David Goodis, el clásico más enigmático de la novela negra
La editorial Sajalín rescata ‘La luna en el arroyo’, una historia de perdedores de un autor adaptado en Hollywood y Francia
«Pocas historias son tan extrañas como la de David Goodis». Es lo que sentencia James Sallis –el autor de Drive, que llevó al cine Nicolas Winding Refn- en el perfil que le dedica en Vidas difíciles. David Goodis (Filadelfia, 1917-1967) fue uno de los escritores más enigmáticos entre los clásicos de la literatura policiaca estadounidense. La editorial Sajalín acaba de rescatar La luna en el arroyo, una de sus fatalistas historias de perdedores, que llevaba casi cuatro décadas fuera de circulación.
En 1938, con 21 años, Goodis se mudó a Nueva York, publicó una primera novela y se ganó la vida publicando relatos de diversos géneros, sobre todo policiacos, en las entonces muy populares revistas pulp. Su segunda novela tardó siete años en ver la luz, pero la espera mereció la pena, porque era una obra mucho más madura, que le dio la gloria. La senda tenebrosa no solo se vendió muy bien, sino que Hollywood la convirtió en una película del mismo título que es un clásico del cine negro. Dirigida por Delmer Daves y protagonizada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall, contaba la historia de un fugitivo, acusado de un crimen que no ha cometido, que se sometía a una operación de cirugía estética para cambiarse el rostro.
El éxito del largometraje le valió un contrato como guionista con la Warner. Sin embargo, como les sucedió a muchos escritores en esta época, atraídos por lo bien que pagaba el cine, la experiencia no fue positiva. De los proyectos en los que trabajó, un único guion vio la luz: La infiel, dirigida por Vincent Sherman. De modo que en 1950 decidió abandonar Los Ángeles y regresar a su Filadelfia natal, donde residió hasta su temprana muerte en 1967, con solo 49 años. Y en esa ciudad es donde empieza su misterio y su leyenda.
Siguió publicando novelas, a un ritmo de una a dos por año, pero lejos del prestigio alcanzado con La senda tenebrosa, porque aparecían en una colección de literatura barata de la editorial Fawcett. En Filadelfia desapareció de la vida pública y se instaló en la casa familiar, con sus padres y un hermano esquizofrénico al que cuidaba. Llevaba una existencia recluida de escritor a destajo, salvo por las noches, en las que se aventuraba por los bajos fondos de la ciudad.
Había escasa información, confusa e incluso contradictoria, sobre esos años, hasta que Philippe Garner, un periodista francés residente en Los Ángeles y obsesionado con los autores que trabajaron en Hollywood, decidió indagar en los años perdidos de Goodis. Emprendió lo que los anglosajones llaman una quest, una búsqueda literaria, y el resultado fue Goodis, la vie en noir et blanc, que amplió en una fascinante segunda versión más completa, Retour vers David Goodis (nunca traducida al castellano). Entrevistó a familiares, conocidos y confidentes, rastreó en archivos, recuperó documentos, rescató fotografías nunca vistas y con todo ese material trató de recomponer el puzle, descifrar el enigma.
Andanzas sexuales
Localizó incluso a un psiquiatra que lo había tratado e intentó tirarle de la lengua asegurándole que era un biógrafo serio y no buscaba detalles escabrosos y sensacionalistas. Pero el doctor Herbert Adler se negó a hablar: «Si le dijera tan solo tres palabras sobre él, adivinaría usted todo el resto». ¿Por qué tanto secretismo? De entrada, Garnier descubre la existencia de una esposa, cuando siempre se había creído que Goodis nunca había estado casado. El matrimonio fue breve y desgraciado. La mujer se llamaba Elaine y era una pelirroja que maltrataba al escritor. Tuvieron una relación tormentosa, de tintes sadomasoquistas, en la que ella lo provocaba sexualmente y después lo rechazaba. El matrimonio se rompió pronto, pero dejó muy tocado al retraído novelista.
