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Literatura

¿Qué hacemos con los premios?

La nueva Nobel coreana Han Kang anuncia que no celebrará el galardón mientras haya guerras

¿Qué hacemos con los premios?

La escritora surcoreana Han Kang. | Archivo.

El mes de octubre se ha convertido en el mes de los premios: el martes pasado se falló el Planeta, la semana anterior se dieron a conocer los Nobel y este viernes se entregan en Oviedo los Princesa de Asturias. Imposible mayor concentración de galardones. Los premios literarios, que debieran ser un motivo de alegría y regocijo,  siempre son los que más polémica generan. Debe de ser porque los escritores son más díscolos.

El Planeta, ya se sabe, siempre da que hablar. No ya por la pretendida sorpresa anual de que esté otorgado de antemano –«qué escándalo, aquí se juega», decía el capitán Renault en Casablanca«- y se haga de paripé cada doce meses con las tensas deliberaciones de un jurado, con la excitación de un público expectante, con la inmensa sorpresa del autor por haber sido agraciado con un millón de euros entre más de mil ingenuos aspirantes. En fin, enhorabuena a los premiados. Es como un acuerdo tácito, una representación a la que jugamos todos.

Este año la verdadera polémica la ha provocado la nueva premio Nobel de Literatura, la coreana Han Kang. Desde que fue informada, apenas ha hecho declaraciones y se escuda en que prefiere comunicarse con sus lectores a través de sus escritos. Es más, su padre, el también escritor Han Seung-won, ha hecho saber que su hija ha decidido no hacer ninguna aparición mediática ni participar en celebraciones con motivo del galardón «mientras haya guerras en el mundo». Es decir, nunca. Porque desde que el mundo es mundo siempre ha habido guerras.

Nadie parece haberle dado demasiada importancia a la muy noble decisión de Han Kang. Salvo su colega el irlandés John Banville, premio Princesa de Asturias que se encuentra en España para participar con el también premiado Leonardo Padura en los actos que culminarán el viernes con la tradicional ceremonia del Teatro Campoamor. El autor de La señora Osmond ha reaccionado de forma airada y ha asegurado que la Academia sueca «debería recuperar» el premio, después de que Kang haya dicho que no va a celebrar el galardón mientras muera gente en las guerras. Declaración que, para Banville, ha sido «idiota e infantil» y con la que la escritora «hizo el ridículo».

El irlandés confiesa que no ha leído nada de la nueva premio Nobel –«de lo nuevo, solo leo lo muy bueno»-, lo que no le impide echarle una buena regañina. Argumenta que los artistas tienen la obligación de ser «responsables».  «Los artistas deben ser responsables en público, no hacer declaraciones estúpidas -declaró-, ni ser infantiles ni indulgentes. Somos simplemente humanos, seres corrientes como los demás, pero representamos un gran proyecto humano, que es el proyecto de arte y depende de nosotros mantenerlo».

En España, por cierto, sabemos mucho de «declaraciones estúpidas» de los artistas, con la excusa de que nada es ajeno al creador,  que  no deja de ser un ciudadano más, con sus derechos y sus deberes. Se sienten obligados a opinar de todo. Desde la historia a la política, de los conflictos geoestratégicos a las domésticas causas nacionalistas, de la moral a las creencias. Nada se le escapa al escritor de moda, al cineasta de relumbrón, al actor comprometido o a la cantante estrella de Instagram.

Lo malo de pronunciarse sobre todo es que los artistas van a acabar como las misses, pidiendo la paz en el mundo, como Han Kang. Es como si los premiados -ya sea con el Nobel, el Planeta o el Oscar- se sintieran culpables de tamaño privilegio, de recibir el millón de euros o los 900.000 dólares del Nobel, y necesitaran lavar su conciencia para, de alguna manera, compensar a la sociedad a la que tanto deben. Cuando para eso ya están los impuestos.

Además, si uno se siente tan incómodo con el premio, siempre queda la opción de devolverlo. Qué se lo den a otro, que seguro que siempre habrá alguien que no le hará ascos. Ese problema, por cierto,  no se plantea con el Planeta; es la ventaja de saber de antemano que el agraciado lo recibirá encantado. Pero sí en los Nobel o los Princesa de Asturias.

La lista de quienes han rechazado el Nobel es pequeña y se debe a causas diversas. Sartre, previsor, se anticipó y escribió una carta a la Academia sueca advirtiendo de que ni se les ocurriera  premiarlo, porque su ideología le impediría aceptarlo. Lástima que un retraso en el correo hizo que la misiva llegara tarde, cuando ya le habían concedido el premio. Efectivamente, Sartre lo rechazó como había anunciado, pero al parecer, según se supo más tarde, sí aceptó el dinero que acompañaba la distinción.

El revolucionario vietnamita Le Duc Tho, que había alcanzado con Kissinger los acuerdos de paz de París,  lo rechazó porque, según él, la guerra continuaba. Y Boris Pasternak, que recibió la noticia con alegría, tuvo que rechazarlo por las presiones de Stalin. Lo mismo les pasó a los alemanes premiados en la época nazi, a los que Hitler obligó a debvolver el galardón.

Peor es el caso de Bob Dylan que se hizo tanto de rogar que trajo de cabeza a la Academia. No acudió a la ceremonia oficial de entrega, con lo que se entendía que lo rechazaba. Pero no, tres meses después -debía de andar mal de dinero-,  concedió una cita a los académicos para que se lo dieran en privado. García Márquez no lo rechazó, pero como señal de protesta se negó a ponerse el frac que exigía el protocolo -«prefiero pasar frío»- y se plantó ante el rey de Suecia en guayabera.

En fin, que cada cual haga lo que quiera con su premio. Para eso se lo han dado. Las posibilidades son infinitas: rechazarlo, donarlo a una ONG, aprovechar el altavoz que supone para reivindicar alguna causa justa,  usarlo como pisapapeles, colocarlo en un lugar de honor de su casa, relegarlo al trastero o, incluso, aprovechar para promocionar su obra.  Cada artista es libre de manejar a su antojo su gloria. Sólo faltaba. Habrá que ver si Han Kang acude en diciembre a Estocolmo a recoger el premio o si mantiene su palabra de permanecer callada, porque no hay nada que celebrar. Ojalá que para entonces se hayan acabado todas las guerras, pero me da que va a ser complicado…

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