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Mi yo salvaje

Geografía de los sentidos

«Desconocedores de los pormenores que le llevan al otro, disfrutan del gusto de descubrirse amados»

Geografía de los sentidos

Cuerpo tatuado. | Wikimedia Commons

Es su cuerpo jardín de paseos vespertinos donde reposar los sentidos a cada paso. Reposa Amanda la vista a lo ancho y largo del paisaje que se le presenta ante sus ojos. Los entrecierra unas veces para difuminar las líneas y emborronar sus colores; parpadea fuerte otras para calibrar la precisión sobre lo observado. Saúl descansa inmóvil, en una duermevela desde la que se entrega al gusto dócil de los objetos inanimados; a la presunción de un bienestar, de una falta de peligro que alimenta la domesticidad de un animal fiero. Amanda avista desde lejos la geografía de sus formas: la montaña de su vientre; el valle de sus ingles; la meseta de su pecho; la llanura de su frente… 

Acerca Amanda la oreja a sus labios para percibir la nota exacta del aire exhalado. La desplaza despacio a ras de piel como un detector de metales hasta que tropieza con sus latidos. Saúl late en un pentagrama de notas sincopadas. Amanda lo oye tratando de adivinar un compás completo, una tarea infructífera que casi le atonta la energía curiosa de este paseo. Se incorpora para advertir el inflar y desinflar de su pecho; buscar el pulso visible en alguna de sus venas; pensar qué área conocida se le presenta como una nueva en la minuciosa tarea de trazar el mapa de sus sentidos sobre él. Se despeja así de la nana de sístoles y diástoles que la azoraba hacia el sueño. 

Saúl ha roto el silencio de sus extremidades y con un pequeño giro de cadera, ha deslizado un brazo sobre el otro y también una pierna sobre la otra hasta quedar de lado. Amanda, acerca la mano hasta su espalda, donde el vello se le arremolina como tallos de hiedra que le trepan por su robusta explanada. La espalda de Saúl es inabarcable para los brazos de Amanda, que se contenta con un sentirse sujetada por los de él cuando intenta expresarle desde el abrazo cuánto quiere sostenerlo en el tiempo. Le viene el recuerdo de esta inmensidad mientras descubre con sus dedos las zonas vacías de este forraje, las más abundantes aunque Saúl se queje de su condición lanuda.  

Desde ahí atrás acerca la nariz a su cuello. Es ahí donde Amanda sitúa el principio de su estar juntos. Le huele el cuello como tantas otras veces y en todas ellas una imagen, la primera; un adiós con el roce de siempre en el que su olor se le coló hasta las entrañas por sostener el abrazo unos segundos de más. Aún sigue reaccionando Amanda al acantilado que resulta el cuello para su hombro; a la mezcla de aromas que su piel y su pelo emanan coordinando el hechizo que la atrapa en su red. Saúl aprecia los gestos de Amanda mientras parece que se entrega al sueño; mientras ignora las ideas que estimulan su epitelio. Desconocedores de los pormenores que le llevan al otro, disfrutan del gusto de descubrirse amados. 

Se gira Saúl. Sobre su gesto durmiente desnudo de expresiones, la apertura de sus ojos alumbra un desvío en los haceres de Amanda. «Hola», le dice a lo que Amanda responde con una sonrisa infantil de esas de cuando somos pillados en el ajo. Saúl abre la boca y despliega su lengua como un camaleón. Amanda se la engulle con los labios cerrados, como si su boca fuera el centro de un tornado. Le absorbe el largo, ancho y fondo, la textura, la densidad, los matices del color; engulle el brillo de su saliva; acaricia sus dientes como estalactitas; explora los límites geológicos de sus papilas, encías y paladar… Saúl solo cree que se están besando. Amanda culmina así su paseo cartográfico de los rincones que hacen de él, a él. 

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