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Dos siglos del descubrimiento de Egipto

Hace 200 años Champollion rompió el secreto de los jeroglíficos egipcios, abriéndonos toda una civilización

Dos siglos del descubrimiento de Egipto

La piedra de Rosetta exhibida en el Museo Británico de Londres.

Quelle villain affaire! (¡Maldito asunto!). El joven gritó dos veces el exabrupto y se derrumbó en el suelo como si le hubiera alcanzado un rayo. Su hermano mayor, que le hacía de padre, creyó que estaba muerto. Durante tres días estuvo en una especie de coma, pero era simplemente agotamiento. Jean-François Champollion llevaba dos años entregado en cuerpo y alma a un trabajo extenuante, la interpretación de los jeroglíficos egipcios, algo que nadie había conseguido hasta entonces.

Champollion el Joven –su hermano Jacques, también arqueólogo, era Champollion el Mayor- había nacido en 1790, un año después de la toma de la Bastilla, era por tanto un hijo de la Revolución Francesa. En esas mismas fechas un joven oficial de artillería, llamado Bonaparte, comenzaba la más extraordinaria carrera militar de la Historia. Es obvio que Napoleón decidió el destino de millones de personas, y no sólo de las que sufrieron y murieron en las guerras napoleónicas, todavía hoy las naciones libres vivimos a la sombra de su Código Civil, el Código Napoleón, base del estado de derecho moderno. Pero en el caso de Champollion, toda su vida privada se vería determinada por las andanzas del corso.

Cuando Champollion cumplió tres años, Bonaparte ya era general ¡con sólo 24 años! Cuando llegó a los siete, Bonaparte era el héroe de Francia, el triunfador de Italia, y cuando llegó a los ocho el joven general se fue a conquistar Egipto, en la idea de emular a Alejandro Magno, atravesar el Asia y llegar a la India. Puede parecernos una locura, pero eran tiempos en que los sueños se hacían realidad, por primera vez desde las invasiones bárbaras un guerrero victorioso se podía coronar rey. Bonaparte no llegaría a la India como Alejandro, pero si lo emulo convirtiéndose en soberano de un gran imperio, aunque fuese en Europa en vez de Asia.

En realidad, tras la genuina persecución de la gloria de Bonaparte y sus soldados había una malévola intención del gobierno de la República: deshacerse del general Bonaparte, mandarlo lo más lejos posible, a ver si no volvía. El Directorio, como se llamaba el régimen republicano del momento, temía que el carisma que ya había alcanzado Napoleón Bonaparte le animase a tomar el poder, y así fue. Cuando volvió de Egipto sólo tardó tres meses en dar un golpe de estado y convertirse en dueño de Francia, pero esa es otra historia.

Bonaparte pensaba ya en grande cuando partió para Egipto, quería asombrar al mundo y no sólo con sus victorias militares, eso ya lo había hecho en Italia. Inventó una nueva forma de conquista, lo que podríamos llamar imperialismo ilustrado. Se sabía que miles de años antes en Egipto había habido una civilización deslumbrante y olvidada, de la que sólo quedaba el rastro de las Pirámides, y Bonaparte decidió rescatarla. Junto a su ejército de 38.000 soldados llevaba otro, menos numeroso pero que obtendría más triunfos: un «ejército de sabios», 167 de los cerebros más brillantes de Francia, tres astrónomos, diez lingüistas, trece naturalistas, veintiún  matemáticos. En vez de cañones iba armado de imprentas con caracteres latinos, griegos y árabes, en vez de artilleros llevaba peritos en artes gráficas, para ponerlas en funcionamiento en cuanto ocuparan Egipto.

Desde el punto de vista militar la expedición de Oriente fue un fracaso. Los ingleses destruyeron la flota francesa y el ejército expedicionario se quedaría aislado en Egipto, al final tuvo que capitular. Solamente volvió uno de los 38.000, el general Bonaparte, que logró burlar el bloqueo inglés, regresó a Francia como un héroe y tomó el poder.

