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Una historia de amor lésbico en las cárceles tardofranquistas

Se reedita ‘Carne apaleada’, de Inés Palou, un testimonio excepcional sobre las prisiones de aquel momento

Una historia de amor lésbico en las cárceles tardofranquistas

Cárcel de Yeserías. | Wikimedia Commons

La gloria literaria se persigue de múltiples maneras. Inés Palou la acechó con un suicido y la sedujo con una fatal carta. Corría el mes de septiembre de 1975 cuando, antes de arrojarse a las vías del tren en el pueblo de Gelida (Barcelona), le mandó una carta a su editor, José Manuel Lara, fundador de la editorial Planeta, expresándole su convencimiento de esta manera: «Le ofrezco en bandeja de plata el éxito para el próximo Planeta», escribió en su nota de despedida. Inés Palou le había entregado semanas antes el manuscrito de su segunda novela, Operación Dulce, para concursar en el Premio de la editorial, que se concede cada 15 de octubre desde 1952, en honor a la esposa de Lara, Maria Teresa Bosch. Palou sabía que su novela estaba entre las finalistas, ya que el propio José Manuel Lara lo había comunicado a la prensa y el diario Abc lo había hecho público.

Sin embargo, las cosas no son siempre como uno imagina, desea o presiente. Y, así, Operación Dulce no ganó el Premio Planeta, sino que quedó en tercera posición. Lo cual no quita para que la editorial, sabedora del efecto marquetiniano del morbo del suicidio de la autora, la publicase en noviembre de ese año, con una primera tirada de 10.000 ejemplares. La ganadora del Premio Planeta de ese año fue Mercedes Salisachs con La gangrena y quedó finalista Víctor Alba con su novela El pájaro africano. Por el tercer puesto, Inés Palou recibió 500.000 pesetas de la época.

Operaciones ilegales, pero reales

Inés Palou (Agramunt, Lérida, 1923 – Gelida, Barcelona, 1975) fue hija de una buena familia, y así nació en una familia de clase media que pudo costearle los estudios y darle un hogar estructurado, amoroso, armonioso y normal para las costumbres decentes de la época. Estudió Comercio y Peritaje Mercantil. Tuvo varios trabajos relacionados con sus estudios hasta que se vio envuelta en un lío contable para la empresa de harinas donde trabajaba. Era la época del estraperlo y digamos que algunas cosas no se realizaban por los cauces estrictamente legales. Por simplificar, a Palou se la acusa de camuflar partidas de ventas, que no quedan reflejadas en los adeudos de los clientes, pero sí constan en albaranes, en los que quedan registrados abonos con destino a varios clientes, así como salidas de harina, salvados y terceras que tampoco se hallan contabilizados. Con ello, cabe la interpretación (y, por ello, se le acusa a Inés Palou) de que han sido vendidos sin contabilizarse, cuando Palou lo que hacía era adelantar a los agricultores los abonos, harinas y salvados que necesitasen previamente al crédito que anualmente les concedía el Servicio Nacional de Trigo. Al llegar este dinero del préstamo a manos de los agricultores, lo que hacía Palou era registrar y contabilizar la diferencia entre lo que estos ya habían retirado y el importe del préstamo. Se trataba, pues, de una simplificación contable, según confesión de Palou. De cualquier forma, al no poder contrarrestar (legalmente, con un informe) los argumentos de los peritos contables de la parte contraria, y a pesar de alegar todo esto de viva voz en el juzgado, fue acusada de apropiación indebida y falsificación de documentos mercantiles. Por el primer delito la condenaron a nueve años de presidio y a uno de prisión menor por el delito de falsificación. La propia autora reconoce que eran operaciones ilegales, pero reales. En fin, los usos y costumbres de aquella época, viene a decirnos Palou.

