«El capitalismo tiene de su lado los hechos, pero el socialismo tiene las emociones, y valen más»
Rainer Zitelmann concluye ‘En defensa del libre mercado’ con un sondeo que corrobora que la española es una de las sociedades más antiliberales que existen
Vivimos desbordados por objetos superfluos.
«¿Por qué compramos lo que no necesitamos?», titula su libro Carl Tillessen, analista jefe del Instituto Alemán de la Moda. «Nunca en la historia de la humanidad», observa, «hemos visto que el consumo tuviese tan poco que ver con la satisfacción de una necesidad tangible». Y cita como prueba la venta de perfumes y colonias.
Aunque algún usuario del metro quizás discrepe de la conveniencia concreta de reducir la venta de perfumes y colonias, muchos ciudadanos compartirán el diagnóstico de Tillessen.
El papa Francisco denuncia en su encíclica Laudato si cómo el mercado, «en un esfuerzo por vender la producción», nos arrastra a una «vorágine» de gasto innecesario que las personas experimentamos como un ejercicio de libertad, cuando la única «auténticamente libre es la minoría que ejerce el poder económico y financiero».
Suena inquietante, hasta que uno se pregunta qué es un gasto innecesario.
‘Homo chomskyianus’
El lingüista Noam Chomsky lo tiene claro: todo aquel inducido por la industria de la publicidad. Si esta operase «según el principio de toma de decisiones racionales», explica en Cómo nos venden la moto, «el anuncio de una compañía cualquiera, como General Motors, consistiría en una breve descripción de las características del automóvil en cuestión, dejando a juicio del cliente la eventual compra […]. Pero cualquiera que haya visto un anuncio sabe que lo que hacen esas empresas es gastar cientos de millones para incitar al consumidor desinformado a tomar decisiones irracionales».
Pero, ¿exhibe Chomsky esa implacable racionalidad en todos los ámbitos? Y, sobre todo, ¿qué clase de triste existencia llevaríamos si nos guiáramos exclusivamente por el frío cálculo?
«De acuerdo con esta línea de razonamiento», escribe el sociólogo e historiador Rainer Zitelmann, «también se podría decir que toda mujer que ha accedido a la petición de matrimonio de un pretendiente ha sido irremediablemente desinformada y manipulada —salvo que la pedida fuese a través de un escueto correo electrónico en el que se describiese un perfil fáctico del candidato».
Demasiado cerca para estar cómodo
Zitelmann (Fráncfort, 1957) lleva años defendiendo el capitalismo y, como pueden apreciar, últimamente ha optado por el sarcasmo.
«Con la mera exposición de los hechos no vas a convencer a nadie», me explica en un hotel de Madrid, donde ha venido a presentar En defensa del libre mercado. «Antes que comprar un libro como este, un socialista prefiere gastarse el dinero en 35 sobre lo malo que es el capitalismo. Lo sé por experiencia».
Zitelmann militó en la extrema izquierda no ya en su juventud, sino en su preadolescencia.
«A los 13 años me hice maoísta. Mi padre era socialdemócrata y siempre tuve claro que había que ser de izquierdas, mi duda era de qué izquierda. Podía haberme unido a los comunistas de la República Democrática de Alemania, pero los tenía demasiado cerca como para sustentar una utopía perfecta».
El sanguinario guardián de las esencias
La China de Mao era, por el contrario, exótica y distante.
«En el colegio fundé un grupo llamado Célula Roja, con su propio órgano de propaganda, Bandera Roja. Los soviéticos nos parecían unos renegados. Stalin había preservado el espíritu del socialismo, pero [Nikita] Jruschov lo había traicionado, evolucionando hacia una especie de capitalismo de estado. Así que nuestros enemigos eran dos: Estados Unidos y sus aliados, por un lado, y la URSS, por otro».
Muchos años después, Zitelmann conocería los horrores que su ídolo perpetraba entonces bajo la advocación de la Revolución Cultural.
Inicialmente, Mao y los funcionarios del Partido instigaron a los estudiantes para que arremetieran contra sus maestros, contra los «campesinos asquerosamente ricos», contra los «chupópteros capitalistas». Pero los jóvenes no tardaron en revolverse contra esos mismos funcionarios y, finalmente, hubo que enviar al Ejército a pararles los pies. «Se estima», escribe Zitelmann, «que, solo en la provincia de Guangxi y en el verano de 1968, esta espiral llevó al asesinato de 80.000 personas».
