Al igual que en los comienzos de cualquier actividad económica novedosa, la década de los años veinte en el sector en auge del petróleo estuvo poblada por empresarios innovadores, capitalistas ávidos de beneficios, aventureros con escasa aversión al riesgo y advenedizos de toda laya. Dentro de esta amalgama de personajes, y en tratos con todos ellos, habitó en el entorno petrolífero español la figura de Horacio Echevarrieta, mezcla de capitalista e innovador con una marcada personalidad aventurera. Como destacado empresario minero, estaba acostumbrado a recibir en sus oficinas multitud de ofertas provenientes de cualquier punto de la geografía nacional susceptible de albergar en su subsuelo preciosas riquezas metalíferas, a las que un enjambre de avispados abogados, ingenieros, agentes comerciales o sencillos lugareños deseaba sacar partido mediante la inversión de capitales ajenos. Por ello, cuando la fiebre por el petróleo llegó a España, Echevarrieta comenzó a recibir invitaciones para participar en prospecciones, futuras extracciones y el prometedor negocio de su distribución. Aunque rechazó la mayoría, pues contaba con experiencia en este tipo de convenios, estudió seriamente unas cuantas, se fio en ocasiones de sus promotores y probó suerte con algunas, participando en empresas conjuntas de explotación y distribución de crudo.
Echevarrieta no sólo era un empresario de éxito, sino que algunos acontecimientos le habían convertido en una figura pública de gran renombre a la altura de 1920. Este reconocimiento nacional se acrecentó gracias a su protagonismo en el rescate de los prisioneros en manos de Abd-el-Krim en 1923, la solución a la quiebra del Crédito de la Unión Minera y la renovación de los conciertos económicos vascos en 1925. En el decenio de 1920, Echevarrieta se hallaba en la cúspide de su poder económico y de su influencia política. Era una buena idea contar con él para cualquier iniciativa en el mundo de los negocios.
El 28 de junio de 1927, un Real Decreto de la Monarquía anunciaba la apertura de un concurso público para la constitución del monopolio de petróleos en España. Las razones aducidas para instaurarlo fueron discutidas entonces y analizadas tiempo después. El concurso entraba dentro de la lógica de los objetivos del Directorio de Primo de Rivera, que buscaba una nueva fuente de ingresos, la nacionalización del sector, evitar la competencia entre las escasas fuerzas del capitalismo patrio y, en teoría, defender los intereses del Estado y de los consumidores. En la pugna entraron hasta seis contendientes, siendo tres los que podían optar a él con alguna posibilidad de victoria. El principal favorito era el Banco Urquijo junto con la mayoría de los bancos españoles. El segundo en discordia era Juan March, propietario de la Compañía de Petróleos de Porto Pi. El tercero era Horacio Echevarrieta, que decidió presentarse al concurso al percibir que contaba con el favor de Primo de Rivera. Fue el dictador quien le empujó a presentarse al manifestarle su preferencia por una solución intermedia basada en que el industrial vasco encabezara una candidatura respaldada por una parte de la banca, fundamentalmente por el Banco Central, excluyendo de la futura compañía arrendataria a March, que no era de su agrado.
Las influencias extranjeras no eran ajenas a la decisión que debía tomar el Gobierno. La Compañía de Petróleos de Porto Pi estaba asociada a empresas francesas y americanas, y el Banco Urquijo a los ingleses de la Vickers y de la Shell. ¿Representaba Echevarrieta una alternativa puramente nacional alejada de intereses foráneos? Nada más lejos de la realidad. Agobiado por la falta de encargos a partir de que estallara la crisis de la marina mercante a comienzos de la década de 1920, el empresario se lanzó a buscar soluciones para sus Astilleros de Cádiz. Se hallaba más que dispuesto a recibir cualquier propuesta que se tradujera en carga de trabajo para su factoría. Por aquel tiempo, Alemania venía sufriendo las consecuencias del Tratado de Versalles que, entre otros puntos, limitaba de manera estricta su capacidad de rearme. Aquí fue donde las autoridades alemanas se encontraron con Echevarrieta.
