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Historias de la historia

Allende, muerte de un héroe clásico

Hace 50 años Salvador Allende se suicidó como hacían los generales romanos cuando consumaban la victoria enemiga

Allende, muerte de un héroe clásico

La última imagen de Salvador Allende vivo.

Esta semana un anciano general chileno se suicidó con su pistola de reglamento. El brigadier Chacón Soto acababa de ser condenado -junto a otros seis militares- a 25 años de prisión por el asesinato del cantautor Víctor Jara. Eso sucedió en 1973, durante el golpe de estado militar contra el gobierno constitucional de Salvador Allende. Medio siglo después, la tragedia que conmocionó a Chile no se resigna a ser Historia, y da coletazos de actualidad política como esta condena y suicidio de un viejo militar.

Salvador Allende ha alcanzado sin embargo, 50 años después de su derrocamiento y muerte, un puesto en la Historia. Representa una de esas vías que podían haber traído cierto remedio a los males de la humanidad, algo parecido a lo que supuso para Europa la social-democracia inventada por los suecos, pero que en Chile fue cercenada traumáticamente. 

Hay que situarse en la Hispanoamérica de hace medio siglo para entender lo que supuso la victoria electoral de Allende en 1970 y su vía pacífica hacia el socialismo. Solamente había pasado tres años desde que el Che Guevara muriera al frente de su guerrilla en Bolivia. El Che era la prueba viviente de la exportación de la Revolución Cubana que citaban los servicios de información norteamericanos para justificar sus acciones en Latinoamérica. El castrismo se había convertido casi en una religión para los desfavorecidos del continente americano, que era la inmensa mayoría, y Cuba se había transformado en una base militar soviética a 90 millas de la costa de Estados Unidos.

«Washington temía que la República Dominicana siguiese el camino de Cuba, y organizó un golpe de estado ‘preventivo’»

Norteamérica y Rusia se enfrentaban en una Guerra Fría planetaria, y además Washington libraba en Vietnam una guerra muy caliente contra el comunismo, una guerra que no podía ganar. En ese contexto, cualquier acercamiento al comunismo al sur del Río Grande provocaba reacciones violentas en Washington. Esta paranoia se sumaba a una política secular de apoyo incondicional a los intereses económicos norteamericanos, que ya había provocado muchas injerencias de EEUU en otras repúblicas americanas.

Por citar sólo casos de la posguerra, en 1954, el intento del presidente constitucional de Guatemala, Jacobo Arbenz, de introducir una legislación laboral, perjudicial para los intereses de la multinacional norteamericana United Fruit, provocó la invasión de la pequeña república centroamericana por un ejército de mercenarios organizado por la CIA, con apoyo de la Marina y la Fuerza Aérea de EEUU.

En 1965 le llegó el turno a la República Dominicana, donde el gobierno de Juan Bosch, elegido democráticamente, “mantenía relaciones con comunistas”. Washington temía que la República Dominicana siguiese el camino de Cuba, y organizó un golpe de estado “preventivo”. Cuando éste fracasó, intervino directamente, invadiendo la isla con una fuerza expedicionaria de marines.

La vía chilena al socialismo

Tras el fracaso de la aventura del Che Guevara, que quiso tomar el poder en Bolivia por la vía guerrillera, las fuerzas progresistas de todo el mundo fijaron la atención en lo que estaba sucediendo en un país periférico y menos convulso que el resto de Hispanoamérica, Chile. A primeros de septiembre de 1970 se celebraron elecciones presidenciales, en las que resultó vencedor el candidato de la coalición de izquierdas Unidad Popular, Salvador Allende. Su programa, respaldado por socialistas, comunistas y la extrema izquierda, consistía en la “transición del capitalismo al socialismo” por medios legales, sin revolución, pero con un plan que incluía la nacionalización de la minería del cobre, en manos de empresas norteamericanas.