«En mi célula», me dice Zitelmann, «no nos enterábamos de nada de esto porque no leíamos la prensa burguesa».
Su fuente de alimentación eran China, Albania y, por supuesto, la flor y nata de la intelectualidad occidental. Como recuerda un pasaje de En defensa del libre mercado, Simone de Beauvoir escribió en ese momento que «la vida en China hoy en día es excepcionalmente placentera […]. Muchos sueños de afecto están siendo validados por la idea de un país […] donde los generales y los estadistas son eruditos y poetas».
Una epifanía a cámara lenta
«¿Y cuándo se cayó del caballo?», le pregunto.
«No tuve una revelación, como San Pablo camino de Damasco», responde. «Fue un proceso gradual, que duró una década». Comenzó con una aproximación a la síntesis entre psicoanálisis y marxismo que llevó a cabo Wilhelm Reich y que tanto Stalin como Trotski habían condenado. Esto lo situó en la frontera de la ortodoxia.
El empujón que terminó de sacarlo fuera del todo fue la tesis con la que se doctoró en historia.
Mientras se documentaba, detectó una insospechada coincidencia de pareceres. Si ustedes leyeran los siguientes pasajes: «el capital creció y hoy gobierna prácticamente en todo el mundo» y «corrompe por completo todo trabajo honesto», ¿a quién se los atribuirían? ¿A Marx, a Engels, a Lenin?
El más socialista de todos
Pues no. Proceden de un discurso de Adolf Hitler, que alguna vez se refirió a Stalin como «un genio» por quien había que «mostrar un respeto incondicional».
Zitelmann comprendió que, lejos de ser un lacayo del capitalismo, el Führer militaba en su mismo bando. Como Hannah Arendt había denunciado, comunismo y nazismo eran dos variantes de un mismo fenómeno: la pesadilla totalitaria, en la que «el interés del todo debe prevalecer y ser siempre hostil al interés particular de cada individuo».
Desde entonces, Zitelmann se ha dedicado a contar a todo el que puede «lo que pasó allí [en China, la URSS, Camboya]» y, en el curso de este apostolado, ha realizado varios descubrimientos.
Una atroz ignorancia
El primero de todos es la monumental ignorancia sobre las consecuencias de ese atroz experimento que fue el socialismo real.
«He pronunciado conferencias en América Latina, en Asia, en Estados Unidos, en Europa, y dondequiera que hablo, repito la misma pregunta. ¿Quién ha oído hablar del Gran Salto Adelante de Mao, que costó la vida a 45 millones de chinos? Muy pocos, cuatro o cinco, levantan la mano. No es algo que se enseñe en la escuela».
A este silencio sobre las atrocidades del comunismo se suma, y este es un segundo descubrimiento, una visión distorsionada de la economía de mercado.
«Mientras recorrí el mundo promocionando El capitalismo no es el problema», cuenta Zitelmann en el prólogo de En defensa…, «respondí con frecuencia a algunas de las preguntas que no traté en aquel libro». El pliego de cargos era largo y grave: el mercado es el culpable del hambre y la pobreza, degrada el medio ambiente, exacerba los más bajos instintos como la codicia…
Para aclarar esos y otros puntos escribió En defensa…, aún a pesar de reconocer, y ese es su tercer descubrimiento, que se trata de una empresa abocada al fracaso.
Variantes de la pesadilla comunista
Zitelmann dedica un largo capítulo a las alternativas anticapitalistas elocuentemente titulado: «El socialismo siempre se ve bien sobre el papel (excepto cuando el papel está en un libro de historia)».
«Es un hecho», escribe, «que, desde hace más de un siglo, todos aquellos sistemas que han afirmado estar basados en las ideas de Karl Marx han terminado siendo un rotundo fracaso. La estrategia de inmunización empleada […] consiste en afirmar que tales sistemas […] aplicaron incorrectamente su pensamiento».
Lo cierto es que sus acólitos han seguido escrupulosamente las indicaciones que planteó «con extrema claridad» Marx, cuya «escritura se aleja por completo de vaguedades».
