El español que sedujo a la reina de Suecia
Un caballero español se presentó en la corte de Suecia el 19 de agosto de 1652. Su misión, seducir a la reina Cristina y convertirla al catolicismo
Su entrada en el salón del trono dejó a los suecos boquiabiertos. Aunque tenía 50 años (la vejez en la época), era un varón recio y atractivo, con un porte orgulloso que proclamaba lo que era: el arquetipo de caballero español. La roja cruz de la Orden de Santiago refulgía en su pecho, la larga melena negra y el mostacho completaban el tópico de belleza latina para los del Norte. Lo era por partida doble, pues se trataba de un «español de Italia».
Don Antonio Pimentel de Prado era hijo de un noble leonés y de una dama napolitana, y había nacido en Sicilia, algo muy común en la época, cuando la Monarquía Hispánica era un imperio que se extendía por media Europa. Pimentel era un soldado, había luchado y ganado honores en las guerras de Italia, sin embargo, cuando el Consejo de Estado (equivalente al actual gobierno español) recibió una petición de Suecia para establecer relaciones diplomáticas, solicitando el envío de «un gentilhombre», le designaron a él como embajador. ¿Por qué? Porque tenía una misión imposible incluso para un diplomático de carrera: seducir a la reina de Suecia.
La soberana que, desde su trono, observaba admirada al «gentilhombre español», que se acompañaba de un séquito de 50 personas propio de un príncipe, era Cristina de Suecia, llamada «la Minerva del Norte». No había nada de convencional en aquella mujer extraordinaria por su recio carácter, por su capacidad política y por su vasta cultura. Y más extraordinaria aún por su extravagante forma de vivir.
Cristina tenía 26 años y no solamente no se había casado (en aquel tiempo se casaban desde los 13 años), sino que proclamaba que no se casaría. Tampoco había tenido amantes masculinos, aunque se rumoreaba que sí mantenía relaciones con sus damas. «No tiene nada de mujer sino el sexo. Su voz parece de hombre, como también el gesto», informaba sobre ella un agente secreto jesuita llamado Manderscheydt.
Criada como un hombre
Desde que nació con el sexo «equivocado», su padre el rey Carlos Gustavo había decidido no enterarse de que tenía una niña, y educarla como un varón. No solamente aprendió a montar, disparar y manejar la espada, no solamente se vestía de hombre, lo más importante y mejor que hizo su padre fue darle la educación política y humanista que debía tener un príncipe para gobernar un reino. A las mujeres, por muy alta que fuese su cuna, sólo les enseñaban buenas maneras, religión y algún arte que sirviera de adorno, como dibujar o tocar el virginal. Cristina en cambio era apodada Minerva, la diosa de la Sabiduría. Su corte era un Parnaso de artistas, escritores y sabios de toda Europa, y en su afán intelectual contrató a Descartes, el más profundo pensador del momento, para que le enseñase filosofía. Por cierto, lo mató de frío, pues le hacía levantarse a las cinco de la mañana para darle lección, y el filósofo francés no pudo soportar el invierno sueco.
Toda Europa estaba encantada con Cristina… excepto los suecos, que veían un monarca sin descendencia, que se gastaba enormes sumas en sus intelectuales y artistas, y que mantenía una vida viciosa desde el punto de vista del puritanismo protestante. Además, en política tenía ideas propias. Huérfana desde los seis años, había ejercido la regencia un prestigioso estadista, el canciller Oxentierna, pero cuando Cristina llegó a los 20 años se enfrentó a su mentor político, e impuso una política de paz con los católicos (la Paz de Westfalia). Esa decisión le daba la vuelta a todo, pues Suecia era la primera potencia protestante, el estado líder en la cruzada anticatólica que fue la Guerra de los Treinta Años.
Y tan sólo era la punta del iceberg… Cristina había resultado ser hispanófila, cuando España, como cabeza del campo católico, era la gran adversaria de Suecia. Aún peor, se sentía atraída por la religión católica. Durante algún tiempo agentes secretos jesuitas –que eran el servicio de espionaje de España y el Papa- estuvieron «trabajándose» a la reina para conseguir su conversión. Estaba al borde de hacerlo, solamente le faltaba un empujón, y a eso había ido Pimentel.
La operación la dirigía desde Copenhague un genio de la guerra secreta, el embajador don Bernardino de Rebolledo, tío de Pimentel, que había elegido a su sobrino conocedor de su capacidad de seducción. Y la seducción funcionó. No hay pruebas de que fuese una seducción sexual, pero es posible. Aunque Calderón decía de Cristina «de Venus y el Amor el blando yugo desprecia», Hollywood resolvería la cuestión a su estilo. En 1933 produjo la película Cristina de Suecia, protagonizada por Greta Garbo, en la que encarnó a Pimentel John Gilbert. Garbo y Gilbert mantenían un amor apasionado, y transmitieron al film su química erótica… Pero eso cine, no Historia.
Lo cierto es que en junio de 1654, antes de que pasasen dos años de la embajada de Pimentel, Cristina abdicó en un primo, se embarcó en el puerto de Halmstad y… desapareció. Fue una operación de «abducción» de los servicios secretos españoles. Rebolledo, el tío de Pimentel, la esperaba en Hamburgo y la ocultó en casa de uno de sus agentes, «el Judío Rico», nombre clave del sefardita portugués Diego Texeira. Allí se perdió su pista.
Reapareció, vestida de hombre, en Flandes, ya en los dominios del rey de España, donde anunció su conversión al catolicismo en vísperas de Navidad. El estupor mundial fue mayúsculo, era algo así como si hoy día el rey de Arabia, cabeza del mundo islámico, dijese que se convierte al cristianismo. Para el campo protestante fue la gran traición, la deserción de su comandante en jefe.
El caso Cristina de Suecia dio por supuesto mucho que hablar y que escribir. En los Avisos de Jerónimo de Barrionuevo, que era lo más parecido a la actual prensa del corazón, se apuntaba por ejemplo: «Sólo le falta que se le antoje le haga algún hijo el Rey [Felipe IV], que en esto de bastardos tiene muy buena mano».
Lo que sí es cierto es que Cristina de Suecia mantuvo durante 20 años una cálida relación de amistad con don Antonio Pimentel, el español que había ido a Suecia para seducir a su reina.