La interminable nostalgia de la Movida
Décadas después de la Movida madrileña, sigue habiendo celebraciones, grupos que reaparecen y libros que se escriben sobre el discutido movimiento
Kaka De Luxe, La Bola de Cristal, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Rock-Ola, Alberto García-Alix… La lista de nombres es amplia y, a la vez, tiene un cupo limitado. Limitado, pero con mucho tirón: cuatro décadas después de aquel movimiento cultural llamado La Movida, que fijó su escenario principal en Madrid, el eco aún resuena. A pesar de que su duración real fuera corta, todavía se regresa a menudo a aquellas noches en salas míticas, al legado de los testigos de la época o a esa atmósfera de libertinaje que supuestamente emanaba de las calles.
Grupos como Hombres G, Ilegales, Los Secretos o Loquillo suben al escenario estos días celebrando la efeméride. Espacios municipales ofrecen exposiciones, como la del fotógrafo Pablo Pérez Mínguez en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. O se reeditan volúmenes como En la cresta de la ola, de Ramón de España. Y cada poco salta la misma duda: ¿Fue la Movida esa marmita de transgresión y vanguardia? ¿Cambió el panorama para siempre o quedó fagocitada por la maquinaria institucional?
El veredicto es difuso. Hay quien la reboza en purpurina y encuentra en aquel periodo un punto y aparte en la historia de España. Hay quien ve cómo esas crestas de colores, las tachuelas y los camerinos con ceniceros llenos de tabaco y estupefacientes fueron el portazo definitivo a la dictadura franquista. Y hay quien examina el fenómeno como un capricho elitista, confeccionado por el oficialismo para darse aires de tolerancia, con un efecto indeseado: lo que luego se convirtió en una afición menos divertida, la heroína. También hay quien ve en ese estallido de creatividad un penacho de humo volátil donde la pirotecnia ocultaba el runrún plomizo del asfalto.
Para enmarcarla habría que retroceder a finales de los setenta. Entonces ya burbujeaba el magma de la protesta. Se abrían nuevos cauces lejos del pop o del folclore habitual. El festival Rocktiembre, organizado el 22 de septiembre de 1978, juntaba a una masa de jóvenes al abrigo del heavy y el rock urbano. La música ya enfilaba un sendero insólito y los barrios buscaban su discurso. Burning, Ñu, Obús o Barón Rojo imprimían sus acordes entre espasmos de melena y borradores de una Constitución en ciernes.
Y en las guaridas flamencas se inoculaban los nuevos sonidos de Camarón y su Leyenda del Tiempo. Arreciaba el descontento por un letargo demasiado prolongado al que le costaba desperezarse: seguían las cargas en manifestaciones, las torturas en los sótanos, las penurias a fin de mes.
Hasta que llegó el chupinazo. La nueva década dio el pistoletazo de salida. El origen de la Movida se ubica en el concierto de homenaje a Canito, el 9 de febrero de 1980. A la cita por la muerte inesperada de este compositor fueron los hermanos Urquijo antes de convertirse en fundadores de Los Secretos, Nacha Pop o Alaska y Los Pegamoides, entre otros. Aquel acto supuso la llama de una generación que viviría con júbilo el inicio de la democracia, el auge del socialismo y una atmósfera ácrata donde predominaban las grabaciones amateur, las canciones desvergonzadas y una estética sin molde.
Bares como La Vía Lactea o El Pentagrama trasladaron la escena al centro de la ciudad. Surgen formaciones evanescentes que tiran más de entusiasmo que de aptitud para corear estribillos. Poco a poco, el universo artístico se condensa en esos locales fluorescentes que escoran a otros con más solera. El ayuntamiento de Madrid, con Tierno Galván al mando, acoge a esta pléyade con vítores y se propagan los ritmos pegajosos gracias a programas de televisión, fiestas populares y portadas en revistas como La Luna o Madrid Me Mata. Algunos lo ven como un ejercicio de cosmética que enaltecía lo banal y se olvidaba de lo valioso. Otros, como una corriente sólida e innovadora.
Esto escribe, por ejemplo, Montero Glez en La imagen secreta: «Cuando, años después, la posmodernidad llega a España y aparca en los Madriles, se le da el nombre de Movida madrileña que, bien mirado, tuvo poco de corriente artística por ser lo más parecido a una corriente de aire acondicionado que se enchufaba por las noches». «La Movida destruyó el mensaje orgánico, acabó con el contenido social a favor de una estética del mal gusto que se comercializó», concluye el autor de Sed de champán.
