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Cultura

La vida secreta de Montero Glez

Navona Editorial publica la última novela del autor madrileño, en la que es difícil distinguir la realidad de la ficción

La vida secreta de Montero Glez

Retrato de Roberto Bolaño perteneciente a la portada de la nueva novela de Montero Glez. | Navona Editorial

Montero gasta apellido de terrateniente. De todoterreno. Y resulta ser una singular mezcla de las dos cosas. Es templado y educado como un cacique. Habla suave, aunque sus palabras se erigen amenazadoras. El nombre de su última novela, La vida secreta de Roberto Bolaño (Navona Editorial), iba a tener un título diferente. Se iba a llamar Roberto Bolaño, autor de El Quijote. Una carta de presentación regulera. Casi tanto como el título por el que se decantó. Porque si bien Bolaño es el autor de raza en el que Montero se refleja en la última parte de la novela, como una china en el zapato de los selectos y exclusivos cielos del arte, la obra acaricia muchas más cabelleras.

El librito tiene un sabor reconocible para quienes hemos leído a Glez. Su escritura se clava como un incómodo pinchazo, aunque no doloroso al aterrizar, que se extiende y hunde y abre paso y hurga hasta lamer el hueso, casi, sin que te des cuenta. Como si la mella fuese sólo una intuición. El mordisco se recuerda más de lo que se vive al momento de recibirlo. Igual que un olor.

Montero despacha frases que se te quedan, como: «Los maniquíes me sonreían tras los escaparates de la noche, y yo sentía cada instante la necesidad imperiosa de labrarme un pasado» o «Fue dejar París y venir a morirse a Madrid a finales de un verano triste; tan triste que a él le hacía reír por dentro». No me costaría creer que se trata de pequeños poemas recopilados en una colección.

Otra de las marcas de la casa es la ambivalencia entre realidad y ficción. Un paralelismo que siembra la duda en el lector, como lo podría hacer El mal de Montano de Vila-Matas, quien aparece en la novela en tanto que personaje retratado por Miquel Barceló, y se especula con que la paternidad del catalán pertenezca a Ernest Hemingway. También me recuerda a Adaptation. El ladrón de orquídeas, de Charlie Kaufman… O a la película La vida secreta de Walter Mitty, que igualmente mezcla realidad y fantasía, pero que, realmente, sólo me retrotrae a lo de Glez por el título. 

Confirmo las palabras que dijo el propio Montero sobre su literatura en la presentación que realizó de la obra en la librería La Mistral, de Madrid, acompañado de una siempre embrujadora Emma Suarez, que leyó la obra tornándola mejor de lo que es: «Yo vendo lo que escribo, no escribo lo que vende». Desde luego, en persona, no parece un tipo polémico. Más bien alguien de vuelta de todo. Un chamán de costa y marinero, al que le gustaba llevar la camisa desabrochada hasta el bajo del esternón, fumar ducados y arrancarse con seguiriyas, durante varias noches sin interrupción. Pero ahora, a un chinazo de la sesentena, se ha bajado del mulo.

Un universo particular

Afirma con rotundidad no mitologizar ciudades, pero no conoce pocas, y eso se huele en La vida secreta de Roberto Bolaño. Las descripciones, antes resbalando a lo crepuscular que a lo soleado, se suceden previas de las muchas escenas superpuestas, e indexadas a su personas, de la novela. Ahí es cuando su prosa se impone como una caída, aunque parece un vuelo. Tajante, opaca y placentera en la dilatada subtrama metafórica de las frases.

Algo de Paul Auster se destila. Pero no su estética, más bien la ética de su literatura, milimétricamente porosa hacia una catacumba que se extiende bajo toda la ciudad, por el particular universo alumbrado por la obra. La corriente que no se ve es la que late. Como esa ciencia que descubre un mundo invisible, como el de la física cuántica, de la que Montero gusta de escribir en medios de comunicación. Porque, como escribe en La vida secreta de Roberto Bolaño: «A los significados elementales de las palabras les ocurre lo mismo que a las partículas. Porque al final, dichos significados elementales no son tan elementales como en un principio aparentan, sino que traen otros significados hasta entonces ocultos».

Artistas, amigos… William Burroughs o el cantaor Agujetas, el tutifruti de vidas, naturales y artificiales, de la novela de Montero Glez es un piscolabis sabrosísimo donde chapotear. Hay párrafos que se revelan como verdaderas antorchas de candor en una noche oscura, y reflexiones que dragan hoyos, a veces demasiado hondos, como para poder salir sin esfuerzo.

Sea como fuere, si La vida secreta de Roberto Bolaño merece la pena, es porque parece: La vida secreta de Montero Glez. 

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