Wolfram Eilenberger, el filósofo que plantea volver a mirar el mundo con los ojos de los niños
El alemán publica ‘¿Sufren las piedras?’ (Taurus), un ensayo en el que plantea volver a las preguntas que han dejado de hacerse los adultos
Existe un mantra en mi generación que se repite casi mecánicamente cuando se viraliza en las redes sociales el último vídeo de moda sobre las travesuras de un bebé que apenas puede hablar y que da sus primeros torpes pasos para huir de su madre mientras le roba el teléfono y se graba la cara: «Aún soy demasiado joven para ser padre; aún soy demasiado joven para ser padre».
La letanía surge también cuando los vemos pasear por la calle de la mano de sus padres, jugar tranquilos en los parques o sentados en el halda de las madres, adormecidos y vencidos por el sueño. Su pronunciación busca alejar este futuro de nosotros como si fuera un conjuro contra las tentaciones que nacen; enfría este deseo que siempre olvida el olor de los pañales sin cambiar, los eventos a los que se dejará de acudir y las noches sin dormir por el bombardeo lacrimal del recién nacido que no ha aprendido ni se ha adaptado aún a los horarios del sueño que rigen en el mundo de los adultos.
Omite, también, lo que Alberto Olmos define como la principal condición de los padres ante esta nueva vida: el miedo, el terror a una enfermedad no deseada, a un problema durante el embarazo o el parto, a no saber enfrentar las necesidades de esa nueva vida. Miedo a la muerte.
Hace tiempo que una parte de nosotros da por sentada la realidad. Las preguntas que antes llenaban nuestros días (¿quiénes somos?, ¿qué clase de persona quiero ser?, ¿dónde está el origen de todo?) han pasado a una vida mejor y tratamos de pasar página esquivando las dudas y colocando certezas poco sostenibles en su lugar. Aún somos demasiado jóvenes para ser padres porque no contamos con los bienes materiales para sustentar esa nueva vida y porque, en el fondo, no sentimos que podamos responder a sus dudas acerca del mundo.
Contra eso existe un remedio: volver a aprender a mirar. En ¿Sufren las piedras? (Taurus), el último libro del filósofo alemán Wolfram Eilenberger, se explora, a través del diálogo entre el propio autor y su hija, las cuestiones de la vida que los adultos dejan de preguntarse en algún punto de su madurez y que se mantiene candente en los niños. En él desmenuza algunas de las grandes cuestiones de la vida en poco más de 150 páginas: ¿tienen sentimientos los animales?, ¿mamá y papá estarán juntos para siempre?, ¿y si nunca os hubierais conocido?, ¿es justo un mundo sin normas ni reglas?, ¿qué nos hace humanos a diferencia de las piedras?, ¿a dónde va el abuelo cuando muere?
No todas tienen respuesta. Dos mil quinientos años de filosofar no van a tener punto y final en pleno siglo XXI por mucho que nos hayamos empeñado en no dudar sobre nada. Este mundo de certezas trata de no dejar espacios para la extrañeza y busca extirparla, pero las preguntas siempre vuelven. Cuando paseamos sin música siempre están allí. Cuando se apagan las luces del cuarto y estamos solos a oscuras, esas preguntas se acuestan a nuestro lado. Cuando perdemos a un ser querido, y pensamos que puede que nos mire desde el más allá, vuelven a brotar las dudas sobre nuestra trascendencia. Es en esos momentos cuando el lector se reconoce con un escritor que en el fondo trata de contestar a su hija para darse una respuesta a sí mismo.
Filosofía contra la apatía del adulto
El niño descubre el mundo cuestionándoselo. Sin certezas, solo le cabe explorarlo y desmenuzarlo en un diálogo constante con sus padres, a quienes acude en busca de las explicaciones para todo lo que le ocurre y le deja de ocurrir. Traer una vida al mundo es, pues, abrir un nuevo capítulo en el gran libro de las preguntas del ser humano.
Locke, Sócrates, Kant o Nietzsche pasean por las páginas de ¿Sufren las piedras? para poner luz sobre algunas de estas preguntas. Eilenberger, autor de Tiempo de magos y El fuego de la libertad no deja de lado su faceta de divulgador filosófico y aplica este don a la cotidianidad de la paternidad. No es un libro complejo, mucho menos enrevesado. Alguien compartía en redes que incluso puede ser una buena lectura para compartir entre padres e hijos, y razón en parte no le falta. Los capítulos son cortos y las historias amenas. Uno reconoce a un padre que ante cada pregunta vivió unos instantes de miedo antes de contestar por si la respuesta no fuera a serla apropiada. Uno se ve teniendo que capear las mismas dudas dentro de unos años.
Eilenberger también recoge en este pequeño manual de filosofía cotidiana su remedio contra el escepticismo adulto. En el diálogo constante que surge entre ambos, el alemán se esfuerza para colocarse en el lugar de la pequeña y mirar el mundo con sus ojos, alejado de las intoxicaciones y de las grandes decepciones de la vida adulta, en busca de las respuestas que él mismo ha dejado de buscar.
Su propuesta: la conversación en tiempos de unos monólogos en los que nos entregamos a la satisfacción de la respuesta simple. Su remedio contra el escepticismo: la curiosidad. El resultado es un cuaderno de una enorme belleza en el que uno, tras sumergirse en él, se cuestiona su relación con el mundo y si estará preparado para el reto de ser padre algún día, si podrá ir de la mano con esa nueva vida y enseñarle lo bello de un mundo que podrán compartir durante algún tiempo juntos, con sus proyectos, sus juegos, sus alegrías y sus miserias.
El adulto mira la realidad y hace tiempo que se ha convertido en lo mismo cada día de la semana (a veces con más o menos nubes). El niño, sin embargo, aún no ha enfermado por lo cotidiano. Conversar con él, entender su visión, curarse del cinismo y la apatía. Esa es la receta de Eilenberger. Uno sale con más preguntas que respuestas de sus páginas, y ese es un trabajo bien hecho.