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Historias de la historia

El primer gobierno fascista del mundo

Benito Mussolini recibió el encargo constitucional de formar el primer gobierno fascista de la Historia el 30 de octubre de 1922. Un siglo antes que Giorgia Meloni

El primer gobierno fascista del mundo

Benito Mussolini. | Wikipedia

El rey Víctor Manuel III no daba la talla. En sentido físico y político. Medía sólo 1,53 de altura y hubo que modificar a la baja la ley para que pudiese ingresar en el Ejército, que exigía mayor estatura a los oficiales. Pero fue mucho peor su falta de talla para afrontar el desafío planteado por Mussolini, la Marcha sobre Roma.

La semana pasada explicamos en Historias de la Historia los miedos de Víctor Manuel y su intento de manejar la crisis pactando con Mussolini. No era el único, el jefe del gobierno en ese momento, el liberal Luigi Facta (derecha democrática), llevaba todo el mes de mercadeo con el jefe del fascismo, ofreciéndole carteras en un hipotético gobierno de coalición.

Y es que la fuerza de Mussolini no estaba en los folklóricos escuadristas de la Marcha sobre Roma, sino en el respaldo de las principales fuerzas vivas de Italia, monarquía, terratenientes, empresarios, que veían en el fascismo su seguro de vida frente al comunismo. Pero todavía contaba Mussolini con otro apoyo formidable, el de un poder que no era de Italia, pero que estaba en Italia: el Vaticano.

Pío XI acababa de ser elegido Papa en 1922, sólo llevaba unos meses sentado en el trono de San Pedro, aunque como sus cuatro predecesores tenía trono pero no era soberano. Era en realidad un preso político, «el prisionero del Vaticano» se apodaba a los Papas desde que en 1870 el ejército italiano asaltara Roma, completando la unidad de Italia bajo la dinastía de los Saboya. Destronaron al Papa-rey, como se le llamaba hasta entonces, y lo encerraron en una jaula de oro, el palacio del Vaticano.  La venganza de los pontífices fue excomulgar a los sucesivos reyes de Italia y a la dinastía de Saboya.

Pero en mayo de 1921 salió elegido diputado el inventor de una nueva fuerza política, un tal Benito Mussolini, que logró dar el salto de la agitación callejera en Milán al Parlamento de Roma –donde todos tienen el tratamiento de «honorable»- gracias al apoyo de una leyenda de la política italiana, el liberal Giovanni Giolitti, que llevaba 40 años manejando la política de su país en lo que se llama «Era Giolttiana» y ocupaba el puesto de primer ministro por quinta vez en su vida. En su primera intervención ante la Cámara de Diputados, el recién llegado Benito Mussolini, con sus maneras toscas y su aspecto poco tranquilizador, lanzó un órdago: dijo que si llegaba al gobierno resolvería «la cuestión romana», es decir, el conflicto entre el Estado italiano y la Iglesia católica.

El Papa le creyó sincero, o al menos pensó que valía la pena apostar por el único político que le ofrecía la liberación. Hay que decir que Mussolini cumplió su promesa: en 1929 firmó con la Santa Sede los Acuerdos de Letrán, que restablecían la soberanía del Papa en Roma, aunque fuese sobre poco más de un pañuelo, la Ciudad del Vaticano, una finca de 44 hectáreas y unos cientos de habitantes. Es el Estado más pequeño del mundo, pero es un Estado soberano gracias a Mussolini.

Luego, cuando el fascismo se convirtió en una dictadura, los remordimientos perseguirían a Pío XI, que preparó un discurso de censura de ese régimen totalitario para el décimo aniversario de la firma del tratado… Pero murió el día de antes y no se produjo la condena de la Iglesia al fascismo.

Partida de póker

Con todos esos triunfos en su mano, el Duce (o sea, el Jefe, según un nuevo lenguaje político que daría lugar al Führer, el Caudillo, etc…) jugó una partida de póker con el rey a distancia. Víctor Manuel le ofreció cuatro ministerios en un gobierno de coalición presidido por el político conservador Antonio Salandra, un reputado jurista que había sido el primer ministro cuando Italia entró en la Primera Guerra Mundial. Pero Mussolini, que no se había movido de Milán, se marcó un farol: si el rey quería evitar la Marcha sobre Roma, tendría que darle la presidencia del gobierno a él, y además exigía cinco carteras.

Víctor Manuel cedió y Mussolini cogió el tren en Milán. Ese viaje por ferrocarril sí fue la auténtica Marcha sobre Roma. El 30 de octubre se presentó en el Palacio del Quirinale, sede de la corte italiana, vestido con levita y botines blancos sobre los zapatos, como un auténtico gran burgués. Quería que todo el mundo se olvidase de su imagen de alborotador callejero, de cabecilla de un «partido de la porra», que es lo que había sido hasta entonces.

Además de la presidencia del gobierno Benito Mussolini asumió los dos ministerios principales, el del Interior, que le permitía controlar la policía y el orden público –lo que sus seguidores se habían dedicado a romper durante dos años-, y el de Asuntos Exteriores, que le daría a conocer al mundo y le convertiría en modelo de todos los fascismos. Tres fascistas ocuparon otros tres ministerios, entre los que estaba el de Finanzas. Encabezado por un prestigioso economista, Alberto de’Stefani, tomaría rápidamente medidas eficaces para sanear la economía, asegurando el respaldo al fascismo que pronto iban a darle la mayoría de los italianos. De’Stefani redujo radicalmente el paro y atajó la inflación con medidas espectaculares, como la quema de 320 millones de liras en billetes.

Por lo demás era un típico ‘gobierno a la italiana’, un popurrí de todos los partidos, para que todas las fuerzas políticas tuviesen su tajada. Había cuatro liberales de tres tendencias distintas, dos democristianos (el partido de la Iglesia), un nacionalista, un independiente y dos técnicos, dos militares prestigiosos para Guerra y Marina.

Con este botín en su bolsa, Mussolini le prometió al rey todo lo que el monarca deseaba escuchar. Que respetaría la democracia política y las libertades, que buscaría el consenso con todas las fuerzas políticas, incluidas el Partido Socialista y el Partido Comunista, y que se conformaría con un mandato corto. El primer gobierno fascista de la Historia tenía fecha de caducidad: el 31 de diciembre de 1923.

Tras el biscotto (arreglo, en la jerga del fútbol italiano) con el rey, el gobierno de Mussolini tenía que pasar por la aprobación parlamentaria. Como casi todas las fuerzas representadas en la Asamblea de Diputados habían conseguido un ministerio, no hubo problemas: 306 votos a favor, 116 en contra y siete abstenciones. El fascismo, que aún no sabía nadie lo que significaba, llegó al poder con pleno respaldo democrático. El Senado lo refrendaría a continuación con mayoría aún más holgada.

A principios de abril de 1924 Mussolini cumplió su compromiso con el rey de un gobierno de corta duración, se sometió a las elecciones. Previamente había introducido una reforma del sistema electoral que le favorecía, aunque la mejora que había conseguido en la economía y las medidas sociales ya le habían hecho popular entre los italianos. Obtuvo una victoria aplastante, 275 diputados frente a 165 de la oposición.

El líder socialista Matteoti le acusó de haber manipulado las elecciones, y un grupo de fascistas incontrolados lo secuestró y lo asesinó. No había sido por orden del Duce, pero Mussolini lo asumiría. «Si el fascismo es una asociación de malhechores, el jefe soy yo», dijo, y al año siguiente implantó la dictadura.

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