Juan Cruz: «Todo lo que me duele, me duele desde la infancia»
El periodista tinerfeño tira de memoria en su última novela, ‘Mil doscientos pasos’, un retrato de la niñez en una época oscura de la historia de España
Madrid es una isla sin palmeras. El mundo rodeado de asfalto, edificios altos y un mar de rostros que se pierden a lo lejos. Nadie conoce a nadie. De repente, algo cambia en la primera planta de un edificio acristalado en pleno corazón de la ciudad. El periodista tinerfeño Juan Cruz avanza por el pasillo con una sonrisa que inunda todo el espacio. En la profundidad de sus ojos azules uno puede zambullirse en aquel mar junto al que creció y al que siempre regresa. Todos se acercan a él como al niño que irrumpe en una sala inundada de adultos. Cruz nunca ha dejado de serlo. Dice que todo lo que es se lo debe a aquella etapa. Ya lo dijo el poeta Rainer María Rilke: «La auténtica patria de un hombre es su infancia».
Cruz (Puerto de la Cruz, 73 años) nació y creció en una época oscura de la historia de España. «La más oscura», relata alguien que llegó al mundo y aprendió el nombre de las cosas en pleno franquismo. «No hubo un tiempo peor que aquel en el que no estábamos en guerra y, sin embargo, la sufríamos». El periodista sostiene que aquellos que dicen que ese fue un tiempo mejor «no solo mienten, sino que agreden». Su última novela es un viaje a aquellos días. Un cuaderno de bitácora que relata cómo un niño descubre la maldad, pero también el valor de la amistad.
Los pasos de Cruz
La obra surge como respuesta a los paralelismos que encuentra el autor entre aquellos años y el momento actual. Cruz afirma que hay personas que parecen desear «que el mundo sea peor para poderlo contar desde la primera fila». Cree que los periodistas, los maestros y todos aquellos que están en contacto con los más jóvenes deben aspirar «a mostrarles el camino de un lugar más grato, más feliz y mejor hecho». Él pone su granito de arena con Mil doscientos pasos, la distancia exacta que separa la casa familiar de todo cuanto acontece en el libro. De sus recuerdos.
«No es una novela autobiográfica. Es la historia de una época en la que yo estuve presente. Una generación machacada por el recuerdo de una guerra que no sabíamos que se había producido». Cruz dedica el libro a don Domingo, su maestro. Y a los chicos de su barrio, aunque matiza que ninguno aparece en él. «Éramos chicos de pueblo. Íbamos a una escuela precaria. Nuestros padres eran muy pobres. La vida no era fácil». El periodista asegura recordar la pobreza: «La pobreza es que te guste todos los días la misma comida». Pero reconoce que tuvo más suerte que los demás, a pesar de ser asmático y empezar a trabajar a los 13 años. A esa edad comenzó también en el periodismo. Lleva seis décadas escribiendo y afirma que aún sigue aprendiendo.
Cruz es risueño, culto y divertido. Tiene una personalidad arrolladora que embriaga. Por eso puede permitirse algunas licencias. Llega a la entrevista en la sede madrileña de la editorial Penguin Random House con unos minutos de retraso. Lo hace contoneándose, como las palmeras que observaba de niño, desde su Calle Nueva, cuando corría viento. En realidad era su paisano Agustín Espinosa susurrando aquel poema: «Tenían envidia de los molinos y de los girasoles. De las ruletas y de los tiovivos». Los árboles ya no están y en la cima de la colina han construido un hotel. Todo ha cambiado, excepto los recuerdos.
«La infancia me marcó para siempre. Hasta hoy mismo. Todas las cosas que hago tienen que ver con el niño que fui. Todo lo que escribo, todo lo que susurro, todo lo que me duele, me duele desde la infancia». Pide café y agua con gas. Se regocija en sus burbujas como si observara en ellas el vaivén de las olas que le acunaron aquellos primeros años. A los que siempre regresa, porque Cruz, a diferencia del poeta griego Giorgos Seferis, no ha dejado de volver. De hacer balance. «Desde que murió mi madre, el 15 de febrero de 1981, solo he escrito memoria. Casi todos mis libros tienen que ver con ella».
El recuerdo de la madre
Días más tarde tuvo lugar el fracasado golpe de Estado de Tejero. Pero en el corazón del periodista no cabía más dolor. Ni siquiera había espacio para aquella tarde en la que Crispín quiso matarle junto al muro. «Es una metáfora protagonizada por dos niños. Uno decide agredir a otro. Qué no hay hoy sino oportunidades de agredir». Cruz asegura que escribió esta novela para ayudar a otros a entender qué les pasó siendo pequeños.
«Hay acontecimientos que ocurren en la novela, pero que no son privativos de una época de la humanidad, sino que pueden marcar el carácter de los seres humanos que alguna vez vieron en peligro sus casas, su hacienda, sus libros. O que alguna vez sintieron que algo podía terminar con sus vidas o con sus ilusiones», relata mientras da un sorbo al café. Desprende un aroma suave. De autenticidad. Como las palabras de Cruz. Se está desnudando. Aunque el libro es ficción, en cierta manera recompone las piezas de ese puzzle que es la memoria. Y él lo reconoce: «Vivo recordando».
Su miedo hoy es «que los niños piensen que la injusticia es tolerable, que la maldad es tolerable. Que lo que ellos sufren en el colegio también se pueda sufrir en la vida adulta». Y es que Mil doscientos pasos no solo trata los problemas universales de la literatura, como el paso del tiempo, el miedo o el amor. También hay hueco para el acoso escolar y la alargada sombra de Franco. El protagonista de la novela se pregunta por qué cuchichean los mayores. Observa comportamientos «extraños» y entiende que no hablar del asunto es la mejor manera de ayudar. Entonces, esconderse era la única forma de sobrevivir.
«En la escuela no hablaba para que no me miraran, todo alrededor me parecía una amenaza», relata el protagonista de la novela. Cruz sostiene que, en aquella época, la burla estaba en el ambiente. Él también sufrió bullying. «Se burlaban de nosotros y nosotros de los demás. Eso era acoso». En su opinión, el mundo actual es peor porque hay voluntad de delación. «Muchas personas están señaladas para que los demás ejerciten sobre ellas burla o destrucción. Lamentablemente es algo que hacen algunos periodistas».
El muro y Crispín
El protagonista de Mil doscientos pasos se detiene ante el muro en el que le agredió Crispín 60 años antes. El muro continúa ahí, pero también en otros sitios. Según Cruz, estamos rodeados de ellos: «Hay una incomprensión radical. No queremos saber del otro para tratar de ahuyentarlo. Vivimos dentro de un muro, haciendo señas contra el otro para que alguien nos apedree». Si algo aprendió de su infancia es la importancia de la amistad. Pero también de la madre y de la casa, «ese lugar de regreso que te ofrece seguridad».
«Siempre he estado en medio de cosas rotas», se sincera. En sus libros, los cristales rotos son recurrentes. Así empieza Primeras personas, donde relata cómo se hace añicos un retrato de Günter Grass en su casa de El Médano. Ocurre algo similar en su última novela. Afirma que todo tiene que ver con la infancia. Su barrio tenía una huerta grande donde colocaban cristales para que no pudieran saltar el muro. La ventana de su casa también estaba rota y entraba el frío. «Se rompían cosas y nadie las reparaba». Quizás volver al pasado pueda sanarle. Por delante, 216 páginas para descubrirlo. Mejor, a la sombra de una palmera.