Opina parecido José Luis Moreno Ruiz, locutor mítico de aquella época. En su ensayo La Movida modernosa dice: «La Movida, o lo que ha subido a los altares con ese nombre sacralizado, intocable, no sería nada o bien poca cosa de no haberse cebado en ella los interpretadores, e inventores en esa calidad, del presente, españoles y extranjeros. Pero el caso es que se ha escrito sobre ella, mucho, se han desentrañado sus secretos y arcanos, se ha inventariado a sus protagonistas, aunque sus aportaciones sean nebulosas».
La Movida, continúa el también novelista y traductor, es «un género, no precisamente chico, sino una especialización de la industria académica». «Mentir desde la cátedra es un arte muy aplaudido, como todo un placer compartido el comulgar con ruedas de molino», añade Moreno Ruiz, fallecido en 2021, convergiendo en esa lectura del fenómeno como un producto empaquetado para gloria de los gobernantes, que lo lucían como subversivo mientras se colocaba en el estante de lo domesticado.
Igual que ocurrió, en síntesis, con otros estallidos previos como la revuelta jipi o el punk, que se monetizan gracias a abonos con precios de varias cifras en el festival estadounidense Burning Man o en camisetas de franquicias con el estampado de «Never Mind the Bollocks». Justo lo que apuntaba Thomas Frank en La conquista de lo cool, donde se estudiaba cómo la contracultura había pasado de ser una fuerza «contestataria» a una «hegemónica».
De ser «la lengua de los marginados», según indica el periodista norteamericano, a ser «el lenguaje de la publicidad». «Con independencia de que las fuerzas asimiladoras merezcan o no ser vilipendiadas, el proceso mediante el cual se apropiaron de la subculturas rebeldes es, sin duda, un elemento crucial de la vida moderna», puntualiza. Frank, además, cree que, en cualquier caso, todo movimiento social desencadena una revolución «no tanto mediante ideas políticas» sino del «estilo de vida» y de la subversión del statu quo: «Cuando el estilo de música cambia, tiemblan los muros de la ciudad», sentencia, mencionando un aforismo atribuido a Platón.
A lo largo de todos estos años, y más últimamente, es común comparar esos momentos de ingenuo frenesí con los actuales, en los que tanto aparecen las palabras «censura» o «cancelación». Algunos de sus componentes se ven a menudo en la tesitura de contestar si parte de sus letras serían posibles o si tendrían el coraje de incluir versos similares ahora mismo. Ocurre continuamente con «La mataré», de Loquillo, con el «¡Heil, Hitler!» de Ilegales o con estrofas imberbes como las de «Devuélveme a mi chica» de Hombres G: basta con recordar la polémica reciente de David Summers y Pasapalabra o sonreír con el título del adiós de Siniestro Total: «40 años sin pisar la Audiencia Nacional».
Sus protagonistas han ido respondiendo acerca de estas consideraciones en cada promoción. Sabino Méndez, letrista de Loquillo, esgrimía en una entrevista a tenor del rescate de Corre, Rocker. Crónica personal de los ochenta que en la Movida había más arte que márquetin. «El márquetin estaba subdesarrollado en aquella época. Suele ser un error que se comete al hablar de ella: entonces no había unos medios como ahora. Había dos cadenas de televisión, una minoritaria y una mayoritaria. Si salías en la mayoritaria, te veía todo el mundo. Aunque, ojo, el que fuera más arte no quiere decir que se transmutara en grandes obras: quedó lo que quedó», explicaba.
Méndez creía que aún faltaba tiempo para ver si la Movida se alzaba como un capítulo esencial de la Historia. «En el arte, lo que realmente vale es el peso del tiempo, pero no 20 o 30 años, sino más: tenemos que habernos muerto todos y haber pasado el veredicto de varias generaciones para saberlo», argumentaba, negando la intromisión de la política. «Se dice que todo fue un invento de PSOE y entonces sí que tenemos que decir que no. Que en un momento dado un partido político mirara qué había y se arrimara, vale. Pero éramos chavalitos y no teníamos nada que ver. Todo se simplifica».
