(Sobre)interpretar el cine
«A cada uno le corresponde elegir —o descubrir andando el tiempo— qué tipo de espectador quiere ser, así como cuánto quiere profundizar en su afición al cine o cómo desea hacerlo»
Es probable que el lector de este blog sepa que he publicado un libro dedicado a Vertigo, la película de Alfred Hitchcock. Se titula Ficción fatal y está publicado en la editorial Taurus, que en su momento también llevó a las librerías españolas el volumen —Vértigo y pasión— que el filósofo Eugenio Trías —quien se había ocupado ya del film en uno de los capítulos de Lo bello y lo siniestro— quiso dedicarle. Desde que salió el libro, permanezco atento a su recepción entre lectores y prescriptores, al tiempo que estimulo allí donde puedo la discusión en torno a la película; esto último es, seguramente, el mayor servicio que mi monografía puede prestar. Mi impresión es que Vertigo sigue teniendo un número considerable de entusiastas; el amor por ella no se limita a los especialistas, como ya pude comprobar hace unos años al asistir a una proyección organizada en Madrid con música orquestal en directo. Y por cierto, Paul Schrader contaba hace poco en Facebook que había asistido a ese mismo programa, solo que en Nueva York y con la sinfónica de la ciudad al mando. Vertigo, en definitiva, goza de buena salud. Pero, ¿cómo hablamos de ella? ¿Y cómo deberíamos hablar? Lo que vale para Vertigo, claro, vale para otras obras de similar estatura.
Me hago la pregunta al hilo de lo que se dijo sobre este asunto en el conocido programa de radio La Cultureta, donde, so pretexto de la aparición de Ficción fatal, se habló largo y tendido de Vertigo. Alguno de sus participantes se refirió a la abrumadora cantidad de literatura generada por Hitchcock y por Vertigo, de la que cualquier lector interesado encontrará debida muestra en la bibliografía de mi propio libro: cientos, si no miles, de ensayos, libros académicos, artículos de prensa y artículos académicos. Verdaderamente, puede llenarse una biblioteca con las páginas que se han dedicado al director británico. De ahí que uno de los tertulianos del programa considerase que Hitchcock está «resobado» y, espantado ante los títulos más pretenciosos de los libros a él dedicados, hablase primero de una «sobreinterpretación casi religiosa» y luego de una «sobreinterpretación enloquecida» de Vertigo. Ignoro si mi propio libro ha de ser incluido dentro de esa categoría, pero si allí lo hubieran leído habrían descubierto que yo mismo cito el reproche que Peter Conrad dirige a los intérpretes más abstrusos de la película:
«Me pregunto si alguno de esos metódicos ejecutores, que valoran Vertigo en la medida en que les permite ‘ensayar un complejo conjunto de teorías’, se ha parado a pensar en su delirante belleza o en su dolorosa tristeza. Supongo que no. (…) Por suerte para Hitchcock, en el mundo hay más amantes del cine que profesores pseudocientíficos de Estudios Fílmicos».
Pero tampoco este legítimo desahogo permite resolver el debate, porque si uno se limita a decir de una película que es «dolorosamente triste» o «de una belleza delirante» tampoco llega demasiado lejos. Quienes reparten superlativos —magistral, poético, descomunal— sin aclarar las razones por las que una película los merece o deja de merecerlos sufren del mismo mal. Y eso nada tiene que ver con el público que pueda tener cada una de esas formas de recepción: hay académicas especializadas en teoría fílmica de orientación feminista que leen a las colegas con las que forman una comunidad especializada, como hay especialistas en Hitchcock que no pertenecen a ninguna escuela analítica, oyentes de podcasts de cine clásico, lectores de la crítica cinematográfica que se hace en los periódicos y las radios generalistas, así como hay quienes se suscriben a revistas mensuales o leen blogs amateurs como este. De lo que se trata es de dilucidar si podemos hablar de una «sobreinterpretación enloquecida» y si, en consecuencia, hay modalidades de recepción que harían mejor en desaparecer porque no hacen más que estorbar.
Cuando alguien dice que Hitchcock o Vertigo están «resobados», quiere decir que se ha hablado ya mucho de ambos; o, mejor dicho, que se ha hablado demasiado: quien así se expresa no tiene paciencia o interés para interpretaciones suplementarias. Es un sentimiento legítimo, aunque difícilmente universalizable; si se sigue hablando de Hitchcock y de Vertigo, por algo será. La solución más obvia para quien se ha cansado es mantenerse al margen; si se anima, puede explicar por qué es una mala idea seguir prestando atención a una obra concreta o por qué unas formas de recepción son inferiores a otras e, incluso, condenables.
