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Cultura

Juan Cruz: "Quise ser periodista desde los 11 años y lo soy desde los 13”

Tiene los talones mordidos por la muerte, que le lleva persiguiendo desde niño. Mientras los hijos de los otros jugaban a la pelota, el pequeño Juan Cruz (Puerto de la Cruz, 1948) descansaba en la cama vencido por el asma, jugaba a escribir cartas e imaginaba romances. En aquellos tiempos, su madre abría la puerta a las mujeres con maridos en Venezuela para que el niño les escribiera cartas. Todas comenzaban igual: “Querido fulano, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien, gracias a Dios”. Las cartas y la radio eran sus distracciones. Su familia malvivía por su enfermedad, sus hermanos trabajaban durante el día y se mantenían en vela la noche entera porque sus ataques de asma eran terribles. Su madre no hacía otra cosa que pensar en el pequeño.

Tiene los talones pisados por la muerte, que le lleva persiguiendo desde niño. Mientras los hijos de los otros jugaban a la pelota, el pequeño Juan Cruz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) descansaba en la cama vencido por el asma, jugaba a escribir cartas e imaginaba romances. En aquellos tiempos, su madre abría la puerta de su casa a las mujeres con maridos en Venezuela para que el niño les escribiera cartas. Todas comenzaban igual: “Querido fulano, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien, gracias a Dios”. Las cartas y la radio eran sus distracciones. La familia malvivía por su enfermedad, sus hermanos trabajaban durante el día y se mantenían en vela la noche entera porque sus ataques de asma eran terribles. Su madre no hacía otra cosa que pensar en el pequeño.

La infancia de Juan Cruz –referente del periodismo cultural en castellano– fue sufrida para su familia, pero insiste en que no lo fue para él, ajeno a la probabilidad de la muerte. No importaba que los compañeros de clase, en los días contados que se sentía con fuerzas para asistir, fueran crueles con él. O que los profesores, particularmente los curas, le recriminaran sin piedad por su condición enfermiza de asmático. Lejos de compadecerse, Juan Cruz creó su propio búnker y perpetró una venganza de huelguista japonés: “Lo que hice fue estudiar más para salir en el cuadro de honor. Y siempre salí en el séptimo lugar, que era el último. Pero salí”.

Juan Cruz Ruiz recorre su memoria en este lujoso salón del Hotel Palace de Madrid que conoce bien. Algunos capítulos de este libro, Primeras personas (Alfaguara), se escribieron en este lugar. Es cierto que entre ellos hay figuras inmensas del siglo XX, entre sus páginas están Ingmar Bergman y Carmen Balcells y Mario Benedetti, pero despierta una ternura particular la persona que lo sintió nacer. Tantos años después de su muerte, Juan Cruz habla de su madre con una pena infinita. Dice que su muerte fue el momento más triste de su vida.

–Mi madre era una mujer habladora y alegre –explica–. Pero almacenaba todos los dramas. Los de la familia y los propios. Una vez, en la cocina, estaba cantando y yo me acerqué. Quería escuchar qué cantaba. Me acerqué y descubrí que, al tiempo que cantaba, lloraba. La vida de la posguerra en Canarias, en nuestro barrio, que era un barrio junto al Barranco, era muy dura.

Juan Cruz: "El periodismo es mucho más divertido que un partido de fútbol" 1
“El recuerdo de mi madre le ha dado sentido a mi vida”. | Foto: Carola Melguizo | The Objective

Aquella primera persona le proporcionó la ansiedad por contar y tener gente cerca. “El recuerdo de mi madre le ha dado sentido a mi vida”, asume. “La mayor parte de lo que hago viene de cosas que le vi hacer a ella. Ella no era una intelectual. Apenas sabía leer ni escribir. Pero tenía intuición para las personas… para detectar la maldad y huir”. La segunda persona, su padre, le dio las herramientas para escribir el que considera su mejor libro: Ojalá octubre. En esa obra cuenta que su padre era desordenado, un poco desastre, que vivía con la convicción de que todo se podía solucionar al día siguiente. Y era tan mal comerciante que sentía apuro por cobrar, por eso le mandaba a él a dar la cara con los clientes. Luego vinieron otras primeras personas: sus hermanos, sus vecinos, sus amadas.

Le pregunto si recuerda el primer amor no correspondido. Me responde que recuerda todos los amores no correspondidos.

–A una de esas chicas le escribía a través de la revista Actualidad Española –continúa–. Muchos años después la recuperé para la amistad. Vivía en una ciudad andaluza. Un día, cuando ella tenía ya mi teléfono y estábamos en la época de los móviles, nos mandó a unos amigos y a mí un mensaje colectivo. Nos decía que se iba a suicidar. La llamé de inmediato. En efecto, estaba muy mal. Había tomado cualquier cosa. Como recordaba de la adolescencia su dirección, llamé a la Policía. La Policía la salvó. Yo estaba en Tenerife, que acababa de terminar una entrevista al futbolista Pedro Rodríguez.

–¿Y volvió a saber de ella?

