¿Qué han hecho los Romanos por nosotros? El Turismo
La sociedad española pretende poner coto al turismo, pero cuando los romanos lo inventaron fue un gran avance
Tiberio, el sucesor de Octavio Augusto como segundo emperador de Roma, padecía depresiones, temía aparecer en público debido a su calvicie y a los eccemas que le estropeaban la cara, y buena parte de sus días odiaba ser emperador, de modo que abandonó Roma y se fue a vivir a la isla de Capri. Allí se construyó una soberbia residencia de vacaciones, Villa Jovis, y se daba baños en la Gruta Azul, una cueva en la costa que tiene aberturas bajo el agua por las que entra la luz, lo que le da al agua de la gruta un color extraño y hermoso.
Desde aquel lejano Siglo Primero de nuestra era, Capri se convirtió en un sinónimo del turismo de lujo, un secreto de las elites, que en el siglo XIX se construían villas de 50 habitaciones. Hicieron falta veinte centurias desde de Tiberio, los años 50-60 del siglo XX, para que la gente corriente empezara a tener noticias de Capri, cuando las revistas gráficas nos contaron lo que era la jet-set, el club de privilegiados que se movía por el mundo en aviones privados.
Para la jet-set de aquellos años, Capri era un lugar de vacaciones favorito. Allí se veían el rey Faruk de Egipto, que comía el caviar con cuchara sopera sin importarle si seguía siendo rey de su país o lo había destronado la revolución; el aristócrata inglés Winston Churchill, el mejor estadista del siglo, el hombre que había vencido a Hitler, o un “fracasado” de oro, el duque de Windsor, que había abandonado su corona de rey de Inglaterra por una mujer, Wallis Simpson, la cual adoraba Capri. Les animaba las reuniones una “viuda alegre”, Jacqueline Kennedy, viuda del presidente de Estados Unidos, que llevaba al multimillonario Onassis a su zaga y puso de moda los pantalones Capri, que le hacía un sastre local.
Tras la elitista jet-set llegó a Capri la farándula, aunque una farándula de categoría: el poeta chileno Pablo Neruda, Premio Nobel de literatura, que se pasó en la isla año y medio, o Rita Hayworth, la estrella de Hollywood sinónimo de lujuria contra la que los curas daban sermones desde el púlpito, con su cuarto marido, el Aga Khan, a quien sus súbditos entregaban su peso en diamantes. O Grace Kelly, la actriz fetiche de Hitchcock, convertida en radiante princesa de Mónaco.
También vinieron algunos amigos de Grace Kelly, rutilantes estrellas de Hollywood como Clark Gable, Ingrid Bergman o Audrey Hepburn, o el nombre más famoso del mundo de la moda, Christian Dior, y las bombas eróticas, Sofía Loren y Brigitte Bardot.
Cuando se supo todo esto por la prensa del corazón, empezaron a llegar masas de turistas que querían ver a los famosos, misión imposible, y tenían que conformarse con ver a los paparazzi, los fotógrafos que perseguía a las celebridades. Y ya que no podían entrar en las residencias de la jet-set, auténticas villas imperiales, ni en los locales donde se divertía, todos los turistas hacían una excursión al lugar donde se solazaba Tiberio, al baño del emperador, la Gruta Azul, que a día de hoy sigue siendo la mayor atracción turística de Capri.
La cultura del SPA
En La vida de Bryan, película de culto de los Monty Pyton, hay una secuencia un millón de veces citada, en la que unos judíos que luchan contra el dominio de Roma se preguntan: “¿Qué han hecho por nosotros los romanos?”, y cuando se responden resulta que lo han hecho todo, desde las carreteras a las cloacas. Aunque no lo digan en la película, también se podría añadir: “Los romanos han inventado el turismo”, esa idea de viajar a un sitio distinto para divertirse, descansar, o hacer algo saludable que alivie nuestros males cotidianos.
Uno de los inventos romanos, hoy día tan extendido que parece un elemento imprescindible de nuestra cultura consumista y masiva, es el SPA. Ese extraño nombre no es una palabra de una lengua escandinava o unas siglas en inglés, sino puro latín: Salutem Per Aquam, a la salud por el agua. Los romanos eran fanáticos de los tratamientos de hidroterapia y de las aguas sanadoras de ciertos manantiales.
