'Dictadores', un curso acelerado sobre monstruos políticos
Coinciden en las librerías dos ensayos históricos sobre los grandes tiranos del siglo XX y de la actualidad
Lord Acton lo dejó muy claro en una frase que se ha repetido hasta la saciedad: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Es el llamado dictum de Acton: el historiador británico apunto la reflexión en una carta al obispo Mandell Creighton, autor de una Historia del Papado en la que juzgaba con excesiva complacencia los gobiernos tiránicos de algunos papas. Si el poder absoluto lo ocuparon en el Antiguo Régimen los monarcas absolutistas, en el mundo moderno ha sido cosa de dictadores. Coinciden ahora en las librerías dos ensayos en buena medida complementarios, ya que uno analiza a los que podríamos denominar dictadores clásicos y el otro a los aspirantes a dictadores posmodernos.
El primero, Dictadores (Acantilado) del historiador holandés Frank Dikötter, traza los perfiles de ocho tiranos del siglo XX: Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, Kim Il-sung, Duvalier, Ceaușescu y Mengistu. El segundo, Los nuevos dictadores (Deusto) de los politólogos Sergei Guriev y Daniel Treisman, se centra en líderes de finales del siglo XX y lo que llevamos de XXI que, vistiéndose en ocasiones de formas presuntamente democráticas, ejercen en la práctica un poder sin límites ni verdadera oposición: Fujimori, Putin, Erdogan, Chávez y su sucesor Maduro…
Los dictadores del libro de Dikötter, tanto si son fascistas como comunistas -o si su ideología se limita a ejercer de tirano, como en el caso de Duvalier-, presentan rasgos y evoluciones similares. Un aspecto en el que incide de forma especial el autor es la construcción de un liderazgo basado en el culto a la personalidad, con rituales pomposos, arengas a las masas… Esto puede llegar a extremos caricaturescos cuando entran en la fase mesiánica: a algunos les da por escribir pretenciosos idearios de lectura obligatoria como el Libro Rojo de Mao o el Pensamiento Juche del Gran Líder Kim Il-sung. Entonces, rodeados de aduladores temerosos de llevarles la contraria, empiezan a tener la sensación de infalibilidad y llega la completa pérdida de contacto con la realidad, como demuestran los patéticos finales de Hitler ordenando movimientos de tropas ya inexistentes desde el búnker, o del matrimonio Ceaușescu, perplejo ante la sublevación de su amado pueblo. En los casos más esperpénticos, como el de Kim Il-sung, se genera algo tan disparatado como una sucesión dinástica, una monarquía comunista, para perpetuarse.
Terror y mentira
Todos estos dictadores fueron grandes manipuladores que para mantenerse en el poder necesitaron de la complicidad de acólitos -y pueblos- dispuestos a dejarse manipular. Fueron maestros en el uso de la propaganda y en esto Hitler -con la inestimable ayuda de Himmler- fue insuperable, con la metódica construcción de su imagen como líder través de las fotografías de Heinrich Hoffmann y de las películas de Leni Riefenstahl (sobre todo de esa apisonadora ideológica que es El triunfo de la voluntad, que para colmo es una obra maestra del cine documental). Pero más allá de la propaganda, todos ellos afianzaron su poder mediante la aplicación sistemática del terror, y en este campo el maestro imbatible fue Stalin, que en la época de las purgas ordenaba detener a rivales sin motivo concreto alguno, con lo cual nadie tenía claro qué podía convertirle en un traidor.
Los cierto es que el premio al peor monstruo de la historia de la humanidad está muy reñido, porque varios de estos déspotas fueron responsables directos de la muerte de millones de seres humanos, entre otras muchas atrocidades. Lástima que Dikötter se limite a ocho personajes. Se echan en falta sus sagaces análisis aplicados a otras figuras como Franco y Salazar; a alguno de los tiranos latinoamericanos que hasta dieron pie a un género literario: la novela de dictador; a sanguinarios y psicóticos sátrapas africanos como Idi Amin o Gadafi; o a Pol Pot y sus jeremes rojos, responsables de uno de los peores genocidios del siglo XX.
El cambio más sustancial entre estas figuras históricas y sus sucesores actuales es que estos últimos se han sabido adaptar a los nuevos tiempos de sobreinformación y globalización. En ocasiones se disfrazan de demócratas y aunque no renuncian al terror y la violencia, los ejercen con más disimulo. Sobre todo, han sofisticado mucho el arte de la manipulación de la verdad como instrumento de dominación ideológica, mediante el control o cierre de medios disidentes y la fabricación de fake news. Sin embargo, en la política actual, tal vez el mayor peligro sea el populismo de líderes que, sin ser dictadores, aplican sus estrategias mientras mantienen la apariencia de respeto al juego democrático y corroen la democracia desde dentro.