Las elecciones se desarrollaron sin violencia y Allende no era un personaje que personalmente despertara inquietud, aunque fuese socialista. Tenía 62 años, era médico, y había practicado su profesión además de dedicarse a la política. Fue uno de los fundadores del Partido Socialista de Chile en 1933, y se había presentado ya otras tres veces a la elección presidencial, encajando civilizadamente sus tres derrotas previas. Pese a ser marxista y masón, tras su investidura acudiría a la catedral de Santiago donde tradicionalmente se celebraba un tedeum como inicio del mandato. Era un gesto hacia los democristianos, que eran la tercera fuerza política de Chile, tras la izquierda y la derecha, y dieron sus votos en el Congreso para la investidura de Allende. 

Sin embargo el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, estaba paranoico con el triunfo de la Unidad Popular (que incluía al Partido Comunista), y ordenó impedir la investidura de Allende. Los planes de Nixon incluían maniobras parlamentarias, que no funcionaron, e incluso un golpe militar, que se frustró, aunque los golpistas asesinaron al jefe del ejército, el general Schneider, que se mostraba absolutamente dispuesto a defender el orden constitucional.

Mientras el general Schneider agonizaba, el Congreso proclamó vencedor de las elecciones y nuevo presidente a Allende, con 153 votos a favor, 35 en contra y 7 abstenciones. Fue una gran victoria política, pero estaba claro desde el principio que Estados Unidos iba a sabotear la presidencia de Salvador Allende.

«Los golpistas le ofrecieron a Allende salir del país, pero su respuesta llegaría en su último mensaje, retransmitido por Radio Magallanes a las 10’15: ‘Colocado en el tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo…’»

No podemos hacer aquí la crónica de lo que fueron aquellos tres años de presidencia  chilena, con una movilización airada y constante de la derecha, que inventó el sistema de protesta de las caceroladas, con el sabotaje económico manejado por Estados Unidos, las huelgas políticas desestabilizadoras, como la de los camioneros que paralizó el país en octubre del 72, y el ruido de sables en los cuarteles, cada vez más estruendoso. El dinero de la CIA, detrás de todos estos movimientos, también financiaba medios de prensa que ejercían una crítica feroz contra la presidencia de Allende.

Para el verano de 1973 el control de las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas se le había escapado absolutamente a Allende. Los pocos militares todavía leales a la Constitución eran apartados, purgados o asesinados. El día 10 de septiembre zarpó la Armada para intervenir en unas maniobras internacionales, pero en vez de ello lo que hizo fue desembarcar a la Infantería de Marina en Valparaiso, la segunda ciudad del país, y tomar el control de las calles. Era el golpe militar en marcha.

A las 7 de la mañana del 11 de septiembre Salvador Allende fue a encerrarse en el Palacio de la Moneda, sede de la jefatura del estado de Chile. Como muestran sus últimas fotografías, iba vestido de paisano pero con un casco de acero norteamericano en la cabeza y un fusil de asalto soviético Kalashnikov colgado al hombro. Venía claramente dispuesto a morir. Con él un puñado de leales suicidas, el llamado GAP (Grupo de Amigos Personales), una escolta extraoficial formada por militantes socialistas. Llevaban con ellos dos ametralladoras y tres lanzagranadas, unos medios ridículos para defender el palacio presidencial. Los Carabineros (equivalente a nuestra Guardia Civil) que constituían la guardia oficial del palacio, recibieron licencia de Allende para retirarse, y lo hicieron.

A las 9’55 los tanques tomaron posiciones alrededor de la Moneda y comenzó el tiroteo. Los golpistas le ofrecieron a Allende salir del país, pero su respuesta llegaría en su último mensaje, retransmitido por Radio Magallanes a las 10’15: “Colocado en el tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo…”, comenzaba el comunicado que era una declaración de suicidio. Los tanques golpistas comenzaron a cañonear el palacio a las 10’30, y a las 11’52 se le unió la aviación con un devastador bombardeo.

Pese a ello la resistencia se mantuvo hasta las 14’20, cuando fue necesario el asalto de la infantería en vista de que la Moneda no se rendía. Fue a esa hora, cuando ya la resistencia era inútil, cuando Allende apoyó el cañón de su Kalashnikov en la barbilla y se disparó. Su médico, el Dr Guijón, fue testigo. Cuando el general Palacios, jefe de los asaltantes, se los encontró a ambos, envió inmediatamente un mensaje por radio: “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”.

Ese fue el epitafio de Salvador Allende.

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