El almirante Wilhelm Canaris, quien luego se convertiría en el mítico jefe de los servicios secretos del Ejército alemán, conocía bien España por sus misiones en la Península Ibérica durante la I Guerra Mundial. Fue él quien contactó con el empresario para proponer la colaboración. Lo que buscaba Alemania era convertir los Astilleros de Cádiz en el lugar donde construir un nuevo prototipo de submarino a escondidas de las demás potencias firmantes de Versalles. A cambio, Echevarrieta obtendría pedidos, financiación y la asistencia técnica de los mejores ingenieros de la época. El tercer interesado era el Estado español. El Directorio de Primo de Rivera vio con buenos ojos el pacto hispano-alemán pues gracias a él podía garantizarse la obtención de la mejor tecnología para la renovación del arma submarina y la posibilidad de contar en política exterior con una alternativa a la tradicional subordinación a los intereses de Francia y Reino Unido. El mismo Alfonso XIII inclinaba su ánimo de manera creciente hacia la amistad con Alemania.
Contando con la asistencia técnica alemana, Echevarrieta pactó con el Directorio la construcción de un nuevo prototipo de submarino (el E-1), una fábrica de torpedos, un lote de lanchas rápidas y un nuevo sistema de dirección de tiro. Pronto, de la industria militar se dio el salto a otros sectores. Se creó Iberia, Compañía Aérea de Transportes, que fue en realidad una filial de la Deutsche Lufthansa, y se propusieron infinidad de negocios nuevos. Y así se llegó al petróleo, con la invitación del Directorio a Echevarrieta para que construyera buques-tanque y la explícita intervención de Primo de Rivera para que se animara a presentar su candidatura al concurso para el monopolio.
Canaris resumió por aquel entonces el interés que tenía para Alemania que Echevarrieta saliera triunfante en dicho concurso. Por un lado demostraría el respaldo del Gobierno español, y por otro supondría una victoria del empresario frente a grupos financieros españoles tan potentes como los de Urquijo y March, y paralelamente del grupo alemán frente a sus competidores ingleses, franceses y americanos. Además, la concesión del arrendamiento a una compañía dirigida por Echevarrieta podría garantizar la obtención para empresas alemanas de numerosos pedidos, de entre los que destacaba como posibilidad la futura construcción de buques-tanque.
En vísperas de que se resolviera el concurso, Canaris observó que sólo dos ofertas gozaban de posibilidades reales de lograr el arrendamiento del monopolio de petróleos: Horacio Echevarrieta y el Banco Urquijo. El alemán manifestó su confianza en que, de cualquier forma en que se resolviera la pugna, el empresario entraría en la nueva compañía. Por ello apoyó la solicitud de Echevarrieta de un aval del Deutsche Bank de doscientos millones de pesetas, a medias con el Banco Central, para satisfacer la exigencia del Gobierno español si quería presentarse al concurso.
Como es sabido, la concesión recayó finalmente en el grupo del Banco Urquijo por tres motivos. En primer lugar, la mayor solidez financiera del Urquijo y el conjunto de la banca nacional frente a la del empresario; en segundo, su carácter español -al menos, en mayor medida que la opción de Echevarrieta-, que casaba mejor con el objetivo del Directorio de controlar la influencia extranjera en sectores clave de la economía nacional; en tercero, la posibilidad de que las grandes compañías de distribución de crudo inglesas y americanas boicoteasen a una futura entidad alemana. Las expectativas de Echevarrieta y del grupo alemán que le secundaba se vinieron abajo en lo que significó, cronológicamente, el primer revés recibido para el ambicioso objetivo del empresario de constituirse como el intermediario entre Alemania y las autoridades españolas en el conjunto de grandes iniciativas a realizar entre las tres partes. La influencia política de Echevarrieta dejaba ver sus límites por primera vez.
A pesar de haber quedado excluido del nuevo monopolio, la política de Campsa en relación a la construcción de nuevos buques tanque se basó en el reparto más o menos equitativo entre los diversos astilleros que había en España. Al de Cádiz le correspondieron dos barcos: en febrero de 1930 se empezó a construir el Campas y en julio de 1931 se encargó el Campero, gemelo del anterior. Pero Echevarrieta empleó los anticipos de dinero recibidos para la construcción de estos dos barcos en la cancelación de deudas vencidas, y para sustituirlos se vio obligado a recurrir al crédito bancario, cuya devolución garantizó con los futuros plazos de cobro. En suma, el trabajo de los astilleros fue convertido entre 1931 y 1934 en el muro de contención de sus numerosos prestamistas, pero al aplicar los ingresos al pago de las deudas condenó a la factoría a sufrir graves penurias de liquidez. Sólo la paralización completa de los astilleros, en los primeros meses de 1936, impidió que CAMPSA les solicitara un tercer buque y, tras el estallido de la Guerra Civil, las tropas nacionales se incautaron de la factoría en el verano de 1936. Para entonces, la antigua ambición de Echevarrieta de encabezar la industria del petróleo en España quedaba muy lejos y su quiebra era un hecho bien conocido por todos.