Cuestión de imaginación (y desesperanza)

«La imaginación es el pasaporte para superar la frontera de la desesperanza», escribe Berta, el alter ego de Inés Palou en sus memorias carcelarias Carne apaleada, que acaba de reeditar y poner de nuevo en circulación Colectivo Bruxista. La acción del libro (las vivencias en diversas cárceles españolas de la propia autora), como bien señala Oliver Mancebo en el prólogo, traza un interesante arco simbólico, ya que abre con la resaca del verano del amor y los estragos de la familia Manson (en el verano de 1969, cuando asesinaron a la actriz Sharon Tate, esposa -embarazada- de Roman Polanski y que las presas ven en la portada del Hola) y cierra con el fallecimiento por causa de un accidente de tráfico del icono pop valenciano Nino Bravo, el 16 de abril de 1973 (que la protagonista del libro ve también en un diario, en la comisaria donde la tienen, de nuevo, detenida). Esto puede verse desde el prisma de una contracultura moribunda que va desapareciendo y que, con ella, se lleva también la «defunción definitiva del sueño libertario», en opinión de Mancebo.

De cualquier forma, lo más interesante aquí es que se trata de un libro testimonial, pionero en su género. El libro no es una obra maestra, ni narrativamente es excelso. Pero es que, como hemos dicho, el valor aquí se halla en su condición de literatura verité. La autora no escamotea verdades y nos presenta un panorama desprejuiciado de sí misma y del resto de protagonistas. El libro avanza de manera más o menos lineal, pero a fuerza de estampas costumbristas, en las que se nos presentan los diferentes perfiles que pueblan las cárceles de aquel momento. Entremedias, incluye Palou instancias más reflexivas en las que cavila sobre la problemática de la reinserción, los problemas derivados de la mala alimentación y la insalubridad de las cárceles, la homosexualidad o las razones para el crimen (según la autora son siempre dos: o el ambiente familiar en la que se crían los niños o la personalidad desviada del sujeto). Al tiempo, se forma Palou con diferentes lecturas, variopintas, pues entremezcla a Freud con Henry Miller, Hermann Hesse, Walt Whitman o Pavlov, en tanto que realiza sus primeros pinitos literarios escribiendo artículos para la revista carcelaria Redención.

La autora, al fin, no consigue desprenderse del todo de sus prejuicios burgueses y nos ofrece un fresco algo ingenuo de la personalidad y circunstancias de sus compañeras de presidio, a ratos almibarada y, en ocasiones, algo infantilista, ya que todas las presas nos son presentadas como prístinos seres de luz castigados por la adversidad de unas circunstancias malvadas; esa benevolencia casi ecuménica lastra un tanto, de hecho, la poeticidad del texto, que en contra de ofrecernos un lirismo trágico al estilo del Diario del ladrón, de Jean Genet, por ejemplo, se embarra por momentos en los meandros de lo cursi y de la romantización del mal y el crimen. De hecho, reconoce la propia autora que otras presas la acusaban de romántica. Afirma, sin embargo, que a ella no le importaba, que lo único válido para ella es que «vivía. Amaba la vida y la sentía en cada latido, en cada pulsación mía sobre el teclado. Aquella música que brotaba era mi versión. Mejor, peor, perfecta o deficiente… pero mi versión. Mi mensaje sonorizado», afirma. 

Inés Palou

Encanallamiento y bondad

Reza el célebre comienzo del poema número 12 de La tierra baldía de T.S. Eliot que «abril es el mes más cruel». Y así lo es también en esta historia. En abril de 1975 se publica la primera edición de Carne apaleada. La autora, tras su salida de prisión, había llamado a las puertas de numerosas editoriales, pero solo José Manuel Lara, de la editorial Planeta, le había hecho caso. De hecho, le ofreció un adelanto a ciegas, sin ni siquiera haber visto el manuscrito, convencido con el pitch de Palou, por aquel entonces autora inédita. Pero para cuando se publicó el libro, que la autora escribió a toda pastilla (en 25 días), ese dinero ya no existía, y la autora estaba desesperada. Este es el comienzo del fin.

