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Cultura

Emilia Azcárate y la espiritualidad de la abstracción

THE OBJECTIVE conversa con la pintora venezolana, representante consolidada del arte abstracto latinoamericano

Emilia Azcárate y la espiritualidad de la abstracción

Serie Bosta. | Valentina Gamero

La obra de Emilia Azcárate nos acerca a la abstracción en el arte contemporáneo. Su investigación estética y conceptual recae cíclicamente en el campo de la espiritualidad. Sus últimas exposiciones, dedicadas al estudio de la genealogía del color y su implicancia en procesos históricos, nos invitan a revisionar nuestro pasado, desde el presente.

THE OBJECTIVE conversa con Emilia Azcárate en su taller de Madrid. La artista consolidada como una representante del arte abstracto latinoamericano, nos narra cómo su obra ha experimentado diversos ciclos evolutivos en el tiempo. «En un principio, admiraba mucho a los impresionistas, luego a los románticos, en mi etapa de estudiante seguía la obra de los expresionistas alemanes como Max Beckmann o Helmut Middendorf, por su carga tan visual y expresionista».

Emilia Azcárate pintando. | Xavier Célix

Pregunta.- Nació y pasó su infancia en Venezuela, pero se formó académicamente en Inglaterra. ¿Cómo cree que impactó esto en su pintura?

Respuesta.- Nací en el oriente venezolano, en el estado Anzoátegui, frente a la isla Margarita. El colegio lo terminé en Inglaterra y luego estudié en Saint Martin’s School of Art. Me atraía mucho el tema de la vivienda y el hogar, la composición de los espacios interiores, pensé que estudiaría algo relacionado al diseño, pero a las dos semanas de empezar, supe que lo mío era la pintura. Tuve la suerte de tener profesores muy particulares, bastante intelectuales para ser artistas. La tendencia de la época era informalista, muy de los años ochenta. Con el tiempo, fui depurando mi obra y me fui volviendo cada vez más abstracta. Y si bien mi trabajo también se ha vuelto escultórico con el tiempo, la pintura sigue siendo la materia con la que más conecto.

P.- Gran parte del cuerpo de su obra se compone por construcciones visuales repetitivas, por iconografías que remiten a lo religioso, a lo espiritual o tribal…

R.- Para mí lo espiritual tiene que ver con lo profundamente humano y creo que gran parte de mi obra está conectada con procesos vitales, en concreto con ciclos de vida o de muerte. El círculo, por ejemplo, es una forma que se encuentra en todas las culturas y su conocimiento antecede a la escritura. Hay tradiciones y prácticas espirituales a las que me he acercado a lo largo de mi vida. En una etapa aprendí mucho de los hare krishna. Ahora estoy inmersa en el estudio del budismo nichiriano que se remite al siglo XIII, y en el Nichiren Daishonin, del cual han surgido muchas obras. La serie Gohonzon, creo que está estrechamente relacionada a estos procesos intangibles de nuestro despertar espiritual.

P.- Y habiendo crecido en Venezuela, ¿dónde ubica la influencia del arte cinético?

R.- Nunca me interesó el cinetismo de forma consciente, pero en mis obras muchas veces a través de la repetición se genera un movimiento óptico, pero es un proceso más personal que físico. Recuerdo que cuando empecé a hacer obras con bosta de vaca, recurría a repeticiones de múltiples, sobre todo del número 8 y mi padre me decía: ‘¿Tú no te das cuenta que esto es cinético?’ Y es que claro, siempre lo tuve alrededor, pero nunca fue adrede en mi obra. Siento que son patrones que empezaron a surgir y los voy explorando desde distintos materiales. A lo largo de mi vida me he ido reencontrando con el número 8 y sus simbolismos en distintas culturas como la india, la china o la japonesa. En el caso del trabajo con bosta de vaca, a pesar de que el excremento se vincule con lo escatológico, también tiene una connotación simbólica, el ordeño de la vaca lo relaciono al espíritu maternal. Esas series las empecé a trabajar luego del nacimiento de mi hijo Goura.

«Me interesa ver cómo las marcas cambian sus diseños dependiendo de la zona geográfica»

P.- Su serie de Chapas también se puede interpretar como un mandala…

R.– Sí y también la serie Gohonzon, el cual es además el objeto central de devoción de la práctica budista nichireana y representa el gran mandala. La estructura composicional también la utilizo para Chapas, las cuales he recogido de distintos viajes y momentos, en Berlín, Brasil, Caracas o La Habana. La serie la empecé a hacer en Trinidad y Tobago en 2001. Hasta ahora sigo recogiéndolas en muchos de mis viajes. Es también como un trabajo de arqueología de la basura o una aproximación más sociológica sobre el objeto. Me interesa ver cómo las marcas cambian sus diseños dependiendo del país o zona geográfica. La misma marca cambia las chapas, dependiendo del lugar donde se vende la botella. El caso de Venezuela es muy representativo. Hace veinte años en las chapas había figuras de pokémones, que marcaban el precio, ahora hay mujeres en bikini. En el proceso de recogida y el acto de agacharse, también encuentro un gesto o símbolo de humildad que me recuerda a los peregrinos de la India.

