Jorge Freire analiza las imposturas del presente en su último ensayo
El filósofo y columnista aborda en ‘La banalidad del bien’ la hipócrita explotación política y comercial de los ‘valores’
El filósofo y escritor Jorge Freire, columnista habitual de THE OBJECTIVE, logra llevar la filosofía al parque, a la piscina, a la calle. A la vida. Dice que su nuevo libro, La banalidad del bien (Páginas de Espuma, 2023), es «una tentativa de ontología del presente». Yo digo: es una taxonomía de nuestra realidad más clara y certera que un diccionario.
Y variada. Lo mismo indaga en la perversión del capitalismo que recomienda la contención en tiempos de sentimentalismo galopante (y exhibicionista) o deshace el equívoco que nos lleva a mezclar honor con honra en la era de Instagram, cuando parece que nos importa más la cifra alcanzada de likes que tener la conciencia tranquila. Y todo lo argamasa con un sentido del humor ocurrente pero oportuno; él, que escribe que «quien se sobreexpone carece de la elegancia de esperar al momento propicio para soltar la chanza». Freire expide recetas para que no nos sintamos tan perdidos, tan solos o tan alejados de nosotros mismos. Si es que las tres cosas no son idénticas. Con él comienza una conversación que tiene a la vez efecto analgésico y estimulante.
PREGUNTA.- Te he escuchado decir que es tu mejor libro. ¿Te has comparado con el Jorge Freire de Agitación en una suerte de duelo contigo mismo?
RESPUESTA.- Agitación: Sobre el mal de la impaciencia (Editorial Páginas de Espuma, 2020) es un libro tan agitado como yo, se escribió en tiempo récord. Éste también, pero lo he pensado durante mucho más tiempo: lo he estado cocinando a fuego lento durante al menos un par de años en la cabeza. Y creo que se nota. Además, cada ensayo es mejor que el anterior, se acumulan conocimientos y se acrisola el estilo.
P.- Sobre la banalidad del bien, a bocajarro: ¿qué perdemos y qué ganamos cuando un banco organiza, por ejemplo, unos premios solidarios?
R.- Pues lo que se pierde es la vergüenza, que es lo que le ha pasado al capitalismo anímico, que es un capitalismo inverecundo: no tiene ningún reparo en incurrir en contradicciones. Átame esa mosca por el rabo cuando un banco, que se ha encargado de vender hipotecas leoninas a los abuelitos, de repente te invita a un café. O cuando una de las empresas que más contamina del mundo se disfraza de punta de lanza del movimiento verde. O cuando una de esas hamburgueserías, que se habrá cepillado a cientos de millones de cerdos, vacas y a saber qué otros animales, capitanea ahora la causa verde y abre una hamburguesería forradita de hojas verdes y diciendo que está muy comprometida con los animales. La verdad es que es de una caradura impresionante, pero a lo que responde es a una estrategia de los departamentos de marketing, que han descubierto que el bien es un valor añadido. Estimular la buena conciencia de los consumidores es la mejor forma de fidelizarlos.
P.- ¿Cuándo se dieron cuenta del poder de esta estrategia?
R.- Yo creo que ha sucedido en el momento en que decidimos trocar los principios por los valores. Los valores, por mucho que diga su nombre, no valen nada. Por eso yo digo que son especulativos, en el sentido de que son abstractos, pero sobre todo en el sentido bursátil: siempre esperamos que nos den rendimiento.
Los principios, en cambio, te obligan a una conducta. Los ideales te tiran hacia lo alto, te obligan a superarte, los valores basta con albergarlos. Por eso no obligan a nada, es muy bonito decir que tienes valores como decir que tienes emociones muy nobles, pero eso ni siquiera obliga a una praxis. Yo creo que en el momento en que esto empieza a ser así es en el que la palabrería vana se impone sobre la praxis: cuando es mucho más importante parecer que ser.
«Creo que en el fondo las personas que tienen chispa y hacen uso del humor son escépticas»
P.- El humor recorre las páginas del ensayo. Dices que es un arte. «Y que, como la tragedia y la poesía, nos pone en contacto con la verdad. La tragedia nos reconcilia con el destino, la poesía nos reconcilia con el instante y el humor nos libera de ambas». ¿Qué virtud tienen en común las personas que de verdad tienen chispa?
R.- Creo que en el fondo las personas que tienen chispa y hacen uso del humor son personas escépticas. Escepcis originalmente significa indagación, y creo que el escéptico para empezar es aquel que marca distancias, que no embiste todos los capotes que le ponen delante. El humor en el fondo es una forma de distancia. Hay cuestiones que se podrían abordar de una forma muy grave, pero precisamente por su naturaleza grave sería preferible evitar una aproximación tan seria. Si la vida es un drama, no le añadamos dramas.
De igual manera, también hay que recordar que la filosofía -que suele hablar de asuntos profundos y pesados- precisamente debería ser ligera. Platón decía que la filosofía es el único saber que tiene alas, y eso es muy curioso porque buena parte de los libros que se publican son verdaderamente pesados, plúmbeos, escritos con una jerga académica indigerible. Así que en la medida de lo posible yo intento ofrecer la cortesía de la amenidad: que se entretengan y lo pasen bien. El dictum horaciano de «instruir deleitando»: que los lectores aprendan, pero principalmente que se deleiten.
