THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Primeros pasos de una perra (Parte II)

«Cuando Saúl se me reveló con una sonrisa ante los ojos, se convirtió en Saúl, y yo no pude más que saber ser su perra»

Primeros pasos de una perra (Parte II)

Pareja tomando vino en un bar. | Wikimedia Commons

Cuando él aún no era Saúl ni yo su perra, estaba amargada y me agarrada a un salvavidas con forma de pene erecto para quedarme a flote. En la cantidad residía mi valor; en la turgencia de esa carne hinchada mantenida en el tiempo, mi único interés. Me buscaba la mirada en el espejo del baño sin obtener respuesta; reflectaba curvas, maquillaje barato y ademanes de seducción occidental. Me reconocía en la mirada hambrienta de ojos desconocidos y los buscaba en la baraja de cartas que resultaba cada aplicación de citas que comenzaba a adueñarse de los encuentros de la ciudad. Ojos vacíos de historias compartidas que me devolvieran la idea de un nuevo yo amnésico, de futuro desganado, desde el que poder pisar cada día este mundo vaciado de nombre propio. 

Cuando él aún no era Saúl ni yo su perra, follamos y me aburrí. Por eso no volvimos a follar más cuando en el siguiente café se llegó a los vinos ni cuando a la salida del cine, la disputa sobre el desacierto del director o no, nos lanzó a un plato de gambas y una ración de lacón. Tampoco volvimos a follar cuando le hablé de aquello que rasgaba mi pecho y entrañas con ardor. Aquello desde lo que mis bragas habían perdido el elástico que las sujetaba firmes y que había dibujado un enfado vital tan profundo que me hacía deambular sin rumbo, como una veleta. No follamos después de sus chistes tontos ni de la llamada de su ex que le revolvió el día. Por eso, un día, en el cuarto vino que nos soltó la risa en demasía se aflojaron las miradas. Sin previo aviso, una lamida de vaca famélica me cruzó el rostro. Silencio. «¿Cenamos algo en mi casa? Así no puedes conducir». Saúl aceptó. 

«Cuando él aún no era Saúl ni yo su perra, follamos y me aburrí»

Inspirada por el aplauso con el que solía Saúl halagar mis comidas, cociné ya bien entrada la noche. Engullimos y masticamos en silencio. Es después de esa pasta improvisada y tardía cuando Saúl y yo -cuando él aún no era Saúl ni yo su perra–  volvimos a follar. Cuando fui a coger el vaso de agua que me ayudara a tragar el último bocado, apartó la mesa de centro del salón empujándola con uno de sus pies desmedidos y perdí el alcance. «¡Tengo sed!» Abrió la boca y sacó la lengua y yo supe que no podía más que acercarme a lamerla y beber de él las gotas de agua que limpiaban la cena de sus papilas. Agarró con una de sus manos desmedidas el vaso y le dio un nuevo trago. Lo retuvo en la boca y me acerqué. Saúl presionó los carrillos y la introdujo como un embudo dentro de mí. «No derrames ni una gota»;  asentí enmudecida ésta y las que vinieron detrás. Después, agarró mi cuello con firmeza y miró de cerca cada uno de mis rasgos faciales, como si una presbicia repentina se le hubiera instalado en los ojos. Apretó, y las venas del cuello se me engrosaron. La suya de la frente también dobló su tamaño. Sus ojos brillaban más allá de las copas de vino. Le vi. Por primera vez vi a Saúl. Era él, un cualquiera más alguien que la primera vez. Un quién más cualquiera de lo que sería tiempo después. Se presentó ante mis pupilas con una profundidad inabarcable, con una opacidad traslúcida que me lanzó a un él eternamente incompleto sobre el que, por primera vez, me arrodillé.  Esta vez no fingí sensaciones, y no, tampoco me aburrí. 

Cuando Saúl se me reveló con una sonrisa diferente ante los ojos, se convirtió en Saúl y , inevitablemente, yo no pude más que saber ser su perra. 

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