«Sobreinterpreta quien interpreta de más; se dicen cosas que la obra no dice»
Desde luego, es más raro leer que Shakespeare o Picasso o Joyce están «resobados», aunque hay gente para todo y puede argüirse que dedicar tiempo a los grandes autores del pasado va en detrimento del descubrimiento de los autores —o autoras— que hemos olvidado de manera injusta. Y bien pudiera ser el caso, aunque seguramente hay páginas para todos. Claro que ni siquiera de ahí puede deducirse que Shakespeare, Picasso o Joyce están agotados para el intérprete; máxime cuando, como nos recordaba el Pierre Menard de Borges, cada nuevo contexto histórico supone una modificación de la obra interpretada por haber cambiado el sujeto —digamos colectivo— que la interpreta.
Asunto distinto es que Hitchcock o Vertigo se consideren carentes de la potencia estética o la densidad semántica necesarias para alimentar el trabajo continuado de sus intérpretes. En ese caso, sobreinterpreta quien interpreta de más; se dicen cosas que la obra no dice o el propio intérprete las pone ahí: como la prueba falsa que coloca el policía corrupto en la escena del crimen. Como es sabido, la escuela posmoderna hizo escuela con este tipo de recepción crítica: el objeto de análisis se convierte en una excusa para hablar de la época o la cultura, proyectándose sobre ella modelos filosóficos o proyectos ideológicos. Algo de eso hay en las modalidades de comentario fílmico que parten de una premisa teórica o política: si el cine tiene que servir a la lucha de clases o al desvelamiento de las estructuras del patriarcado o explorar la trayectoria edípica de los personajes, el resultado del análisis será forzosamente parcial y su interés será también limitado.
A su vez, esto puede hacerse bien y puede hacerse mal; tanto el posmoderno como la feminista pueden brillar o fracasar. Por poner un ejemplo, el estudio de los estereotipos femeninos en el cine de Hollywood puede ser deslumbrante igual que puede ser mediocre. Y con todo, en ambos casos será un tipo de crítica lateral que obedece menos al comentario del cine como medio artístico que a la manera en que el cine como práctica artística recoge —o bien potencia o reformula— los elementos de la cultura de la que forma parte. Análogamente, el cine negro puede servir para el análisis del urbanismo estadounidense o vincularse a la ansiedad posbélica de toda una sociedad; en supuestos así, las limitaciones expresivas de las películas individualmente consideradas —la serie B— pueden trascenderse mediante la formulación de una tesis general que cada obra ilustrará a su manera. Los resultados pueden ser tan cautivadores como una biografía de Lubitsch o un libro de entrevistas con Buñuel: todo depende de la curiosidad del lector y de la variedad de registros que quiera —o sepa— manejar. Tal como dice David Thomson en How to Watch a Movie, no se trata solo de divertirse viendo películas, sino también de mirar a la pantalla con la suficiente atención.
Que la cantidad de literatura publicada sobre Vertigo pueda ser abrumadora y que no falten los autores que se aproximan a la película desde ángulos imprevistos o delirantes, responde en último término a una razón principalísima: la película es de una gran riqueza formal y semántica. O sea, hay mucho que decir sobre ella. Por eso se produce un efecto acumulativo: como la película tiene tal potencia artística y cultural, ha adquirido un valor representativo que estimula la aparición de nuevos trabajos sobre ella. Y se programa con cierta regularidad, está en las grandes listas de las mejores películas de la historia y se incluye en los syllabus de las universidades: incluso quien detesta a Hitchcock o desea tirarlo del pedestal hará bien en intentar acabar con Vertigo. Su ambigüedad ayuda; pocas películas retienen sus significados con más eficacia. No es la única obra cinematográfica de la que podría hablarse largo y tendido, ni es la única de la que se habla largo y tendido. ¿Y cuándo acabará esa conversación? La respuesta es sencilla: cuando no quede nada por decir o nadie quiera decir nada más. Lo mismo pasa con Beethoven o Proust; quizá llegue el día en que no interesen a casi nadie. De momento, su obra es tan poderosa que seguimos encontrando materia de conversación.
