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El zapador

La decisiva llegada del rey de Navarra para luchar en las Navas de Tolosa

La providencial ayuda de Sancho VII el Fuerte iluminó a todos los cruzados

La decisiva llegada del rey de Navarra para luchar en las Navas de Tolosa

Imagen generada por IA.

Un 16 de julio del año 1212, un gran ejército cristiano encabezado por el rey de Castilla Alfonso VIII se enfrentaba a un ejército musulmán comandado por el Miramamolín almohade Muhámmad al-Nasir, superior en número, en una batalla campal antológica en las faldas de Sierra Morena. Aquel choque entre dos mundos antagónicos en la España del periodo de la Reconquista acabaría conociéndose como la Batalla de las Navas de Tolosa. Esta batalla tiene varios componentes especiales que la hacen única en el contexto hispánico medieval. Puede que el más importante sea la gran movilización de recursos bélicos en un mundo en el que las batallas campales eran una excepción, y la guerra se hacía a través de rápidas incursiones de saqueo y largos asedios a castillos y ciudades amuralladas.

La orden de Calatrava estaba hundida tras la batalla de Alarcos (1195) y tuvieron que establecer su base en Zorita de los Canes (Guadalajara). Pero en 1198 tras la traición de un musulmán, conquistan el castillo de Salvatierra, quedando éste como «castillo de salvación», como una ínsula dentro de territorio sarraceno. De ahí el cambio del nombre. La Orden de Calatrava pasó a llamarse Orden de Salvatierra. Pero aquello cambió en el aciago año de 1211 cuando los almohades atacaron y conquistaron el castillo de Salvatierra. La guerra estaba servida.

La destrucción de Salvatierra, fortaleza en suelo almohade perteneciente a la Orden de Calatrava (ahora de Salvatierra), causó gran dolor en Castilla y en el resto de la cristiandad, y sirvió —en palabras del experto García Fitz— de «catalizador emocional». Se solicitó ayuda a la Santa Sede. El arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada viajó a Roma y consiguió del papa Inocencio III la ansiada bula de Cruzada contra los infieles, exhortando a los arzobispos y obispos de Francia y de Provenza a recabar apoyos, consiguiendo movilizar a un nutrido grupo de caballeros y peones que obtendrían con ello indulgencias plenarias. El mismo Jiménez de Rada estuvo predicando la Santa Cruzada por Italia, Alemania y Francia, antes de regresar a España. Las cartas apostólicas también ordenaban a los reyes cristianos peninsulares a preservar las paces mientras durase la guerra, so pena de excomunión y los animaba a aportar contingentes a la empresa castellana. 

Aquello no fue inconveniente para Pedro II de Aragón —primo y amigo personal del rey Alfonso VIII—, con el que se entrevistó en Cuenca comprometiéndose bajo juramento a reunirse en Toledo al octavo día de la siguiente fiesta de Pentecostés. El rey portugués, enfrascado en una pelea territorial con sus hermanas, no se personaría, pero sí hubo participación portuguesa. El arzobispo de Toledo Jiménez de Rada, fuente bien informada y participante en la propia batalla, habla de «muchos caballeros» y de «una ingente multitud de infantes». Gran parte de la información de la batalla se la debemos a su crónica De rebus Hispaniae, escrita en latín. Quedaba por saber si se presentarían los reyes de León y Navarra. Alfonso IX de León no se desentendió del asunto, pero solicitó algunas contrapartidas como la devolución de algunos castillos. Alfonso VIII ocupado en los preparativos no dio respuesta.

Mientras tanto, a Toledo fueron llegando fuerzas procedentes del reino leonés, pero su monarca no acudió, pues tenía en mente desobedecer al Papa y atacar tierras castellanas jugándose la excomunión. Quedaba por saber qué haría el rey Sancho VII de Navarra. En un principio nadie esperaba demasiado su presencia. Lo normal es que no tuviese demasiadas ganas de acudir, después de todo, Castilla le había arrebatado parte de su territorio pocos años antes. Aun así, el arzobispo de Narbona de camino hacia Toledo le intentó convencer. 

El Miramamolín no era ajeno a los preparativos y empezó a preparar el eventual envite. Entre febrero y primeros de junio de 1212 se fueron presentando en Toledo decenas de miles de cruzados con sus estandartes venidos de toda Europa, una masa enardecida y difícil de gobernar sedienta de sangre, redención y gloria eterna. El cronista Juan de Soria afirmó que «nunca tantas y tales armas se habían visto en España». Toledo debió de parecerles una ciudad un tanto impía. Demasiados judíos y musulmanes, amén de una sociedad cristiana islamizada que les debió causar gran extrañeza. No tardarían en dirigir su ira contra los arrabales judíos. Las crónicas esquivan hablar de este asunto, pero sí comentan el esfuerzo logístico y económico que supuso alojar y dar de comer a tantas personas. Antes de abandonar Toledo para dirigirse al campo de batalla Alfonso VIII arengó a los combatientes hispanos: «Amigos, todos nosotros somos españoles. Los moros entraron en nuestra tierra por la fuerza y nos la han conquistado, y fueron muy pocos cristianos a los que no se desarraigó y expulsó de ella».