–Sí, claro –responde–. Al cabo de unos días me dijo que no tenía por qué haberla salvado, pero que lo agradecía. Y ahora, en todas las conmemoraciones de este momento, me manda un mensaje. Fue un julio de hace muchos años.

Dice que no había revelado esta anécdota en público antes. No menciona su nombre. Tampoco la ciudad donde ocurrió. Cuenta cada historia con precisión de cirujano, respirando los silencios, pero más en un sentido estructural que científico, sin el rigor del reportero de datos. Toda su vida, contada en su voz, es la historia hilada por un guionista. Por ejemplo, recuerda sin fisuras el descubrimiento de un libro por encima del resto, Oliver Twist, y luego ese libro coincidirá con el nombre de su nieto –aunque matiza que fue pura coincidencia–. Recuerda el tsunami emocional que representó la lectura del poema Si…, de Rudyard Kipling, que le condujo a marcarlo en una pared de casa. Y desarrolla todo el misterio que lo acompaña.

–Mi madre me lo hizo borrar con la uña –dice–. Pero a lo largo del tiempo me ocurrieron muchas coincidencias con ese poema. La más emocionante fue que mi hija me llamó para decirme, muchos años después, que había descubierto en esa pared, enjalbegada muchas veces, la huella de mi uña.

Juan Cruz sabe, como supo Gabriel García Márquez, que la vida es aquello que recordamos. “Yo reconstruyo lo que recuerdo”, dice, “así que seguramente no fue así”. En el prólogo de Primeras personas, el autor de Ojalá octubre descubre su experiencia de escritor de la memoria: “Pocas veces he recurrido a papeles o recortes: quería que el fresco fuera verdaderamente una purga de lo que recuerda el corazón”. Y desde el corazón cuenta cómo un invidente Borges le rogó que cerrara la maleta dejando una pequeña ranura abierta: así respirarían las camisas; cómo Pamuk venía a Madrid sin que un periodista le hiciera caso y que todos eran amigos de siempre cuando de pronto le concedieron el Nobel; cómo Manuel Rivas pasó de ser un periodista en apuros, al borde del despido, a uno de los escritores en castellano más aclamados.

Tal vez la memoria sea un mito, levantada a base de construcciones, pero no la huella que nos dejan los otros. “Creo que este libro trata de explicarlo”, añade. “Todo lo que escribo sobre ellos es porque me han marcado. Su manera de verlos me ha marcado. La huella es lo que me hace escribir”.

Juan Cruz: "El periodismo es mucho más divertido que un partido de fútbol" 2
“El periodismo es mucho más divertido que un partido de fútbol”. | Foto: Carola Melguizo | The Objective

El oficio más divertido del mundo

Juan Cruz es, fundamentalmente, los ojos que todo lo vieron en la escena cultural –sobre todo literaria– de la España renacida tras el franquismo. Su firma aparece en El País desde 1976, cuando entró con 28 años, y fue el hombre de confianza del Grupo Prisa para dirigir Alfaguara entre 1992 y 1998. “Yo quise ser periodista desde los 11 años”, dice, “y lo soy desde los 13”. A sus 70 años, teniendo hitos significativos –el principal de ellos, probablemente, que un colegio público en Tenerife tenga su nombre–, asegura que no ha renunciado a nada para llegar a donde está, y que en cualquier caso no ha llegado a nada. “Ahora estoy contigo y en un rato tengo que hacer el mismo trabajo que tú”, alega. “He llegado a escribir. He llegado a mayor. Pero uno nunca llega a nada, realmente”.

–Toda elección requiere un descarte –replico.

–Entonces descarté el tiempo libre –responde–. Nunca he tenido tiempo libre. Nunca he tenido tiempos muertos. Siempre estoy haciendo algo, aunque no haga nada.

Juan Cruz es la clase de hombre que duerme en Madrid y amanece en Buenos Aires. En el gremio cultural las bromas sobre su omnipresencia son recurrentes y su compromiso con el periodismo tampoco descansa. Dice que, cuando muera, quiere ser recordado por la fidelidad al oficio. “Un oficio de vivir”, citando a Pavese. Dice que nunca se ha aburrido del periodismo, que no tiene ánimo para dejarlo: “El periodismo es mucho más divertido que un partido de fútbol”. Dice que el periodismo le ha proporcionado vida, inquietud y gente.

Nació con los talones marcados, pero aquí sigue, viviendo para contarla. Lejos de la isla, lejos de su madre, en una urbe construida en el centro de la nada. A veces, cuenta, se acerca a Tenerife para escuchar el océano batir sus olas: “Yo escribo muchas veces al lado del mar en Tenerife. Me inspira mucho. Me tranquiliza. Me da vigor. Hay una playa en Lanzarote que se llama Famara y que, al entrar en ella, tengo la impresión de que rejuvenezco 15 años”.

–Y viviendo en Madrid, ¿cómo convive con el mar?

–En Madrid hay muchos mares –concluye–. Están los árboles y el sonido de las calles. Está el mar de mi hija y el mar de mi nieto. Todo eso es mar.

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Juan Cruz. | Foto: Carola Melguizo | The Objective
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