Para concluir, unas pinceladas entresacadas del libro de Dikötter sobre los que podríamos considerar dictadores pata negra.
Mussolini y los aduladores
«Mussolini, siempre receloso de los demás, no se contentaba con rodearse de seguidores mediocres, sino que además los reemplazaba con frecuencia. El peor, desde muchos puntos de vista, fue Achille Starace, un adulador sin sentido del humor que en diciembre de 1931 sustituyó a Augusto Turati como secretario del partido. ‘Starace es un cretino’, objetó un seguidor de Mussolini. ‘Eso ya lo sé’ -replicó este-, ‘pero es un cretino que obedece’».
El ojo clínico de Hitler
«Hitler era un astuto juez de caracteres. Uno de sus seguidores más tempranos recordaría que era capaz de evaluar a una persona a primera vista, casi como un animal que olfatea un rastro, y distinguir a quienes mostraban ‘confianza sin límites y fe cuasirreligiosa’ de quienes mantenían una distancia crítica. Enfrentaba a los primeros entre sí y se deshacía de los demás en cuanto no le resultaban útiles».
Stalin, crítico literario
«El propio Stalin era un corrector obsesivo: revisaba editoriales, corregía discursos y reseñaba artículos. En 1937 eliminó, sin más, la expresión ‘El hombre más grande de nuestro tiempo’ de un artículo de la agencia TASS sobre el desfile del Primero de Mayo. Stalin era como un jardinero que podaba sin cesar su propio culto, y cortaba aquí y allá para que pudiese florecer cuando llegara la estación».
Mao, el Libro Rojo y el plástico racionado
«En la provincia de Jiangsu se reestructuraron plantas industriales enteras para dedicarlas a la impresión del Pequeño Libro Rojo. Las fábricas que producían tinta roja trabajaban sin descanso, pero no daban abasto. Los libros necesitaban cubiertas lustrosas, brillantes y rojas. La cantidad de plástico requerido por el Pequeño Libro Rojo alcanzó las cuatro mil toneladas en 1968. En fecha tan temprana como agosto de 1966, el Ministerio de Comercio restringió la producción de zapatos, zapatillas y juguetes de plásticos, y las fábricas de todo el país se prepararon para contribuir a la difusión del Pensamiento Mao Zedong».
Kim Il-sung y la sociedad de castas comunista
«En 1957 se dividió a la población del país en tres grupos diferenciados, de acuerdo con su lealtad para con el partido. (…) Por debajo de la ‘clase leal’ y la ‘clase vacilante’ había una ‘clase hostil’, que comprendía aproximadamente el veinte por ciento de la población. El estatus de clase lo determinaba todo, desde la cantidad de comida que podía obtener una familia hasta el acceso a la educación y el empleo. En Corea del Norte, igual que en China, la clasificación pasaba de padres a hijos. Gente sin más delito que tener un familiar que había emigrado a Corea del Sur era deportada de la ciudad al campo. La lealtad al partido no tardó en convertirse en lealtad para con el Gran Líder».
Duvalier y el vudú
«Duvalier llevaba unos anteojos gruesos y oscuros, y de vez en cuando aparecía en público con chistera y frac. Murmuraba misteriosamente con un tono nasal profundo, como si recitara conjuros contra sus enemigos. Fomentó los rumores sobre sus conexiones con el mundo de lo oculto. En 1958 el antropólogo estadounidense Harold Courlander acudió a su palacio para ofrecerle sus respetos. (…) El visitante parpadeó sorprendido cuando un guardia lo llevó a una habitación oscura adornada con cortinas negras. Duvalier, ataviado con un traje negro de lana, estaba sentado frente a una mesa alargada, con docenas de velas negras, rodeado de sus macoutes, todos ellos con gafas oscuras».
Dalí y el cetro de Ceaușescu
«El 28 de marzo, tras ser debidamente elegido presidente de Rumanía, Ceaușescu asumió el cargo con toda la pompa y circunstancia de un monarca feudal. El momento culminante de la ceremonia, retransmitido por radio y televisión, fue la presentación de un cetro presidencial. Salvador Dalí, el pintor surrealista, se sintió impresionado por el espectáculo y mandó un telegrama de felicitación. El mensaje apareció al día siguiente en Scinteia. Parece que el redactor no se dio cuenta de que era satírico: ‘Aprecio profundamente su histórico acto de inaugurar el uso del cetro presidencial’».