'El viejo roble': Ken Loach, el cineasta de la clase obrera, se despide con un hilo de esperanza
El director británico, de 87 años, firma la que probablemente sea su última película, un conmovedor canto a la solidaridad
Pocas miradas como las de Ken Loach han retratado la realidad social de nuestro tiempo. El director británico, artífice de grandes obras maestras como El viento que agita la cebada (2005), Yo, Daniel Blake (2016) o Tierra y libertad (1995), es uno de los grandes ejemplos de coherencia del cine contemporáneo europeo. Sea con la vista puesta en la actualidad o en eventos históricos más o menos recientes –desde la Guerra civil española a la independencia de Irlanda–, su forma de interpretar lo que nos rodea siempre está vigente. Como si ni él, ni su cine, ni sus espectadores envejecieran en absoluto. Una muestra más de esto es la que probablemente sea su última película, El viejo roble. Una cinta estrenada –como casi siempre– en Cannes y que recientemente ha aterrizado en las pantallas españolas.
El viejo roble nos sitúa en un pueblo del noreste de Inglaterra en el año 2016, donde el destino de su último pub, The Old Oak –de ahí viene el nombre de la película–, se ve amenazado mientras la población abandona la zona debido al cierre de minas. Con casas asequibles y disponibles –y la consiguiente especulación–, la localidad emerge como un lugar propicio para acoger a refugiados sirios. Algo que, como no puede ser de otra manera, choca frontalmente con una parte de los vecinos. En medio de ese choque cultural, con el racismo latente, brota la solidaridad en forma de comunidad. Un pequeño hilo de esperanza frente al poderoso y la miseria.
El compromiso de Ken Loach abarca su forma de hacer películas
Nacido en 1936, en Nuneaton, la ciudad más poblada del condado inglés de Warwickshire, Loach dio sus primeros pasos como documentalista en la BBC. Corrían los años 60, y entonces destacó en la televisión con documentales sobre las luchas proletarias. Las políticas de Margaret Thatcher lo apartaron de la televisión en los 80. Un contratiempo que dio paso una fase particularmente prolífica como cineasta, destacando en el realismo social inglés y europeo. Un compromiso con la clase obrera adquirido desde su etapa como documentalista y que nunca abandonó, tampoco en sus obras de ficción. Los grandes reconocimientos le llegaron, de hecho, cuando empezó a hacer ficción. Ganó el Premio del Jurado en Cannes en 1990 por el thriller Agencia oculta, así como la Palma de Oro en 2006 por El viento que agita la cebada y en 2016 por Yo, Daniel Blake.
Por mucho que hablemos de «cine de autor», el cine, especialmente el largometraje, es fundamentalmente un medio colaborativo. A Ken Loach, de hecho, nunca le ha importado mucho el culto al director y es el primero en admitir que la colaboración es clave para su éxito. Su compromiso social abarca, qué duda cabe, su propia forma de hacer películas. Desde sus primeros días en la televisión, donde fue un raro ejemplo de un director de alto perfil en lo que generalmente se considera un medio dominado por los escritores, ha buscado y encontrado colaboraciones duraderas con personas afines, manteniendo relaciones profesionales durante muchos años con productores como Tony Garnett y Rebecca O’Brien, directores de fotografía como Chris Menges y Barry Ackroyd, y escritores como Jim Allen y Paul Laverty. Este último, Laverty, ha escrito la gran mayoría de los guiones de Loach de los últimos años, también el de El viejo roble. Un colaborador habitual e indispensable.
Solidaridad y comunidad
Comprender la forma de hacer cine de Ken Loach nos lleva a comprender gran parte de lo que cuenta ese cine. Con Ken Loach nos pasa como nos pasa con unos pocos grandes del séptimo arte, que veríamos cualquiera de sus películas sin ser conscientes de que es suya, pero lo sabríamos. En el fondo lo sabríamos porque su sello es, de verdad, inconfundible. Hay dos conceptos que están muy presentes en todas sus radiografías sociales, que son los de solidaridad y comunidad. No confundir, eso sí, con la caridad, algo sobre lo que hace especial hincapié El viejo roble.
Hay quien defiende que esta última película de Loach es la más luminosa, aunque lo cierto es que ese poso de esperanza que deja al final es tan solo un hilo ilusorio. Se disfruta, como se disfrutan todas sus obras, tomando conciencia de realidades que parecen más ajenas de lo que realmente son. Ese choque entre refugiados y obreros ingleses en plena decadencia es tan triste como verosímil. Tal vez sea triste, precisamente, por su verosimilitud. En todo caso, esa cámara prácticamente estática y esos actores –casi todos amateurs– transmiten una verdad incontestable: quien come unido, permanece unido. Sea durante la huelga minera de de 1984 o durante la crisis migratoria de 2016.
Su cine siempre ha sido revolucionario, siempre ha sido político. Precisamente, su coherencia reside en que nunca ha abandonado a la clase obrera, y eso se lo reconocen muchos, hasta todos aquellos que disienten con él políticamente. Su mirada de izquierdas es totalmente transparente, no la esconde, ni pretende hacerlo. Mira de cara al espectador y le ofrece exactamente lo que él, sólo él, solamente Ken Loach, puede ofrecer. Y, sobre todo, nos coloca a todos frente al espejo, frente a nuestro propio reflejo. No sabemos si El viejo roble será realmente su última película, lo más probable es que lo sea. Lo que sí sabemos es que siempre tendremos en su filmografía un documento histórico y preciso de la sociedad y la cultura de nuestro tiempo, y de otros tantos.