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Historias de la historia

El Grand Tour

Turismo a lo grande, eso era lo que hacían los jóvenes nobles ingleses que, en el siglo XVIII, viajaban a Italia en el Grand Tour.

El Grand  Tour

Los jóvenes nobles del Grand Tour se hacía retratar en Roma por pintores locales, como los turistas de hoy se hacen selfies. En la imagen el barón de Dustanville con San Pedro al fondo. | Pompeo Batoni (Museo del Prado)

Los romanos inventaron el turismo, pero faltaban muchos siglos para que naciese esa palabra que hoy existe en todos los idiomas del mundo: “turista”. La referencia escrita más antigua que se conoce aparece en El viaje a Italia, que como su título sugiere es una guía de viajes publicada en París en 1670, dos años después de la muerte de su autor, Richard Lassels. 

Lassels no era francés, sino inglés, aunque no vivía en Inglaterra, sino en Italia. En realidad era un exilado político, un sacerdote católico que había tenido que abandonar su país por las persecuciones religiosas, pero que hizo de la desgracia un medio de vida, ya que formaría parte del amplio sindicato de profesionales de todo tipo que explotaban a los turistas ingleses que empezaban a llegar a Italia. 

El adelantado de todos ellos, el modelo para los aristocráticos turistas ingleses del XVIII, fue Lord Arundel. Thomas Howard, conde de Arundel, era todo un personaje de la Historia de Inglaterra. Pertenecía a una familia, los Howard, conocida como “la segunda Casa de Inglaterra”, lo que significaba que era la más noble del reino después de la Casa Real inglesa. Por si no tuvieran bastante gloria con sus hazañas militares y su protagonismo político, los Arundel tenían incluso un mártir por la fe, San Felipe Howard, padre de nuestro primer turista, que murió preso en la Torre de Londres en la persecución anticatólica de la reina Isabel I.

Lord Arundel también fue a dar con sus huesos en la cárcel, pero para no terminar como su padre mártir simuló convertirse al protestantismo. Se convirtió en lo que se llama un “criptocatólico”, es decir, un católico secreto y clandestino, figura muy generalizada en la nobleza inglesa. Debido a su altísimo rango nobiliario, Lord Arundel desempeñó diversas misiones diplomáticas como embajador por varios países de Europa, pero de todos ellos hubo uno que conquistó su corazón: Italia.

Había varias razones para esa preferencia. Una de ellas era Roma, cabeza de la cristiandad y sede del Papa. Para un católico secreto como Arundel, que venía de una Inglaterra donde se perseguía al catolicismo, suponía una experiencia vital irrepetible acudir a la basílica de San Pedro y en medio de una ceremonia llena de esplendor rendir pleitesía al Sumo Pontífice de la Iglesia católica. Visitar el Coliseo o los lugares donde fueron sacrificados los primeros cristianos suponía una especial emoción para el hijo del mártir San Felipe Howard, así que Italia sumaba a sus bellezas y placeres el carácter de peregrinación religiosa, disimulada bajo el viaje turístico. 

Otro de los motivos del enamoramiento con Italia era el temperamento artístico de Lord Arundel, al que sus contemporáneos apodaban “el conde coleccionista”. Era un auténtico mecenas equiparable a los príncipes del Renacimiento, que llegó a reunir más de 700 pinturas, además de una fabulosa colección de escultura greco-romana conocida como “los Mármoles de Arundel”, que se exhibe en la Universidad de Oxford. Italia, y muy especialmente Florencia, era la Meca de los artistas europeos desde finales del Renacimiento, muchos genios de la pintura como el alemán Durero, el flamenco Rubens o el español Velázquez, consideraron imprescindible para su formación la visita a Italia, que también era el vivero al que acudían los amantes del arte –y por supuesto, los marchantes- para comprar pinturas y esculturas.

