THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Primeros pasos de una perra (Parte I)

«Saúl, con lujuria y violencia consentida plantó una semilla con dos dedos secos, muy dentro de mi ano hasta el corazón»

Primeros pasos de una perra (Parte I)

Mujer en un balcón. | Wikimedia Commons

Los primeros pasos que di como perra fueron guiados por el alcohol. Nos paramos Saúl y yo – cuando él aún no era Saúl ni yo su perra – a despedirnos de un día de paseos, risas y sol con una copa de vino como broche final. Ese hombre me divertía pero me había aburrido soberanamente en la cama la primera noche que compartimos de pasión. ¿Fingí? Ni lo recuerdo. Probablemente. En lo impersonal que tiene cualquier habitación de hotel, por muy cara que sea, yo no suelo ponerme del todo cachonda. Frenar los besos locos en la puerta de un pub de Malasaña para dar paso a la búsqueda del hotel ya me distanció de las sensaciones y al llegar a la habitación pulcra y aséptica de biografías no tuve más que seguir el patrón: un puñado de besos apasionados; un rato de forcejeo guerrero para ver cuál de los dos montaba al otro; el primer tacto de los torsos… Más adelante comienzan las entregas: besos genitales sentenciados de «así no» enmudecidos y los límites falseados con «ya, ya, ya»  mentirosos, llenos de juicios externos que ni aportan ni enriquecen pero se sientan en la silla a opinar. Me aburrí. Me aburrí mucho y ahora que mascullo cada paso de aquella noche, sí, definitivamente fingí. «Qué pena, me caía bien», pensaba aspirando esta idea en cada calada. Un gesto, un solo gesto dibujó  una interrogación sobre el recuerdo de esa noche. 

Hubo un gesto, indicios de un Saúl escondido, que me hizo sentir cosquillas en el estómago a lo largo del día después. Tengo por costumbre repasar los encuentros paso a paso, paladeando las imágenes en un segundo visionado de la situación, por si en el allí y entonces se me hubiera escapado algo. Por si el recuerdo de lo nuevo por novedoso me adereza con jugos inéditos la paja de la siesta. Y sí que se me escapó. Se me escapó el recuerdo de dos dedos gruesos, rudos, secos que empujaron mi culo con ahínco más que con violencia, hasta entrar a la voz de «¿a ver cómo tienes el culo?», así como si fuera un animal en venta. Me dolió o más bien, me dejó irritada y reseca. Sí, y me dolió, me dolió también. No me dio gusto, es más, me quité y le pedí que parara y ahora ese recuerdo me conmovía el culo, el coño y las vísceras. Mariposas, las llaman.  Yo las siento más como parásitos que anidan para no irse e iniciar un proceso de simbiosis que aún estaba por llegar. Como una tenia que te infecta el cerebro de larvas que se nutrirán de tus deseos más pecaminosos. Lujuria y violencia consentida, la semilla que Saúl empujó con dos dedos secos lejos, muy dentro de mi ano hasta el corazón.

Antes de Saúl era yo la que lanzaba correas al viento. Descreída del amor y enfadada con todo aquello que me recordara la vida en pareja, me empeñé en demostrarme que las lealtades eróticas eran falsas monedas con las que comprar compañía. Mi actitud dominante me encaramaba al balcón sosteniendo miradas y derrochando un odio erotizado que confirmara mi herida, aún sangrante. 

Observaba desde mi balcón, con una lata de cerveza  y un cigarro de alquitrán, el deambular consumista de las parejas a media tarde; el silencio de los cafés escoltados por móviles o tablets; la llegada del primer hijo. Miraba a las parejas arrastrar el carro, con toda la atención sobre un minúsculo ser vivo de apenas unos meses de sangre caliente. Ellas se paran en cada escaparate; entran en la tienda delante de mi balcón; elijen muebles y hablan sin parar mientras ellos asienten y me miran de reojo. Este es mi paisaje: un pequeño bebé concebido como premio, como paso de etapa, tal y como si fuera una nueva pantalla de un juego de la play. Yo miro a su padre desde la altura de un primero y siento como de reojo me baja las bragas. Están gordos de cansancio y  blancos de desidia. Leo en sus caras el extremo cansancio y la gran pregunta «¿Esto es tener un hijo? ¿Esto?» . Les aterroriza pensarlo, lo veo, pero ¿no hay detrás de toda expectativa un grado de desilusión? Me río desde mi torre de cristal. «¿Y ahora, qué?» Se la cascan a escondidas y ellas se duchan con Christian Gray. Yo les mantengo la mirada desde mi castillo impenetrable; quizás una mini erección ocultada en un embustero picor de entrepierna le venga bien. Con ella aún no puedo jugar. Tendrán que pasar unos meses, bastantes, para que siquiera note la lascivia en mis ojos; hormonas con hache de hastío. 

Les veía falsos, equivocados, les follaba la mirada y justificaba con ello mi enorme decepción con Eros, cabrón. Estaba amargada y agarrada a un salvavidas para quedarme a flote. Hasta que Saúl, con lujuria y violencia consentida plantó una semilla con dos dedos secos lejos, muy dentro de mi ano hasta el corazón.

Continuará… 

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