Sus posteriores andanzas sexuales son todavía más extrañas. El biógrafo confirma que sentía una atracción irrefrenable por las mujeres de raza negra obesas y, al parecer, disfrutaba siendo humillado por ellas. Iba en su busca por los barrios marginales y los tugurios de Filadelfia, en noches de alcohol y peligro. En los últimos años de su vida se obsesionó con que la serie televisiva El fugitivo había plagiado el argumento de La senda tenebrosa y demandó a la cadena. En primera instancia el juez desestimó la denuncia, pero en un juicio posterior sí dio la razón al demandante, que, por desgracia, para entonces ya había fallecido. Poco antes de que esto sucediera, Goodis había pedido ingresar voluntariamente en un hospital psiquiátrico, en el que murió.
Sus obras son reflejo de estas turbulencias vitales. Javier Coma, que fue el español que más sabía de literatura policiaca estadounidense, lo calificó en su Diccionario de la novela negra norteamericana de «novelista de radicalizado pesimismo, que se alza como un poeta de la víctima, del hombre perseguido y acorralado por la acción ciega de los mecanismos y organismos que deberían proteger al individuo, y también del hombre frustrado y vencido, cuya existencia en rumbo hacia un futuro brillante ha sido desviada por la fatalidad».
Sería una buena definición para el protagonista de La luna en el arroyo, cuya edición original es de 1953. William Kerrigan es un estibador de Filadelfia que trata de encontrar al culpable del suicidio de su hermana, mientras vive una historia de amor imposible con una misteriosa y adinerada joven que se aventura por los bajos fondos de la ciudad. La primera frase del libro ya es Goodis en estado puro: «En la entrada del callejón que daba a la calle Vernon, un gato gris esperaba agazapado a que una rata grande saliera de su escondite».
Idolatrado en Francia
La novela fue llevada al cine en 1983 por el francés Jean-Jacques Beineix, con Gérard Depardieu, Nastassja Kinski y Victoria Abril. No fue un caso aislado, ya que en Francia adaptaron otras obras suyas directores como Henri Verneuil (El furor de la codicia, con Jean-Paul Belmondo y Omar Sharif) y René Clement (Como liebre acosada, con Jean-Luc Trintignant y Robert Ryan). Pero sin duda la versión cinematográfica más relevante fue la de Tirad sobre el pianista de François Truffaut, con Charles Aznavour. Goodis llegó a conocer en persona al cineasta cuando este presentó la película en Nueva York. Jane Fried, que fue su amiga en confidente en sus últimos años, contaba que el escritor fantaseaba con tener una gran amistad con Truffaut y en ocasiones imitaba los gestos de Aznavour en la película.
¿Por qué esta pasión francesa por llevar a la pantalla a Goodis? Porque mientras que en su país natal en vida lo consideraron un novelista de cuarta regional y cuando falleció sus libros estaban descatalogados, en Francia lo idolatraban. Fue uno de los narradores incluidos en la prestigiosa colección Serie Noire de Gallimard, que dirigía Marcel Duhamel. Fueron los intelectuales parisinos los primeros en entender que literatos como Hammett, Chandler, Cain, McCoy, Thompson y Goodis eran mucho más que meros autores de novelitas de quiosco. Los reivindicaron en los mismos años en que proclamaban el jazz como mucho más que música estridente de tugurios y a directores como Hitchcock, Ford o Hawks como mucho más que meros entertainers, como verdaderos artistas. Vaya, que los franceses fueron pioneros en dignificar la cultura popular americana como parte esencial de la cultura del siglo XX.
En Estados Unidos, el novelista Barry Gifford (¿recuerdan Sailor y Lula, que llevó al cine David Lynch?) rescató a Goodis del olvido en los años ochenta al incorporarlo al catálogo de su editorial especializada en novela negra clásica Black Lizard. En 2012 la Library of America (la Pléiade estadounidense) le dedicó un volumen con cinco de sus mejores novelas: La senda tenebrosa, Al caer la noche, Rateros, Calle sin retorno y La luna en el arroyo. Por fin David Goodis entraba en el Parnaso de la literatura estadounidense del siglo XX.