Manuel Rivas y el mundo que se oculta en el paisaje
«La literatura del escritor gallego está poblada de personajes que son una mezcla irresistible de salvajismo y de gracia»
Hace pocas semanas acudí a recoger un abrigo que había llevado a arreglar a una mínima, curiosísima y muy escondida tienda de cremalleras, botones y copias de llaves que hay al final del paseo de Embajadores, en Madrid. En ese local sólo cabe un cliente, y aun así con aprietos, con una pierna en la calle, y mientras yo andaba dentro noté que llegaba alguien más y se colocaba a tres metros a esperar su turno, envuelto en una chaqueta de azul eléctrico, azul casi reflectante, azul extremo. El caso es que me dieron el abrigo, yo dejé unas monedas y al volverme para subir a casa me encontré de frente con Manuel Rivas.
Yo ya lo había visto un par de veces por el barrio, jugando con su nieto en el Pasillo Verde, caminando muy abismado en sus pensamientos, gesticulando incluso, murmurando esas cosas que después les hace decir a sus personajes…, pero soy un hombre tímido y jamás me había animado a acercarme para explicarle que se trata de uno de mis escritores favoritos o, por decirlo más exactamente, uno de los escritores que, como su amigo Bernardo Atxaga, me ayudó a entender, en años decisivos para mí, qué es la literatura, qué formas físicas y verbales adopta o cómo puede comportarse la poesía dentro de las narraciones.
Porque, como sucede con tantos narradores, la poesía no sólo está en el origen de la bibliografía del coruñés, sino que empapa sin disimulos todo lo que ha hecho, tiñendo la narrativa de esa magia y esa evocación tan especiales y tan características. Y también fue su poesía, reunida en El pueblo de la noche, lo primero que leí del autor, y de allí vagué por las bibliotecas públicas de Zaragoza para buscar ¿Qué me quieres, Amor?, y luego En salvaje compañía, y después Un millón de vacas, y al final Los comedores de patatas…, leyendo en el orden inverso al de su creación original todo lo que de Rivas se había traducido al castellano por entonces, justo en vísperas de la crucial aparición de El lápiz del carpintero, la novela más perfecta y conmovedora del autor, un libro inolvidable que lograba hacer sencilla, casi ligera y desde luego muy breve una historia en realidad compleja que superponía y mezclaba varias tramas, tiempos, voces y perspectivas.
Aquel tosco cacique que de repente, por capricho, por presunción, por humillar a sus rivales…, compra un enorme pazo con una gran biblioteca en la que años después, curioseando indolente, descubre una antología de poemas que le cambia la mirada, puede quedar como arquetipo de un grupo de personajes masculinos muy del gusto del autor, hombres elementales y a menudo violentos o fanáticos que siempre acaban mostrando su corazoncito, sus aristas o lo que también tienen de víctimas, de falta de horizontes intelectuales o morales por padecer limitaciones psicológicas de algún tipo o por haber sufrido también la falta de oportunidades. La literatura de Rivas está hiperpoblada de militares, cazadores, sacerdotes, concejales, policías, campesinos, obreros, presos, activistas o convalecientes que son una mezcla irresistible de salvajismo y de gracia, elementales y ocurrentes a la vez, actores decisivos en unas tramas que por sistema combinan la violencia con el humor, lo terrible con lo desternillante, sin caer casi nunca en lo estridente.
Sucedía con especial importancia (y con especial volumen de páginas, con especial ambición…) en Los libros arden mal, uno de los primeros libros que compré en Madrid. Uno de los primeros que compré en una librería de nuevo, quiero decir, porque, como observó uno de los amigos con los que iba (y voy) al Rastro, por esas castizas calles y cuestas yo sólo compraba libros de Rivas, todos esos que había leído en Zaragoza años atrás y que ahora podía ir acopiando, baratos, para mí, y a los que en todo caso se fueron añadiendo luego los demás, que empezaron a internarse en otras sendas, algo más oscuras, casi más experimentales, e incursionando incluso en la novela negra, como ocurriría en Todo es silencio.
Última novela
Y así hemos llegado hasta vernos Detrás del cielo, la novela que Rivas ha publicado hace pocos días, y en la que lo que comienza como una batida para localizar y matar a un jabalí enorme que ha matado al menos a dos hombres acaba en una urdimbre feraz de tramas y subtramas contempladas y contadas por Dombodán, un muchachote inocentón, pero bien dispuesto, no muy despierto pero sí bienintencionado, y con una habilidad muy graciosa para «frotar el chisme» (esto es, para consultar cosas en el teléfono portátil). La trama cinegética deriva en trama prostibularia, y la caza de animales acaba matizándose en agresividad hacia mujeres, en tráfico de personas, en proxenetas que obligan a abortar y en mujeres que, en busca de algo de luz y de una pizca de esperanza, se rebelan.
Cuando me topé con Rivas en la tienda de arreglos del primer párrafo, vi clara, de sopetón, mi oportunidad para presentarme, para agradecerle sus novelas, cuentos y poemas, y para preguntarle por su todavía reciente (aunque, me parece, intermitente) vida en Madrid. Él me contó que andaba terminando la traducción de una novela, de esta novela, y que eso es algo que alguien como él, tan callejero, tan periodista, tan atento a las cosas sociales (especialmente las que tienen que ver con la ecología: Rivas fue uno de los fundadores de la sección española de Greenpeace), sólo puede hacer «bajo arresto domiciliario».
No es que yo desee que el escritor gallego viva en el futuro recluido, pero ojalá lleguen más confinamientos autoimpuestos para que puedan llegar más libros de estos, tan personales, tan reconocibles, tan suyos, todos esos que hoy le han hecho merecedor de un Premio Nacional de las Letras que es sencillamente irrebatible.