Tanto Vladimir Lenin como Mao, Fidel Castro o Kim Il-sung abolieron disciplinadamente la propiedad privada de los medios de producción, suprimieron el mercado y confiaron la asignación de recursos a diferentes burócratas. El resultado fue, en todos y cada uno de los casos, el desplome de la producción que, en todos y cada uno de los casos, atribuyeron al sabotaje y combatieron con el terror.
Ni generador de pobreza, ni destructor del entorno…
Respecto del capitalismo, los hechos son igualmente contundentes, pero en sentido contrario.
Antes de la Revolución industrial, la humanidad pasó largos siglos sumida en la pobreza extrema. En 1820, alrededor del 90% de los 1.000 millones de habitantes del planeta se encontraban en esa situación. Esa proporción es, hoy en día, inferior al 10% de una población de 8.000 millones.
La economía de mercado tampoco es incompatible con el cuidado del medio ambiente.
Es al revés. En los regímenes comunistas la degradación ecológica ha tendido a ser un problema mucho más grave, como se puso de manifiesto cuando cayó el Muro de Berlín y pudo comprobarse que, como decía el chiste, en Alemania del Este todo era gris, salvo los ríos, que eran fosforescentes.
…ni éticamente inferior
En cuanto a la supuesta inferioridad moral del capitalismo, es falso que propicie la más desenfrenada codicia: la canaliza hacia el bien común.
«El egoísmo», escribe Zitelmann, «siempre ha sido un rasgo de comportamiento del ser humano», pero en un mercado libre «tal propensión está restringida por el hecho de que solo el empresario que se enfoca principalmente en satisfacer los deseos y las necesidades de los demás puede tener éxito».
Steve Jobs y Amancio Ortega se han hecho ricos no porque nos hayan arrebatado a los demás nada, sino porque han hecho nuestras existencias más fáciles y mejores.
No es país para liberales
Vistos los méritos y deméritos de uno y otro sistema, ¿cuál es el estado de opinión mundial?
Entre junio de 2021 y diciembre de 2022 Zitelmann dirigió un sondeo en 34 países de Europa, América, Asia y África para averiguar qué sentimientos inspiraba el capitalismo. Para facilitar la comparación, dividió la media de respuestas negativas por la media de respuestas negativas y obtuvo un coeficiente. Si superaba la unidad, la sociedad era procapitalista y, si no llegaba, era anticapitalista.
España sacó un 0,68, una de las notas más bajas, solo por delante de Turquía (0,55), Bosnia y Herzegovina (0,56), Rusia (0,62), Montenegro (0,64), Grecia (0,65) y Francia (0,67).
La media de toda la muestra fue un raquítico 0,73. De hecho, apenas seis de las 34 naciones (Polonia, Estados Unidos, Corea del Sur, Japón, Nigeria y Chequia) puntuaron claramente por encima de la unidad y pueden considerarse procapitalistas. ¿A qué se debe esta aversión?
Importa más la música que la letra
Zitelmann cree que, para empezar, los enemigos del comercio hacen un poco de trampa.
«Los socialistas comparan una sociedad real y, por tanto, imperfecta», me dice, «con otra ideal, que solo se encuentra en su imaginación y que no se corresponde con ningún caso conocido. Pero», admite, «son muy buenos comunicando, porque hace falta ser un genio para posicionar como inhumano un sistema que ha reducido radicalmente la pobreza en el mundo y posicionar como humano otro que ha matado a más de 100 millones de personas».
Y me cuenta una experiencia que vivió hace poco en Grecia.
«Estaba en Atenas en una gira promocional cuando se produjo en Tesalia un accidente ferroviario con más 50 fallecidos. Me habían alojado enfrente del Parlamento y ese domingo vi cómo un millar de ciudadanos se concentraba para protestar contra el capitalismo, que es naturalmente el responsable de todas las cosas malas que ocurren».
Además de lanzar las consabidas proclamas, aquella gente cantó buena parte del tiempo, la mitad aproximadamente.
«No podía entender sus letras», prosigue, «pero era una música preciosa, que te llegaba al corazón. ¿Ves?, le dije a mi novia, este es nuestro problema. La izquierda tiene las emociones, nosotros tenemos los hechos, y ¿qué es más eficaz para convencer a la gente?»
Por eso, Zitelmann ha dejado últimamente a un lado las estadísticas y ha optado por el sarcasmo.