«Se oyen frases de que todo fue un invento desde los despachos. Nosotros no vimos un despacho en nuestra vida. Y el resto –Antonio Vega, Santiago Auserón…- tampoco: yo los conocí en locales muy cutres donde solo iba gente joven. A partir del 86 a lo mejor sí que íbamos a alguna oficina, pero para hablar con gente que no nos entendía, ni nosotros a ellos, y hacer meros intercambios económicos», comentaba. Ana Curra, compañera de fatigas y líder de Parálisis Permanente junto al fallecido Eduardo Benavente, coincidía en una charla de la revista JotDown: «Todo movimiento artístico cuando nace nunca se plantea llegar a nada. Aquí fue después, cuando surge una gestión, una intención de ganar dinero y comercializarlo, cuando se echa todo a perder».
Curra, que también anda de gira por el 40 cumpleaños de El acto, primer y único álbum de Parálisis Permanente, anotaba: «Aquello solo fue un movimiento que vivimos una clase de gente, que éramos muy pocos, te lo digo ya, en un Madrid que era gris y rancio. Logramos generar atención en el resto del país, salíamos en las radios, y todo fue absolutamente romántico y carente de pretensiones». Luego, agregaba la cantante, decayó «porque se metieron grupos que no tenían ese espíritu» y «todo empezó a ser un bluf». En los ayuntamientos, afirma la cantante punk, «se pagaron millonadas por artistas que no lo valían». «Pasó como pasa con las ONG, con las empresas, con la vida. Cuando deja de tener un sentido lúdico y creativo, entran unos elementos que lo arruinan», zanjaba.
Jorge Martínez, líder de Ilegales, se sitúa en una órbita diferente. Establecidos en Oviedo, los asturianos conmemoran cuatro décadas desde que lanzaron su vinilo de debut, que daba nombre al grupo. Y el cantante cree que ese centralismo del fulgor no hace justicia a lo que sucedía en otras comunidades como la suya, el País Vasco o Galicia, con Golpes Bajos, Semen Up o los mencionados Siniestro Total. «Nosotros fuimos a Madrid con el ánimo de pasar por encima de la Movida y hacernos fuertes en la música. No intentamos hacer amigos y ahora es lógico que no nos consideren parte de nada, aunque nos admiren en silencio», confesaba, con motivos diferentes a los que alegaba David Summers sobre su exclusión: «Era una especie de movimiento gay», afirmaba en una controvertida entrevista, «no íbamos disfrazados como los de la Movida, necesitaban meternos en un cajón y fue el de los pijos».
Hombres G cayó en la sección «burguesa». La que se vestía con vaqueros y camiseta, sin medias rotas ni fulares. Se les acusaba de proceder de buena familia, como Antonio Vega o la fotógrafa Ouka Lele, llamada oficialmente Bárbara Allende Gil de Biedma. Una acusación de la que se libraron otros en esa misma situación, como la propia Olvido Gara, Alaska, o su compañero Carlos Berlanga. A José María Sanz, por ejemplo, le molesta el uso genérico del concepto Movida: «Es una palabra desgastada y sobredimensionada», admitía el cantante en una entrevista, quejándose de lo que había fuera de eso.
«En cuanto salías del entorno de Rock-Ola y de cuatro o cinco bares más te encontrabas una España polvorienta, de Esteso y Ozores, de gente con unas pintas que estaban más cerca de El Torete o El Vaquilla, que de Almodóvar», defendía: «Esa era la España real, a la que le importaba más el final de Verano azul que La clave. Íbamos a tocar a sitios donde a la gente la tiraban al río. Por eso digo que cuando se hace ese recorrido por los 80 tan idealizado, uno dice: ¡pero si a las chicas en el metro las llamaban putas!».
Loquillo no zanja esa diatriba en torno a la Movida. Considerándose «un tipo con suerte», la describe como un movimiento en dos partes desde su inicio hasta su final, en torno a 1986: «Viví los años 20. Luis Alberto de Cuenca siempre dice ‘los felices 20, los felices 80’. Éramos hedonistas. Odiábamos el compromiso político. No tuvimos la espada de Damocles del franquismo. No teníamos ninguna asignatura pendiente. Fuimos la única generación que vivió el sexo sin problemas. El sida vino luego, tuvimos mucha suerte con eso. Las drogas estaban allí… Lo que vino luego, a partir del 84, ya fue otra historia. Fue folclore, fue negocio, la España del PSOE… Pero ese momento primerizo tenía los ingredientes perfectos para que fuera algo único e, insisto, minoritario». El debate, por tanto, sigue en pie.