse. Ambas labores están, se quiera o no, dirigidas al mismo fin; la satisfacción sexual. Esto puede ser una manifestación, por un lado, de una sociedad que, consciente del drama que supone la explotación del cuerpo para la supervivencia, ansia un futuro en donde el sexo sea el aparejamiento físico de dos cuerpos por causas sólo libidinales, y no económicas. Pero puede efectuarse otra lectura, un volteo del argumento, según el cual estamos moralmente preparados para tolerar que uno cobre a otros invocando el dolor ajeno, y lejos de aceptar una remuneración por la sumisión en pro del goce del pagador.
Al final, sexo o no, todo reside en una cultura educada para tolerar el ejercicio déspota del control, pero no para el ofrecimiento del placer, aunque ambos estén infectados por la misma vieja maldición; la del dinero.
Billions, la serie de Brian Koppelman, nos presentaba el fiscal Chuck Rhodes quien, adicto como es al poder, lo es igualmente a despejarse de él en íntimos actos de éxtasis sometido. En el drama, que Chuck pague, o no, a una dómina, no sólo no termina resultando incómodo en la propia narrativa, sino que incluso es algo que el espectador termina pasando por alto. No ocurre así con otros personajes que intuimos como seres sucios, incapaces y abusivos al buscar su orgasmo previo pago de suntuosas pardalas de lupanar, por más que su comportamiento sea respetuoso, casi, profesional. Al final, sexo o no, todo reside en una cultura educada para tolerar el ejercicio déspota del control, pero no para el ofrecimiento del placer, aunque ambos estén infectados por la misma vieja maldición; la del dinero.
Para los existencialistas la creatividad era el sendero hacía la explicación de la infinita broma humana. El BDSM es, seguramente, la respuesta de una sociedad graduada en la frialdad racional de sus decisiones, e incapaz de encontrarse a sí misma en las arenas movedizas de la digitalización y la mercantilización del sentimiento; vendiendo a precios desorbitados el amor. Pero es también la pastilla roja de la desinhibición a la perfección física y a la mediocridad como moneda de cambio para una vida sin complicaciones, ni mayor originalidad que buscar diferenciarse a través de los argumentos que, precisamente, la destierran a las tinieblas de lo igual.
En definitiva, un reflejo quebrado de quienes somos, quienes huimos de ser y en quienes estamos destinados a convertirnos.