P.- ¿Se puede decir todo con humor?
R.- Creo que el humor lo ha invadido todo. Es un líquido corrosivo que es susceptible de anegarlo todo y de disolver las cosas. Todo humor corroe. Eso es así, el problema es intentar hacer del día a día un maratón de humorismo. Hay algunas cosas que tienen precisamente su valor en su carácter excepcional: el humor tiene gracia si aparece en momentos puntuales, cuando se espera la situación adecuada. Pero si el humor es una sucesión de risas y risotadas durante todo el día se vuelve insoportable.
El humor tiene límites y están generalmente en el estómago de quien escucha el chiste, porque no es lo mismo contar una broma pesada a las 3 de la mañana después de cinco copas, a que alguien la ponga en Twitter y leerla mientras uno se desayuna. Al final lo que sucede con el humor es lo que sucede con la retórica: hay que saber negociar el lugar y el momento adecuados para contar ciertas cosas. Seguramente todo se pueda contar, pero depende generalmente del contexto.
P.- Ante tanto sentimentalismo en el momento actual, tú privilegias la parquedad. Y llegas a decir: «El protocolo es el cortafuegos que usa la civilización contra esa piromanía que es la sinceridad».
«Un debate ineludible a abrir en los años venideros es el diseño de las redes sociales»
R.- De un tiempo a esta parte cunde la sinceridad a discreción; yo lo que propongo es discreción a secas, y que la sinceridad se la guarde uno donde buenamente le quepa. Ortega ya hace un siglo dijo que «lo espontáneo del hombre es el mono»: esta idea de que si decimos lo primero que pensamos nos vamos a acercar a la verdad es completamente incierta. Si tú dices lo primero que piensas por supuesto que no vas a decir la verdad. Seguramente digas una cosa instintiva, espontánea, pero que no se acerca a la verdad.
Las personas que escribimos es importante que nos leamos, porque a lo mejor aquello que decimos en un garito de forma espontánea después de varias cervezas no es lo que pensamos. Precisamente los que escribimos sólo somos nosotros en aquello que escribimos. Los versos de José Bergamín: «Amigo que no me lee,/ amigo que no es amigo,/ porque yo no estoy en mí más en aquello que escribo».
A mí me pasa mucho, digo tonterías de las que luego me arrepiento para que no haya un silencio incómodo, pero ¿qué problema hay con el silencio incómodo? ¿Qué problema hay con el laconismo? ¿Qué problema hay con estarse calladitos? Cuando hablamos más de lo que debemos no podemos hacernos cargo de todo aquello que emitimos, y al final al lenguaje le pasa como a las monedas, que se deprecia. Las palabras dejan de ser significativas cuando se utilizan a granel.
P.- Las redes tampoco se libran del repaso. Y, habida cuenta de que no parece posible volver atrás, a un estado no móvil, ¿qué hacemos para trabajar la concentración perdida?
R.- Te diría que contenernos un poco, moderar el uso del teléfono y olvidarnos de algunos mitos que nos han intentado colar en los últimos años, como el de la famosa multitarea. Se ha demostrado que trabajar con el ordenador y tener al lado el whatsapp abierto no te hace rendir más sino menos. El valor de la atención, de Johann Hari, dice que la simultaneidad de estímulos disminuye tanto nuestra capacidad de pensamiento analítico, que sería preferible fumarse un porro antes que tener una hoja de Excel, por ejemplo, con el whatsapp al lado.
Por otro lado, para la solución no basta con medidas individuales. Hay un autor que ha dicho que esto sería tratar de combatir la contaminación poniéndonos una máscara antigas: te salvas tú pero no salvas al resto. Un debate ineludible a abrir en los años venideros es el diseño de las redes sociales y sobre todo el papel de los ingenieros a la hora de rendir cuentas de las cosas que han hecho. Va a ser necesario poner coto de forma legal a los redes sociales y a ese diseño oscuro que, entre otras cosas, está generando una adicción muy fuerte entre los adolescentes. Porque de sus efectos deletéreos en la psique de los adolescentes vamos a tardar en saber, pero algunos indicios ya vamos teniendo.
P.- ¿Cuáles van a ser las consecuencias de este cambio paulatino pero firme de nuestra configuración mental?
R.- Yo creo que aquí hay que volver a ese famosísimo informe que encargó Mark Zuckerberg sobre los efectos de Instagram en los adolescentes y que es tan elucidario, pues lo que revela es que herramientas como Instagram tienen un efecto muy perjudicial en la mente de los adolescentes, vuelan por los aires su amor propio y su autoestima, les obligan a verse constantemente comparados e incitan el odio al cuerpo. Hay un consenso en que a partir del 2010 la salud mental de los occidentales se derrumba. ¿Qué pasó entonces? Que apareció el primer iPhone con cámara frontal para hacer selfies y luego apareció Instagram. No creo que sea casualidad.