P.- Sus trabajos más recientes hurgan en el pasado colonial y prehispánico. Hay un interés muy vigente por revisar el pasado, dándole voz a nuevas narrativas de la historia…

R.– Creo que se conoce poco de la cultura precolombina venezolana, a diferencia de la peruana o mexicana. En Venezuela encontramos por ejemplo cestería increíble, o piezas que datan del año 1000 A.C. Yo siempre sentí mucha admiración por estos objetos. Desde pequeña iba a muchas exposiciones en la Sala Mendoza, una de las primeras galerías de arte que existió en Caracas. Mi abuelo Justino De Azcárate (quien también fuera presidente del Patronato del Museo del Prado en los años ochenta), fue uno de sus fundadores y la dirigió durante bastantes años. Siempre decía que para que una sociedad evolucione, tenía que haber cultura, educación y salud.

Rasgado | Ruiz Mantilla

P.- Acaba de visitar Venezuela luego de 13 años. ¿Cómo la encontró?

R.– Siento que todo proyecto que se quiera hacer en Venezuela tiene mucho mérito, porque es muy difícil trabajar y no sólo en el ámbito de la cultura. No es difícil darse cuenta que las trabas, son estrategias de poder para someter. Por otro lado, hay mucho dinero y burbujas que funcionan, pero en cuanto sales de ese circuito, te das cuenta que no están cubiertas ni las necesidades básicas de la gente. Tengo muchos sentimientos encontrados porque Venezuela es sobre todo un país maravilloso, de gente talentosísima, con una naturaleza, fuerza y luz privilegiada.

«Las exposiciones son importantes para tener una mirada más amplia, no sólo de nuestro pasado sino también del presente»

P.- Las letras y los libros también son una constante en su obra…

R.Los libros siempre me han gustado, no sólo como lectora, sino también como objeto. Mi primer libro lo hice con una máquina antigua de escribir, con la que hice poesía concreta, muy acorde al movimiento del concretismo brasilero, no escribiendo palabras sino utilizando los signos. Fue ahí cuando decidí crear mi propio alfabeto, con el que sigo trabajando, esa primera serie se tituló Abecedario. Luego llegó el libro Alpaca, que lo trabajé con alpaca repujada, con una artesana de San Miguel de Allende. Después hice el libro Maya y Oculto. La cultura oculta de América.

Tríptico Genealogía del color. | Gutiérrez

P.- ¿Cómo se acerca a la pintura de castas? Son obras que decían documentar el proceso de mestizaje entre indios, españoles y africanos. La premisa del género es que la combinación de españoles con indios daría como resultado una raza de españoles «puros», mientras que el mestizaje de españoles e indios con africanos sólo conducía a la degeneración racial…

R.– El primer cuadro que conocí de este género fue de Miguel Cabrera (c. 1715-1768), representaba una familia mestiza, me sentí identificada, porque yo nací en Venezuela, pero mi madre era mexicana y mi padre español. Con el tiempo, los cuadros me llevaron a más preguntas que a certezas y quise hacer mi propia interpretación, reasignando colores. A los indios le asigné el amarillo, un color históricamente asociado con el oro y el sol; el cian a los africanos, para simbolizar su fuerza y su resistencia; y magenta a los españoles, en alusión a su obsesión con la limpieza de sangre, el linaje de cristiano y el estatus superior. Con esta estructura trabajé los grabados de Cristóbal Lozano (c.1705-1776), pintor de castas de Perú, quien los hizo por encargo del virrey de Amat y Junyent. En el Museo Nacional de Antropología de Madrid, también se encuentra una serie suya, pero figuran como «anónimos», yo supe de la autoría gracias a Ilona Katzew, que es experta en el género.

P.- La Fundación Juan March está presentando la exposición Antes de América. Fuentes originarias en la cultura moderna, en la que encontramos su obra Mestizx. ¿Qué representa esta pintura?

R.– Es una pieza que hice para la exposición La genealogía del color para el Museo de Historia Mexicana de Monterrey. La obra tiene que ver con el mestizaje, pero también con el enfoque de género que estamos viviendo actualmente. En México, en todas las exhibiciones de arte, designan la X para referirse al género, así llegué a la palabra «mestizx» y los colores que utilicé son también los de la bandera española, aunque no los elegí siendo consciente de ello. Cuando empecé mi investigación sobre castas, quise saber qué se sabía o conocía sobre la teoría del color en la época. En el siglo XVIII salió impreso por primera vez, el libro Óptica de Isaac Newton, donde explicaba su teoría del color, en la que prueba desde el prisma atravesado por la luz, cómo de la mezcla del amarillo, el azul y el rojo, resultaban los demás colores. Creo que las exposiciones que revisionan la historia son importantes para tener una mirada más amplia, no sólo de nuestro pasado sino también del presente.

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