Esta práctica no solamente existía en Roma, sino que por todas las tierras por donde se extendían sus conquistas, los romanos iban buscando fuentes medicinales o aguas atractivas para construir balnearios, desde la isla de Britania, donde todavía existe una ciudad fundada por los romanos llamada simplemente Bath (“Baño”, en inglés) hasta el Oriente Medio.
Veamos por ejemplo lo que hicieron en Plumieres, la actual ciudad francesa de Plombières-les-Bains, en la región histórica de Lorena. Una legión mandada por un lugarteniente de Julio César, Titus Labinius, en marcha hacia la frontera del Rhin, acampó en aquel lugar. El perro de un legionario se escapó del campamento, y su amo salió a buscarlo. Lo que encontró fue un manantial del que surgía abundante agua caliente.
Lumieres estaba en el Limes, el límite, la línea de fortificaciones que defendía el territorio de Imperio de los bárbaros germánicos, pero pese a esa ubicación lejana de la civilización, los romanos no podían desperdiciar unas fuentes termales tan prometedores. Emprendieron la construcción de un balneario con el ímpetu que acostumbraban, sin parar en obstáculos, llegando a desviar el curso de río Augronne que por allí discurre. El resultado sería un fantástico SPA utilizado para que se repusieran los legionarios averiados en el servicio de los fuertes fronterizos. Un SPA que ha resultado eterno, pues sería utilizado por personalidades históricas a lo largo de los siglos.
Aunque en las invasiones bárbaras se destruyó el balneario, cuando pasaron los siglos obscuros, muy pronto en la Edad Media, volvió a ponerse en funcionamiento. Sabemos, porque hay constancia documental, que en el siglo XIII el duque de Lorena Ferry III construyó un castillo junto al SPA para “proteger a los bañistas de los malhechores”. Y también sabemos por dibujos contemporáneos, que las instalaciones eran compartidas por hombres y mujeres, que se bañaban con unas simples bragas, ellas en lo que muy avanzado el siglo XX llamaríamos top-less, es decir, pechos desnudos. Aquel espectáculo debió disgustar a las aristocráticas monjas de la Abadía de Remiremont, propietarias de los terrenos, que amenazaron al duque con la excomunión.
El señor de Montaigne, fue un noble soldado, humanista y filósofo del Renacimiento francés, a quien podríamos considerar el santo patrón laico del turismo, porque en la segunda mitad del siglo XVI se dedicó a viajar por Europa por el placer de conocer otros países, otras costumbres. Padecía el “mal de la piedra”, es decir, cálculos renales, y eso le daba un excusa para viajar en busca de balnearios donde tratar su enfermedad. En su ameno Diario de viaje, que se publicaría como libro en el siglo XVIII, decía que Plombières era el mejor de los balnearios que había visitado, y que sus baños de agua caliente eran tan dulces que estaban llenos de bebés de seis meses o un año.
Montaigne, que ha pasado a la historia de la alta cultura por sus Ensayos (él inventó este género literario) no sería el único personaje importante de la Historia que disfrutó en Plombières del SPA creado por los romanos. Además de emperadores, príncipes y duques, por allí pasarían el filósofo Voltaire o el escritor Beaumarchais, autor de Las bodas de Fígaro, que precisamente se estrenaría en Plombières. O el mayor genio de la pintura del siglo XIX, Francisco de Goya, que viajaría hasta un lugar tan lejano en busca de su “dulce baño”.
Incluso llegó a decidirse en Plombières el mapa de Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Napoleón III, emperador de los franceses, era un cliente habitual de los baños de Plombières, como lo había sido su tía la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón. Un 21 de julio de 1858, en plena estación estival, se celebró una reunión secretísima en un coche de caballos, que daba vueltas y vueltas alrededor de Plombiéres. Los pasajeros eran el propio Napoleón III y el conde de Cavour, primer ministro del Piamonte, un pequeño reino independiente del Norte de Italia.
De aquella entrevista nació un nuevo país en el mapa de Europa, Italia, pues el emperador comprometió la ayuda del poderoso ejército francés contra Austria y el Papa Pío IX, que detentaban la soberanía de la mayoría del territorio italiano, para implantar en su lugar una Italia unificada e independiente. Para que luego digan que en la vacaciones de verano no se hace nada.