Carne apaleada, en su mixtura de magnanimidad, benevolencia y degradación, en su extraña fluctuación entre el juicio sensato y la abyecta depravación encuentra su leit motiv. Pues el libro de memorias, a pesar de contar en su fondo con una voluntad exculpatoria por parte de Inés Palou, tiene el suficiente grado de matices morales y cívicos como para resultar de interés. Dicho en román paladino: la autora se contradice, desdice y, en ocasiones, arguye máximas extraídas de disquisiciones mentales harto discutibles. Pero ése es su gran valor, el de ser un libro vivo, orgánico, palpitante, escrito con la ferviente urgencia de la necesidad de contar, de sacar afuera lo auténtico de unas cuantas vidas humanas desgraciadas, trágicas, fatales y desperdiciadas. Su proceso personal de degradación, corrupción y envilecimiento es sumamente cautivador (a la par que penoso y siniestro). Y es en ese centro donde se halla su descubrimiento amoroso y que la autora descubre en prisión, ya que allí se produce «el aireamiento del desván de mi cerebro» y Palou se ha de enfrentar a su verdadera manera de ser, a su verdadera personalidad, la de ser capaz de amar a alguien «de manera absoluta». Ella lo llama su «revelación». Escribe: «algo tan fuerte dentro de mí que negarlo hubiera sido negarme todo deseo de vida». 

Inés Palou, de quien no sabemos si antes de su entrada en prisión tuvo alguna otra relación sexual o sentimental homoerótica, se da cuenta de que «amor no es dar, sino darse» y halla su razón para seguir viviendo en Senta, una guapa rubia de veinticinco años, madre soltera de una niña y que está en la cárcel por haber asesinado a su amante, una mujer de 45 años a la que estrangula en el baño. Por ello la condenan a veinte años. Inés Palou, a su salida de la cárcel, nos cuenta cómo trata de seguir manteniendo esta relación, a pesar de que Senta le exprese claramente que ya no la quiere, pues es que resulta que, además, se halla ligada fatalmente a Marta, la dueña del prostíbulo de un pueblecito de Valencia donde trabaja; una relación abusiva, tortuosa, de la que, a pesar de su deseo de salir de ella, nunca lo consigue. Le falta voluntad, convicción; «tenía hipotecada su capacidad decisoria», escribe Palou, lo que la convierte en una mera marioneta en los brazos de su fatal destino: el de su incapacidad de sentirse saciada por nada ni nadie. En su caída a los infiernos, Senta arrastra a Inés Palou. Y esta lo sabe, es consciente de que ya se ha perdido, de que camina hacia al fin.

Carne apaleada se adaptó al cine. Dirigió la cinta Javier Aguirre Fernández, y los papeles protagonistas corrieron a cargo de Esperanza Roy (que interpretaría a Berta / Inés) y Bárbara Rey (en el papel de Senta). Se estrenó el 27 de enero de 1978 y obtuvo la calificación «S». Fue así considerada antifranquista, antidictadura y prodemocrática. Pedro Crespo, en su crítica del Abc del 07 de febrero de 1978, dijo que la película era «una aberración sexual y sentimental», añadiendo que se trataba de una cinta «confusa, torpe, desmañada, cruda, ingenua y optimista». Es cierto que la adaptación del libro de Inés Palou peca de introducir en el film una ristra de efectismos fáciles y está llena de oportunismo históricos (como, por ejemplo, una imposible alusión a la muerte de Franco y a los fusilamientos de presos de Eta y Frap en septiembre de 1975). Además, existe una tórrida, realista y apasionada escena de cama entre las dos protagonistas (que no aparece en la novela) y se ven muchos pechos de las presas durante el film, subiéndose así al carro del llamado cine de destape de la época. De cualquier forma, y a pesar de las numerosas críticas negativas aparecidas en la prensa en el momento (y de las que la de Pedro Crespo de ABC es solo un ejemplo), Esperanza Roy recibió por su papel de Berta la Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos. La actriz, años más tarde, y hablando sobre Inés Palou, habría de confesarle a Juan Julio de Abajo Pablos, declaración que quedaría incluida en su libro Mis charlas con Javier Aguirre y Esperanza Roy (Fancy Ediciones, 1999), que la escritora catalana «era una mujer que no entendía de política, entendía de sentimientos». Y de esos, Carne apaleada está llena.

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