En la octava de Pentecostés (20 de mayo) tal y como había prometido llegó a Toledo el rey Pedro II de Aragón. El 20 de junio la expedición cristiana partió rumbo al sur. Tres días más tarde la vanguardia del ejército cruzado, ansiosa por entrar en combate, tomó por asalto el castillo de Malagón pasando a cuchillo a toda su guarnición. Una semana más tarde, tras cruzar el Guadiana capitulaba la siguiente fortaleza: la de Calatrava (La vieja). Esta vez Alfonso VIII había pactado con la guarnición musulmana la entrega del castillo a cambio de no causar una degollina. Los cruzados de ultrapuertos —así se les conocía a los europeos que atravesaron los Pirineos—, comenzaron a desertar en masa. Entre las causas podemos aducir el insoportable calor, la insuficiencia de víveres y el escaso botín. Con ello el ejército cristiano perdería la ventaja numérica. La defección debió ser descomunal. Las fuentes cercanas a la batalla hablan de 10.000 caballeros ultramontanos y 100.000 peones congregados en Toledo (seguramente cifras abultadas) de los que quedaron 130 caballeros con sus correspondientes peones.

Es fácil de imaginar que en ese preciso instante la moral debió flaquear en la hueste cristiana, generándose toda clase de dudas y temores, tanto como para arruinar todo el plan del rey castellano. La hueste cristiana se dividió y se dedicó a asaltar castillos. Al-Nasir estaba preparado para un eventual lance, pero no tenía ninguna prisa. Su estrategia pasaba porque el ejército cristiano se desgastase y se entretuviese lo máximo posible. Y hasta entonces le había funcionado bien. Algunos informantes avisaron a al-Nasir de la huida de los ultramontanos. Buenas noticias para el califa que redobló la presión e hizo avanzar a su esquivo ejército desde Jaén hasta Baeza. Luego dio orden de cortar el paso a los cristianos en algún lugar estrecho del Parque de Despeñaperros —camino natural para cruzar Sierra Morena—, controlando las cimas de algunos cerros.

«Soli Hispani» (solo españoles). Con estas palabras Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, quiso recalcar el casi exclusivo protagonismo ibérico en la victoria cruzada de Las Navas de Tolosa. De los pocos caballeros de ultrapuertos que permanecieron sabemos por las crónicas que eran de origen hispano, como Teobaldo de Blazón y el arzobispo de Narbona. Este último era el que había intentado convencer a Sancho VII de Navarra —apodado El Fuerte— de acudir a la batalla; y la sorpresa debió ser monumental, porque justo en este momento delicado, cuando la moral cristiana estaba por los suelos, es cuando apareció in extremis el monarca navarro, un gigantón de más de dos metros de altura acompañado por 200 de sus mejores caballeros (y probablemente también numerosos peones).

La historia contrafactual siempre es atrevida pero no sería descabellado afirmar que si el rey Sancho VII no hubiese acudido, la batalla (una de las batallas más importantes de la Edad Media) nunca se habría librado. Aunque las crónicas sean algo parcas, el momento de su llegada debió ser emocionante. Se podría hacer una similitud —salvando las distancias— a un instante de El Señor de los Anillos, cuando está a punto de perderse la batalla del Abismo de Helm y en el último momento se presenta Gandalf con los Rohirrim para desatascar la contienda. 

Una traducción en castellano antiguo de la historia de los hechos de España de Jiménez de Rada dice así: «E después que se tornaron los de fuera de España, é tiraron de sí la cruz de Jesucristo en el tiempo de la priesa, solos los de España [soli hispani], con aquellos ciento y treinta caballeros, é pocos homes de á pie de fuera de España comenzaron ir su camino contra los moros, fiando en el nombre de Jesucristo. E primero llegaron á Alarcos, é pusieron allí su real, é combatieron el castillo, é ganaron los otros castillos de enderredor, Caracuel, é Almodóvar, é otros. E estándonos allí, llegó el Rey don Sancho de Navarra. E como quier que en el comienzo dijera que no vernia, pero cuando vino el tiempo del menester, no se quiso alongar de haber parte en el trabajo, é en la honra».

La providencial llegada del rey de Navarra ayudó a que las desperdigadas tropas —que en esos días se habían dedicado al asalto de distintos castillos— se cohesionaran, iluminando el camino a seguir: el foco era vencer a los almohades en una gran batalla campal. La marcha de los cristianos continuó, y para levantar la moral tras la defección de los cruzados ultramontanos al llegar al Castillo de Salvatierra se hizo un alarde general animando a los combatientes y comprobando el estado de las tropas —esta vez se optó por no tomarlo para no perder tiempo y malgastar efectivos, prueba de que se quiso centrar el tiro—. Se habían perdido muchos cruzados para la causa, pero el ejército cristiano seguía siendo numeroso tras la llegada de los navarros, lo suficiente como para plantar cara a los almohades. Los caballeros hispanos con los tres monarcas al frente y el señor de Vizcaya don Diego López de Haro, que junto al rey Alfonso comandaba el grueso de la tropa castellana, se volvieron a poner en marcha camino del Puerto del Muradal. El resto es historia.

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