Pero la cuestión es que a un adolescente tampoco se le puede retirar de las redes sociales porque se produce un efecto llamado cohorte: si la socialización de los adolescentes es ya esencialmente virtual, extraer a un adolescente de las redes supone aislarlo de su grupo. Por eso creo que necesariamente ha de pasar por una regulación.
«Este fenómeno de las microagresiones y de los ofendiditos tiene mucho que ver con una competición de honras»
P.- Al hilo de esa necesidad de aprobación permanente de los adolescentes, y también de los adultos, hablas de la honra versus el honor, que poco tienen que ver. ¿Tú crees que por lo general nos importa más la honra que el honor, o va por barrios?
R.- Yo creo que efectivamente nos sigue importando, por mucho que se diga que no, la honra. Aunque ya no estemos en el Siglo de Oro ni haya duelos. Este fenómeno de las microagresiones y de los ofendiditos tiene mucho que ver con una competición de honras y de egos deshonrados. Tenemos, como decía Arthur Koestler, complejo de mimofante: tenemos piel de mimosa para aquello que nos atañe, y una piel dura para aquello que atañe a los demás. Somos capaces de ser muy insensibles con lo ajeno, pero luego cualquier cosa que nos digan nos duele.
En los campus estadounidenses se cancelaba a un ponente por considerarlo dañino porque sus ideas tenían aristas cortantes que podían pinchar nuestras burbujitas, y ahora -como toda chatarra averiada que viene de ultramar- ya la hemos acogido en España con manos llenas. Este retorno de la honra tiene que ver con la hipersensibilidad y por eso digo en el libro, entre bromas y veras, que en tiempos de hipersensibilidad no hay más filosofía que la dermatología. Vivimos en tiempos de piel fina.
P.- Creo que algunos de los personajes más filosóficos que conoces los has encontrado en bares y en plazas.
R.- Yo estaba empezando a estudiar la carrera de Filosofía y, estando con mi madre en el supermercado, me encuentro unos espárragos que llevan una leyenda que decía Espárragos Sócrates, a la memoria de Immanuel Kant. Aún se comercializan, de hecho. Aquello me parece muy gracioso y me quedé con la copla hasta que, años después, en la galería de unos buenos amigos, Modus Operandi, de repente me dicen que van a presentarme a un sabio, a un filósofo ágrafo que no ha escrito nada, que tampoco ha leído mucho pero que es un sabio y que se llama José Francisco. Me dijeron que era agricultor y que tenía unos espárragos muy famosos, los Sócrates, que dan testimonio de su amor por la filosofía.
Bueno, pues José Francisco ahora es muy buen amigo mío, y yo creo que es el mayor sabio que conozco. Hace suya la frase latina primum vivere deinde philosophari. Yo tengo muchos compañeros de la carrera que eran auténticos cerebritos y estudiosos, se tiraban todo el día en la biblioteca leyendo y leyendo, y se lo habrán leído todo, pero si la filosofía se encierra en el pináculo de su torre de marfil no sirve de nada. Sin embargo José Francisco es una persona que aprendió a leer muy tarde, que fue abandonado, que se crió en un orfanato y que por una extraña razón, siendo adolescente en un momento de notable crisis existencial, cayó en sus manos la Crítica de la razón pura de Kant. No tengo ni idea de cómo un adolescente sin información filosófica pudo hincarle el diente. Ese hombre, que se ha leído sus clásicos aunque no es muy libresco, es un sabio y un gran filósofo. Y un espejo en el que quiero mirarme. Hay que ser filósofos pero no por el hecho de ser librescos, de publicar libritos ni aparecer en prensa, sino por hacer de la filosofía una forma de vida.
P.- ¿Quién te gustaría que leyera La banalidad del bien?
R.- Cuando escribo intento hacer mío el lema de Nietzsche que decía «escribo para mí mismo», por esto que decíamos antes del honor y la honra. Uno tiene que comparecer ante su conciencia y sólo puede esperar la aprobación que le da saber que ha hecho un buen trabajo. Hay cosas que dependen de uno; aunque luego el libro no se venda, hay que hacer lo suficiente para estar satisfecho con el trabajo.
Por otro lado, a mí no me pasa lo de García Márquez, aquello de «escribo para que me quieran mis amigos». A mí me sabe fatal ser pesado con mis amigos cuando hay momentos de promoción porque les pones en un compromiso y la gente va muy atareada. Pero si tuviera que elegir me gustaría que me leyeran sobre todo adolescentes: aquellas personas en las que más arrecia la voación filosófica. Porque la adolescencia no es la época de la jarana. Adolescencia viene de adolescere, etimológicamente ya remite al dolor. Es una época de cambio, de crisis, y es el momento en el que todos sin excepción nos hacemos las grandes preguntas existenciales. Qué hacemos aquí, por qué hemos nacido, adónde vamos, cuál es el sentido de mi vida… En ese momento en el que despuntan las vocaciones filosóficas es muy importante dar contextos que las encaucen.