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'Calvin y Hobbes', un tebeo para todas las edades

‘El gran Calvin y Hobbes ilustrado’, publicado por Astiberri, es el álbum idóneo para conocer este cómic imprescindible

‘Calvin y Hobbes’, un tebeo para todas las edades

Detalle de la portada de 'Calvin y Hobbes para principiantes' | Astiberri

Se puede decir, sin riesgo a equivocarse mucho, que el cómic nació con los niños. Y no como lectores, sino como personajes. Muchas de las tiras de prensa más populares de principios del siglo XX estaban protagonizadas por niños y niñas que conmovían a millones de lectores, adultos e infantiles, con sus travesuras, aventuras o dramas. Según el autor y el momento histórico-social, estas tiras ponían más o menos énfasis en la comedia doméstica, el melodrama sensiblero, la aventura exótica o fantástica, la fábula moralista e incluso el simbolismo conceptual.

Fue Charles Schulz quien, a partir de 1950, modernizó y sofisticó el género con su serie Peanuts (sí, la de Charlie Brown y Snoopy), presentando a unos niños que hacían reflexiones sesudas y tenían preocupaciones propias de adultos. La imperecedera Mafalda de Quino (1964) fue hija de ese nuevo enfoque, que durante bastante tiempo pareció el final del camino, el no va más para los coómics de prensa protagonizados por infantes. Hasta que, en 1985, llegó por la puerta grande Bill Watterson y su maravilloso Calvin y Hobbes, que ahora volvemos a tener disponible en España gracias a la reedición que está llevando a cabo la editorial Astiberri.

‘El gran Calvin y Hobbes ilustrado’. | Astiberri

Calvin es un niño de seis años que vive con sus padres en las apacibles afueras de una ciudad mediana. Curioso, precoz, hiperactivo en su ocio y perezoso en la escuela, su inteligencia y perspicacia se manifiestan en las conversaciones con sus padres y sus elaborados planes para su mejora personal, la obtención de beneficio económico o la simple travesura. Como todos los niños, a ratos puede ser adorable o tremendamente insoportable.

Su compañero de aventuras y contrincante dialéctico es un tigre de trapo llamado Hobbes. Todo el mundo ve que el tigre es un peluche excepto Calvin, que interactúa con él como si fuera una versión algo más adulta, realista, sensata y precavida de sí mismo. Nunca llega a aclararse si Hobbes es realmente producto de la imaginación de Calvin o, por el contrario, sí tiene vida propia cuando nadie más está presente. Una ambigüedad deliberada y la razón por la que Watterson nunca dio permiso para hacer ninguna película o adaptación televisiva, ya que habría tenido que tomar una decisión definitiva sobre el particular.

Estos dos grandes amigos (no parecen necesitar a nadie más para pasarlo bien) disfrutan gastándose bromas, peleando o reinventando a su gusto las reglas de los juegos infantiles para ajustarlos a lo que les conviene en cada momento. Sin conocer obstáculo ni límite alguno, bendecido con una inagotable imaginación y un vocabulario sofisticado, así como de un vasto conocimiento de la prehistoria y la tecnología de la ciencia ficción, Calvin puede transformar un carrito, un trineo o una caja de cartón en todo tipo de aeronaves que le permiten a él y a Hobbes volar sobre profundos abismos, descender por empinadas laderas nevadas o viajar por el espacio y el tiempo. Sus inclinaciones y talento artístico afloran cuando nieva y forma escenas con muñecos de nieve que presentan una visión pesadillesca del mundo.

Aunque como él mismo dice, «la infancia es corta y la madurez es para siempre», el pequeño Calvin ya demuestra preocupaciones propias de adulto, como la contaminación o los animales en peligro de extinción (especialmente, claro, los tigres), las convenciones sociales y culturales o incluso cuestiones de altura metafísica, como el sentido de la vida, la esencia de la felicidad, el misterio de la muerte, las consecuencias del paso del tiempo o el significado de la amistad. Sí, puede que los temas que le preocupan y sobre los que reflexiona con brillantez sean propios de un adulto, pero es precisamente la manera inocente que tiene de interpretarlos y su rebeldía a las normas impuestas por sus mayores, a menudo absurdas y contradictorias, lo que nos recuerda que, después de todo, Calvin es un niño.

Cuando Calvin se encuentra en clase (a la que odia con intensidad y donde solo recibe malas notas y castigos de la rancia pero sufrida Señorita Carcoma por interrumpir las clases con sus ocurrencias o hacer comentarios sarcásticos) o cenando en casa (donde la comida rara vez satisface sus exigentes estándares), se refugia en su imaginación adoptando la identidad del Capitán Spiff, intrépido explorador del espacio; el superhéroe Estupendo Man, Campeón de la Libertad y Defensor del Libre Albedrío; o quizá de algún dinosaurio jurásico.

‘El gran Calvin y Hobbes ilustrado’. | Astiberri

Arropando a Calvin y su inseparable Hobbes hay un catálogo de secundarios igualmente memorables: la mencionada señorita Carcoma, cuyo único consuelo es la perspectiva de su cercana jubilación; los padres de Calvin, representantes de la clase media más convencional que, aunque quieren a su hijo, no siempre tienen éxito a la hora de reprimir su enfado ante sus continuas travesuras; Susie Derkins, una vecina y compañera de clase de Calvin, sensata, educada y buena estudiante que se convierte en diana de las bromas machistas de éste; Rosalyn, la estricta y comprensiblemente bien pagada canguro de Calvin; el señor Gargajo, director del colegio; y Moe, el matón de la escuela.

A pesar de ser la única serie de cómics que durante menos de una década realizó ese niño grande que fue Bill Watterson, Calvin y Hobbes sigue tan vigente y disfrutable como desde el momento en que nació hace cerca de cuarenta años. Se la ha alabado por su sobresaliente dibujo, sus carismáticos protagonistas, los múltiples niveles de lectura, la atmósfera nostálgica de la niñez, las lecciones de vida expresadas con ingenio, su calidez, poesía y humanidad, y su humor inteligente y, al mismo tiempo, apto para todos los públicos. Sin duda, es uno de los mejores comics de prensa de todos los tiempos, capaz de transportar a los adultos a ese glorioso mundo de transgresión subversiva, imaginación sin límites y potencial por explotar que fue –o debiera haber sido- nuestra infancia; y hacerlo, además, de una manera amable, sentida, a veces sentimental, pero nunca sensiblera.

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