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Cultura

Las impertinencias de Marina Garcés

La filósofa barcelonesa publica ‘Malas compañías’, un compendio de textos en los que, a través de las voces de los otros, Garcés piensa en sí misma

Las impertinencias de Marina Garcés

Marina Garcés | Galaxia Gutenberg

Apoyándose en la idea de que «lo más singular se desprende de lo menos propio», o sea, de aquello que rescatamos de los otros, a través de quienes pensamos y hablamos, la filósofa Marina Garcés (Barcelona, 1973) nos invita a ser impertinentes; esto es, a huir del sentimentalismo, abrazando la sensibilidad, que es lo que hace posible todas las manifestaciones posibles de la materia (o dicho de otra forma: a entender que, en tanto seres sensibles, tenemos capacidad de recibir y de ser afectados por los otros). En suma, y siendo claros: hemos de aprender a ser como somos, nos dice Garcés. Y en ese ser como somos debemos saber que hay muchas (otras) voces, pensamientos e ideas heredados.

La autenticidad del mito

En el centro de Malas compañías se halla la idea (tan ingrata para nuestros tiempos) de que la voz propia es una ficción. Porque, en el fondo, la voz nunca es propia, sino que se nutre de otras voces indirectas que abren la geografía de nuestro pensamiento. Así, este libro es un encuentro de voces, muchas de ellas de personas muertas, personas buscadas, pero también otras sobrevenidas. Voces que permiten que la imaginación sea, que se mueva libremente en el tiempo, siendo memoria y proyecto a la vez. Con ello, Garcés, se permite (y nos permite) habitar el futuro, esa potencia de lo inacabado que viene de las sombras de lo que ya se pensó, de lo que ya pensaron otros.

«Para poder pensar, hay que activar el pensamiento», escribe Garcés. Y aunque parezca una frase de perogrullo, es la base para ir más allá de las grandes narraciones que «ya no nos dan cobijo»; aquí la filosofía sería la activadora del pensamiento, con un matiz importante: en tanto que elaboración conceptual de lo problemático de la existencia. Así, no se trata de pensar por pensar (sabiendo que estamos pensando; vaya, que no se trata de concentrarse en el proceso), sino de hacerlo con valentía y humildad, yendo más allá de nosotros mismos, sumando a nuestras historias personales el pensamiento de los otros. Garcés lo expresa así: «Pensar no solo es aprender a no saber. Es asumir el riesgo de no ser». En la conciencia de que «el mapa de nuestras ignorancias es mucho más rico que el de nuestros saberes». Es justamente esa la impertinencia que defiende Garcés. Esa misma impertinencia que parecen secundar los jóvenes estudiantes de filosofía, quienes, desconcertados por la zozobra de la perpetua crisis contemporánea que nos asola, han incrementado sus matriculaciones en la universidad en un 33% en los últimos cinco años.

Portada del libro ‘Malas compañías’

Aprender a vivir

Malas compañías es un compendio de textos ya publicados (excepto uno) por la filósofa en los últimos 16 años. Prólogos, epílogos, columnas de diario, reviews culturales para revistas, artículos, piezas pensadas para acompañar proyectos artísticos o ensayos incluidos en libros colectivos. La obra se compone de un inicio y un final (expresados de manera explícita), más dos pausas (que se corresponden con una reflexión sobre el cuerpo, a cuenta de las sesiones de estriptis de Christa Leem y una personificación literaria de Sophie Volland) y no es difícil aventurar que sus dos pilares fundamentales (aunque la autora no lo disponga necesariamente de forma evidente) son dos de los libros anteriores de Garcés: de un lado Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020) y, del otro, Nueva Ilustración Radical (Anagrama, 2017). Así, están muy presentes las herencias ilustradas a través de la figura de Diderot y, de otro lado, las experiencias del aprendizaje toman conciencia de la figura de la abuela centenaria de Garcés en el emotivo y personal texto «Los ojos de comprender», escrito tras la muerte de ésta durante la pandemia del COVID-19 y, como decíamos antes, el único inédito del conjunto.

Para aprender a vivir, Garcés nos invita a ‘desentonar’. A zafarnos del orden del lenguaje y el discurso, que conmina al pensamiento a alejarse de lo que no se puede jerarquizar. Nos invita a ser eternos aprendices de la esperanza y de la conquista de nuestros propios nombres, siempre a la búsqueda de las palabras verdaderas, aquellas que, como escribe Garcés, «se nos escapan sin control y sin fin, como una ninfa enamorada». Palabras que nunca conseguiremos alcanzar del todo, ya que precisamente el secreto de la verdad se halla en el hecho de saber que la verdad «no es de quien la pronuncia», porque no hay nada verdaderamente privado en pensar ni en decir. Y ello es porque la razón de que «la verdad no es una propiedad sino un efecto: un efecto de visión, un efecto de sentido y un efecto del vínculo». Dicho de otra manera: que para que exista un lenguaje, éste ha de ser compartido.

Siguiendo al también filósofo (y pareja suya), Santiago López Petit, Garcés matiza este aprendizaje del vivir, afirmando que «querer vivir no es querer hacer tu vida»; vaya, que no se trata de la plenitud del yo, sino más bien de vaciar(nos) la vida. Ella lo expresa así: «Llegar a ser yo sin mí es el camino para politizar mi existencia». Es una forma de que nuestra vida se conecte con la comunidad, con otras personas.

En ese aprendizaje del vivir (impertinente, liberado de la tiranía del hábito, compinche de las hermandades raras), Garcés también sitúa el afecto, el amor. El amor entendido como amistad y comprensión, complicidad y pacto.  

Un ejercicio de escucha, descubrimiento y duelo

Decíamos que Malas compañías es, en su centro más íntimo, un libro sobre el vivir, sobre las vidas que no fueron y las que podrían ser. A este respecto, «Los ojos de comprender», el texto que cierra el volumen, es el más emotivo de todos y el más largo y elocuente (32 páginas). En él se retoma la idea del cuerpo, para hablar del cuerpo que ya no es, pero que sigue siendo en los objetos (llenos de vida) que dejó el muerto (en este caso, la muerta; la abuela materna de Garcés, Concepció Rubiés i Trias, que murió el 21 de abril de 2020, con 100 años, mientras vivía en una residencia para gente mayor en Barcelona). 

El disparador del texto son unos documentos que la filósofa encuentra en la antigua casa de la abuela, sobre todo cartas, y que le sirven a Garcés para escuchar la voz íntima de su abuela, para tratar de comprender(la). Ahí se halla «la difícil imposibilidad de vivir» durante la posguerra, pero también las razones que explican el carácter ensoñador, ausente y despistado de su abuela, y que tienen que ver con la (im)posibilidad de una vida truncada, la de «una mujer exigente y valiente pero que no se siente digna de nada de lo bueno que le sucede» y que «siente terror a saber demasiado». 

Hay una imagen hermosa que escribe la abuela de Garcés (quien firma cada uno de sus papeles con el alias abreviado «Ció») al decir que «recuerdo que leía todo lo que me caía a mi alcance». Y continúa: «Me paraba sobre los periódicos que mi madre ponía en el suelo mojado para leerlos». Bella metáfora de lo que podría ser este libro: una invitación a estar atentos a esas otras voces que, inopinadamente, nos brincan súbitas en el transcurrir cotidiano de nuestras vidas, justo un momento antes de empaparse, de yacer ahogadas en la vorágine del día a día.

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