Pero en cambio fue uno de los capítulos más gloriosos de la historia de la cultura, porque el ejército de sabios descubrió Egipto para la civilización moderna. Cartografiaron completamente el país e hicieron un completo estudio económico, sociológico y científico del mismo, desde sus minerales hasta su fauna. El trabajo del naturalista Saint-Hilaire sobre un pez del Nilo que era un fósil viviente sería clave para la teoría de la evolución de Darwin.

Nace la egiptología

Lo más notable sería sin embargo el trabajo arqueológico, allí nació una nueva ciencia histórica, la egiptología, porque los sabios –de una edad media de 25 años- dibujaron y trazaron planos de todos los templos, copiaron las pinturas y jeroglíficos que los adornaban, recolectaron papiros y antigüedades. La pieza maestra de todas ellas sería la Piedra Rosetta, una gran estela de granito negro que contenía tres versiones del mismo texto, una en la misteriosa escritura jeroglífica, otra en copto (egipcio tardío) y otra en griego. Ahí estaba la llave para penetrar en el significado de los jeroglíficos, en el saber del Egipto faraónico.

Cuando el ejército francés inicia las capitulaciones para entregar las armas, los ingleses exigen que entreguen también todos los descubrimientos, pero los sabios se rebelan. Amenazan con quemarlo todo antes de entregarlo al enemigo. Asustado ante la responsabilidad de provocar ese genocidio cultural, el mando inglés transige. Se considera los descubrimientos y documentos propiedad particular de los sabios y por tanto pueden llevárselos a Francia. Todos exceptos la Piedra Rosetta, que se convierte en el gran trofeo de la campaña de Oriente y desde 1802 se exhibe en el Museo Británico. Todavía hoy es la mayor atracción del gran museo, imposible de contemplar por las multitudes que atrae su vitrina.

La labor de los sabios no ha terminado en Egipto, a la investigación científica y la prospección arqueológica en el país del Nilo le sucede una empresa editorial gigantesca en Francia, la publicación de La Description de l’Egypte, lo que ha de ser la primera maravilla del mundo de la edición. 400 artistas trabajan durante 20 años para publicar en 1810 (aunque con fecha falsa de 1809, para celebrar el décimo aniversario de la toma del poder por Napoleón) una obra en 23 libros, algunos de más de un metro de largo, con 3.000 ilustraciones que permitirán a los europeos visitar Egipto como ahora lo hacemos ante un televisor o una pantalla.

Entre el segundo ejército de sabios que trabaja en la edición se encuentra Champollion el Mayor, y el ejemplo del hermano-padre influye sin duda en Champollion el Joven, que se convierte en un brillante estudioso de lenguas orientales. A los 16 años publica un Ensayo de descripción geográfica de Egipto, a los 17 se convierte en el más joven académico de Francia al ser admitido por la Academia de Ciencias y Artes de Grenoble.

Pero su gran empresa comienza en 1820, cuando ha alcanzado la madurez de los 29 años: el desciframiento de la Piedra Rosetta. En esas fechas hay un sabio británico que lleva ya dos décadas intentándolo, el célebre físico Thomas Young, que tiene a su disposición la Piedra. Champollion tiene que conformarse con las copias, eso sí, perfectas, que han hecho los sabios antes de entregarla a los ingleses.

Champollion resolverá el enigma en sólo dos años, aunque para ello tenga que sacrificar su salud. Su brillante cerebro comprende que los jeroglíficos son «un sistema complejo, una escritura a la vez figurativa, simbólica y fonética en el mismo texto, en la misma frase, diría que casi en la misma palabra». Aplica esta clave a palabras procedentes de otros monumentos, que se sabe que son nombres de faraones, y así logra descifrar los jeroglíficos un año antes que el británico Young.

La «fecha oficial» del desciframiento de la Piedra Rosetta es el 27 de septiembre de 1822, fecha de su Carta a M. Dacier, secretario perpetuo de la Real Academia de Inscripciones y Bellas Letras, relativa al alfabeto de los jeroglíficos fonéticos. Un título particularmente anodino para uno de los más apasionantes descubrimientos de la cultura universal. 

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