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Los escritores que tomaron las armas

«Hoy tenderíamos a creer que el mito del esteta armado es por suerte cosa del pasado»

Los escritores que tomaron las armas

El escritor Maurizio Serra. | Typewriter exhibition (Flickr)

El 12 de septiembre de 1919, el poeta Gabriele D’Annunzio conquistó con tropas italianas la ciudad de Fiume, en la costa adriática. Acabada la Primera Guerra Mundial, se la disputaban Italia, Croacia, Eslovenia y Serbia. La hazaña dio lugar a la creación del Estado Libre de Fiume, regido por la llamada Carta de Carnaro, cuya ideología se movía entre el protofascismo, el anarquismo y los ideales democráticos. La estrambótica utopía, comandada por el poeta-condotiero, duró hasta 1924, cuando la ciudad fue anexionada por Mussolini a la Italia fascista, un régimen con el que D’Annunzio mantuvo relaciones ambivalentes. 

D’Annunzio personaliza como pocos el imaginario del poeta soldado, del Esteta armado, como llama a este tipo de personaje Maurizio Serra en el libro que acaba de publicar con este título la editorial Fórcola. El autor, italiano nacido en Londres en 1955 y diplomático de carrera, tiene a sus espaldas una interesante producción ensayística escrita en su lengua materna y en francés. Destacan sus aproximaciones biográficas a Italo Svevo, Curzio Malaparte, D’Annunzio y Marinetti. Ya había mostrado interés en algunos libros anteriores por la figura del escritor que se involucra en la política y la guerra, que deja la comodidad del escritorio para empuñar las armas en nombre de algún ideal, no siempre muy respetable. 

El esteta armado aborda el tema desde dos perspectivas. Por un lado, estudia la figura de los autores que forjaron este ideal, como el mencionado D’Annunzio y sobre todo el poeta alemán Stefan George, que glorificaba en sus versos el heroísmo y el autosacrificio. Con sus aires de profeta, reunió a su alrededor a un grupo de admiradores, que tenían algo de miembros de una secta. Con los nazis en ascenso hacia el poder, Goebbels le ofreció ser ministro de cultura. Él lo rechazó y se exilió a Suiza. Sin embargo, en cuanto falleció, en 1933, los nazis lo glorificaron y utilizaron su figura. Eso sí, paradojas de la vida: uno de sus discípulos era nada menos que Claus von Stauffenberg, el del famoso atentado fallido contra Hitler (sí, ese al que interpretó Tom Cruise en Valkiria, con un parche en un ojo). 

Por otro lado, el libro de Maurizio Serra se centra en las andanzas de aquellos que llevaron a la práctica este ideal del esteta armado en los años treinta del pasado siglo, polarizados en Europa entre el comunismo y el fascismo. En esa década convulsa, el terreno de juego propicio fue la Guerra Civil española, en la que participaron, como testigos, propagandistas o soldados muchos extranjeros atraídos por los ensueños de las ideologías totalitarias de ambos extremos. Dice el autor con mucho tino: «La guerra civil española fue un vivero de ideales y un laboratorio de falsificaciones. No faltan quienes sostienen, apoyándose en numerosos argumentos técnicos, que incluso la fotografía más famosa del conflicto, la de la Muerte de un miliciano de Robert Capa es una falsificación. Tampoco sorprende que se acuñara entonces la expresión quinta columna». Y es que, en efecto, se combatía no solo en las trincheras, sino también con la propaganda. 

A la España en guerra acudieron muchos intelectuales, entre ellos varios jóvenes ingleses muy notorios. Hay un «duelo» especialmente interesante entre dos de ellos: el poeta W. H. Auden, que entonces coqueteaba con el comunismo y escribió encendidos versos en favor de los republicanos y contra el fascismo, sin preocuparse demasiado por los matices, y George Orwell, que en el célebre Homenaje a Cataluña dejó uno de los testimonios más honestos sobre lo que realmente estaba pasando. El mito frente a la realidad. Esta confrontación está admirablemente abordada en el libro de Miquel Berga Cuando la historia te quema las manos: Auden y Orwell entre dos guerras (lo publicó en 2020 Tusquets).

Otros idealistas británicos tomaron directamente las armas, como el jovencísimo Rupert John Cornford, hijo de intelectuales y de familia con pedigrí (era sobrino de Darwin), que dejó la vida en las trincheras del frente de Madrid con solo veintiún años. Al poeta Julian Bell, sobrino de Virginia Woolf, su madre, la pintura Vanessa Bell, trató de disuadirlo de que fuera a combatir a España contra el fascismo. Lo logró a medias. Consiguió que no marchara al frente empuñando un arma, sino que fuera de voluntario en el cuerpo de ambulancias. Pero esta prevención no le salvó la vida. Julian murió con veintinueve años en un bombardeo en julio de 1937. Su tía Virginia escribió: «¿Qué le llevó a hacerlo? Creo que se trata de una fiebre en la sangre de los más jóvenes que no podemos entender».

También participó en la guerra como brigadista, aunque en su caso no con vocación de esteta guerrero sino en busca de la bondad, el hermanamiento y una suerte de santidad y expiación, la filósofa judía francesa Simone Weil, que murió en la siguiente guerra, la segunda mundial, en 1943, en Inglaterra, de tuberculosis. 

Lo curioso -acaso patético- es que algunos de los más rimbombantes poetas guerreros murieron como Weil, devorados por la enfermedad, cuando buscaban la gloria de la muerte heroica en batalla. El caso más célebre es el del romántico Lord Byron, que quiso combatir con los griegos contra la ocupación turca y acabó sus días en Mesolongi, delirando por la alta fiebre de la sepsis que se lo llevó a la tumba sin haber podido entrar siquiera en combate. 

En su estela, el poeta Rupert Brooke -al que Virginia Woolf había declarado el hombre más bello de Inglaterra- murió en la Primer Guerra Mundial. No en las trincheras, sino en el mar Egeo, a bordo del barco que transportaba a las tropas rumbo a la catastrófica batalla de Gallipoli. No fue precisamente un final épico, sino debido a la septicemia en que derivó una simple picadura de insecto, para quien celebró en sus versos «la muerte gloriosa» en el campo de batalla. Antes ya lo había hecho Kipling, hasta que perdió a su hijo, justamente en esa guerra. Brooke fue un caso excepcional, porque los otros «poetas de las trincheras», como Wilfred Owen (que falleció horas antes de que se declarara el armisticio) o Siegfried Sassoon (que sobrevivió y editó los poemas de Owen), cantaron no la gloria sino los horrores de la guerra. 

El mito del esteta armado cuenta con otras figuras relevantes como T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia; Malraux, que capitaneó una escuadrilla aérea en la Guerra Civil española; Saint- Exupéry, que desapareció con su avión combatiendo en el Mediterráneo; Ernst Jünger, escritor y oficial de la Wehrmacht… Todos ellos aparecen también en el libro de Maurizio Serra junto con muchos otros menos célebres. 

Hoy tenderíamos a creer que el mito del esteta armado es por suerte cosa del pasado. Sin embargo, hace unos días pudimos leer en la prensa que varios escritores y artistas ucranianos han muerto en el frente defendiendo a su país de la invasión rusa. 

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