«Hitchcock, Hawks, Ford o Ray se dirigían al gran público; solo con el tiempo llegó a aceptarse la idea de que eran artistas»
Nótese que hablamos de una película de vocación mayoritaria, como lo fueron todas las de Hitchcock y sus colegas del Hollywood clásico. En ellas, la trama es inteligible de manera inmediata para cualquier espectador; son los significados menos evidentes —dejamos ahora al margen el análisis de la forma cinematográfica— los que requieren una elucidación adicional. La singularidad de este cine radica en que se dirige a todos y, sin embargo, serán pocos los que se paren a pensar sobre los aspectos visuales de la película o el conflicto moral que sufren sus personajes; de ahí que pueda tenerse la impresión de que el comentarista va demasiado lejos cuando se pone a hablar o a escribir. Eso no sucede con La Chinoise, de Jean-Luc Godard, como hacía notar Pauline Kael allá por 1968: Godard presupone que el espectador está familiarizado con las alusiones y referencias que abundan en la película y por tanto asume una vocación minoritaria. En otras palabras, Godard da por supuesto que quien se interesa por una película suya conoce el marco intelectual en el que se desenvuelve su obra. Hitchcock, Hawks, Ford o Ray se dirigían al gran público; solo con el tiempo llegó a aceptarse la idea de que eran artistas que operaban bajo las constricciones de la industria hollywoodense y tenían mucho más que decir de lo que sugería una lectura superficial de su trabajo.
Por lo demás, será cada espectador quien decida cuál es el registro interpretativo que mejor se acomode a su talante o capacidad: habrá quien no pase del periódico o la radio; algunos buscarán los análisis formalistas de David Bordwell o González Requena. ¡También hay quien disfruta de la música de Bob Dylan sin asistir a los congresos que se celebran anualmente sobre ella! En sentido propio, podremos hablar de sobreinterpretación cuando hagamos decir a la obra cosas que no están en ella, forzando el «texto» literario o fílmico con objeto de imponer una lectura culturalista o ideológica. Porque no creo que de Hitchcock —o Hawks o Welles o Rossellini o Ford— pueda decirse que bastaría con disfrutarlo como mero entretenimiento, dejando las lecturas «complicadas» para obras de arte más serias. Tanto Hitchcock como Vertigo, por el contrario, admiten un análisis sofisticado; y aunque lo reclaman, ciertamente no lo exigen. ¿Se puede disfrutar Vertigo sin conocer a Poe o Hoffmannn? Por supuesto que sí. ¿Resulta enriquecedor conocer los antecedentes e influencias de Vertigo, saber de las circunstancias que rodearon su producción, discutir sobre la moralidad de sus personajes o elucidar las enseñanzas filosóficas que podrían deducirse de la misma? No creo que haga daño a nadie.
Tomemos el caso del filósofo norteamericano Robert Pippin, que ha publicado varias monografías sobre películas o directores nada minoritarios dentro del canon fílmico —Ford, Hawks, Sirk— y ha explicado con cuidado de qué manera procede con ellos. En la introducción a The Philosophical Hitchcock, donde Pippin lee Vertigo como una película que trata sobre la imposibilidad de conocer lo que los demás quieren o piensan, el filósofo norteamericano aclara que prestar una atención estética —o autoconsciente— a una película no impide su disfrute y defiende que un film puede entenderse como «una forma de pensamiento». Al fin y al cabo, dice, una narración ficcional puede cumplir muchas funciones distintas; de algunas películas puede decirse que contribuyen a iluminar aspectos distintivos de la conducta humana. La cuestión es que esa perspectiva no excluye a las demás y que «la clave está en la calidad de las lecturas que resultan de mirar una película de una forma y no de otra, lecturas que permanecen en estrecho contacto con las películas de las que se ocupan». El desafío para Pippin consiste en demostrar que hay narraciones particulares que poseen una significación general que merece ser explorada.
¿Quién puede decir que lo que hace Pippin es «sobreinterpretar» una obra o conjunto de obras? ¿Es demasiado intelectual? ¿Aburre al lector? De nuevo, depende: Pippin tiene sus lectores, cuyo número será menor que el de quienes escuchan la radio generalista. Esa menor popularidad no invalida su trabajo; como él mismo dice, cualquier recepción crítica habrá de ser valorada en sus propios términos en función de la calidad de su contribución y de acuerdo con los estándares vigentes. A cada uno le corresponde elegir —o descubrir andando el tiempo— qué tipo de espectador quiere ser, así como cuánto quiere profundizar en su afición al cine o cómo desea hacerlo. Hay que suponer que nadie elegirá un camino que no le procure satisfacción: igual que no se aburre el lector de Hegel, por mucho que nosotros no leamos a Hegel, tampoco lo hará quien se solace en las «sobreinterpretaciones enloquecidas» de Vertigo o cualquier obra de arte —cinematográfica, literaria, musical, pictórica— capaz de despertar un apasionado interés. Si el intérprete está o no enloquecido, como Don Quijote con los libros de caballerías, habrá que verlo en cada caso. Bendita locura, en cualquier caso.