Lord Arundel tuvo la suerte de que su esposa, Lady Aletheia Talbot, fuera igualmente sensible al arte e inmensamente rica, capaz de sostener los caprichos de su marido, de modo que en 1613 el matrimonio y sus hijos emprendieron un viaje de placer –de intenso y caro placer- que les llevaría a recorrer Italia hasta Nápoles. Para disfrutar más de su viaje de acuerdo con sus inquietudes culturales, se hicieron acompañar de Iñigo Jones, el gran arquitecto que introdujo el estilo renacentista en la arquitectura inglesa, para que les sirviese de guía de viajes viviente.

En ese periplo –luego prolongado con largos periodos de residencia en Italia- lord Arundel sentó las bases de lo que se llamaría el “Grand Tour”, el viaje iniciático de los jóvenes aristócratas ingleses a Italia. Arundel fue el primer “gran turista” mucho antes de que se publicara ese Viaje a Italia que hemos citado al principio, donde se inventó la palabra.

El primer turista sueco

En el siglo XVIII, conocido como el Siglo de las Luces por los avances de la cultura, el saber y la ciencia en toda Europa, se había convertido en un precepto para la nobleza inglesa enviar a sus vástagos a un viaje educativo a Italia. Al salir de la adolescencia, como colofón a sus estudios, los jóvenes nobles emprendían el Grand Tour, según el modelo fijado por Lord Arundel. Iban acompañados de su preceptor, alguien que dominaba el latín y conocía la Historia y el Arte de la Antigüedad, para que le fuese explicando los monumentos y vestigios de aquel glorioso pasado, del que la nobleza inglesa se sentía heredera.

Pero el viaje no era sólo educativo, tenía una parte de placer, de muchísimo placer podríamos decir. La primera etapa del Grand Tour era, inevitablemente, París, donde se producía una metamorfosis. Los nobles ingleses solían vivir en el campo y se veían algo paletos cuando llegaban a París, pero allí una legión de peluqueros, sastres, zapateros y perfumistas se ocupaban de transformarlos en auténticos petimetres.

Una vez puestos a la moda, visitados los salones aristocráticos y corridas sus primeras aventuras galantes –o sea, con sexo- el joven turista estaba listo para afrontar su viaje iniciático. Iban a Marsella, embarcaban y llegaban a Italia por mar, generalmente por los puertos de Livorno o Génova. Alli caía sobre ellos una casta de ingleses residentes en Italia, que bajo capa de agentes consulares que se prestaban a resolver problemas, aristócratas expatriados que hacían de anfitriones, expertos en arte que asesoraban en compras, profesores que se ofrecían como cicerones, o artistas que los retrataban, se dedicaban a saquear la rica bolsa del turista, con la entusiasta colaboración de otros buscavidas italianos… Es decir, igual que ahora, sacarle los dineros al turista formaba parte del juego que todos aceptamos. 

Además de culminar su formación cultural y divertirse con todos los excesos que le ofrecía la ardorosa Italia, el joven turista cumplía con sus deberes religiosos y políticos. La nobleza inglesa era en general criptocatólica, y partidaria, también en secreto, de la dinastía católica de los Estuardo, cuyo último rey, Jacobo II, había sido destronado por los protestantes. El hijo del Jacobo II, conocido por el Viejo Pretendiente, era reconocido por el Papa como rey de Inglaterra, y tenía su corte en Roma desde 1715, de modo que los turistas no sólo rendían pleitesía al Papa, sino también al “rey Jacobo III”.

El modelo del gran turista inglés resultaba tan atractivo que sería imitado por todo el Norte de Europa, extendiéndose no sólo geográficamente, sino también a otras clases sociales, y a personas de más edad. El poeta alemán Goethe realizó el Grand Tour entre 1786 y 1788, cuando ya tenía casi 40 años, aunque pese a su madurez resultó conmocionado por la visión de Italia, y ese viaje le hizo salir del romanticismo y entrar en su etapa clasicista.

La llamada del Grand Tour llegó hasta la lejana Suecia, y fue tan poderosa que incluso su rey, Gustavo III, decidió emprenderlo en 1783, cuando tenía 37 años. Fue el primer turista sueco, y desde entonces los suecos no se pueden resistir al atractivo de los países mediterráneos y pueblan nuestras costas, aunque vengan en busca de sol más que de cultura clásica.

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