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La otra cara del dinero

Israel ha sido el faro que iluminaba la puerta de salida a un futuro mejor, y no solo para los judíos

Los gazatíes y los cisjordanos no son víctimas de la rapacidad de los hebreos, sino de la incompetencia de sus líderes

Israel ha sido el faro que iluminaba la puerta de salida a un futuro mejor, y no solo para los judíos

Una mujer sostiene a su perro mientras corre hacia un refugio durante un ataque con cohetes desde la franja de Gaza en la ciudad de Ashkelon, en el sur de Israel, el 10 de octubre de 2023. | Jack Guez (AFP)

En 1999, el periodista Patrick James O’Rourke publicó Eat the Rich (Comerse a los ricos), un didáctico y divertido tratado de economía.

En el prólogo se plantea «por qué algunos lugares prosperan y otros simplemente dan asco» y, como no conseguía aclararse ni releyendo los manuales de texto de la universidad ni acudiendo a las fuentes originales (Adam Smith, Karl Marx, John Maynard Keynes), cuenta que decidió visitar los diferentes regímenes y sacar sus propias conclusiones.

El libro está organizado dialécticamente, es decir, por parejas antitéticas.

Un capítulo se titula «Buen capitalismo: Wall Street» y el siguiente, «Mal capitalismo: Albania». Otro capítulo se titula «Buen socialismo: Suecia» y el siguiente, «Mal socialismo: Cuba». Y así sucesivamente. O’Rourke no habla de Israel, pero dedica un capítulo a Hong Kong que podría haberse inspirado en él: «Cómo conseguir todo a partir de nada».

¿El pueblo elegido?

Cualquiera que haya visitado Israel sabe que la naturaleza no ha sido generosa con él.

Hay una foto muy famosa de las 66 familias fundadoras de Tel Aviv. Se las ve reunidas en las afueras de Jaffa, en abril de 1909. Están oficialmente sorteándose parcelas de tierra, pero lo que en realidad están haciendo es repartirse el desierto. Porque todo lo que se ve hasta donde alcanza la vista son dunas y rocas y un par de matorrales. Más de la mitad de la superficie de Israel la ocupa la desolada e inhóspita extensión del Néguev.

Hoy es, sin embargo, una de las naciones más desarrolladas del planeta.

Su PIB per cápita es similar al del Reino Unido o Corea del Sur y superior al de Italia o España. Hace 60 años, su principal fuente de ingresos era la agricultura. Representaba el 30,3% de sus ventas al exterior. Hoy apenas supone el 4%, mientras que la tecnología ha escalado hasta el 43% de sus exportaciones. Es el segundo país del planeta que más unicornios genera (después de Estados Unidos) y el tercero que más compañías tiene cotizando en el Nasdaq (después de Estados Unidos y China).

¿Cuál ha sido la clave de este éxito?

La productividad lo es casi todo

El nobel Paul Krugman tiene una frase muy significativa.

«La productividad —escribe en La era de las expectativas limitadas— no lo es todo en economía, pero en el largo plazo lo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar su nivel de vida depende casi por completo de su capacidad para elevar el producto por trabajador».

¿Y de qué depende la productividad?

En primer lugar, de las innovaciones. El ferrocarril y la cámara frigorífica convirtieron a Argentina en una gran potencia económica a principios del siglo XIX, porque le permitieron sacar de la pampa la enorme cantidad de vacas que era capaz de criar y ponérselas rebanadas en chuletas en la mesa a los europeos y los estadounidenses.

La magia del capitalismo

La productividad puede también mejorar con un cambio organizativo.

El montaje en cadena permitió a Henry Ford abaratar la fabricación de coches y hacerse rápidamente con una gran cuota de mercado, con lo que ganó mucho dinero. Esos enormes beneficios no pasaron, sin embargo, inadvertidos para otros emprendedores, como General Motors.

¿Y qué hicieron?

Para empezar, contrataron a los operarios de Ford, para que les enseñaran los secretos de la cadena de montaje, para lo que no tuvieron más remedio que mejorarles las condiciones. Y luego bajaron los precios, para arrebatar ventas a Ford, con lo que los coches se hicieron aún más asequibles.

Esa es la magia del capitalismo.

La acción combinada de innovación y competencia hace que tengamos empresas cada vez más eficientes y que la riqueza que genere cualquier mejora se traslade de los beneficios a los precios, permitiendo que dispongamos de coches (y teléfonos y ordenadores) mejores y más económicos.

El error socialista

Así se enriqueció también Israel.

Aunque entre los padres fundadores del estado había muchos admiradores de la Revolución Rusa, como David Ben Gurion, no tardaron en ponerse de manifiesto las limitaciones del socialismo. Muchas actividades (telefonía, distribución, automóvil) funcionaban en régimen de monopolio y sus responsables carecían de incentivos para urdir productos nuevos o mejores.

El nivel de vida de los israelíes se fue deteriorando y el estallido de las crisis del petróleo en los años 70 los acabó de empobrecer.

El acierto capitalista

Como en el resto de Occidente, el Gobierno intentó preservar la renta real de sus ciudadanos limitando los precios y subiendo los salarios, pero únicamente consiguió embalsar una inflación que se desbordaría aparatosamente en 1984, cuando el IPC alcanzó el 445%. La década se cerró con un plan de estabilidad tutelado por el FMI y la avalancha de judíos rusos que aprovecharon el colapso de la URSS para regresar a Palestina.

Parecía una catástrofe humanitaria, pero resultó un golpe de suerte.

Aquellos matemáticos, químicos e ingenieros soviéticos llegaban, en efecto, justo a tiempo de montarse en la ola de la revolución informática que estaba gestándose y que, en combinación con una batería de reformas favorecedoras de la competencia, iba a proyectar Israel a la vanguardia de la tecnología mundial.

Del conflicto palestino a la Startup Nation

Cuando viajé por primera vez a Israel en 2013, ya no te enseñaban dónde se encontraba el refugio más próximo ni te mostraban cómo ponerte la máscara antigás.

Antes de montar al avión de El Al en Barajas había que superar un interrogatorio exhaustivo del que no se libraban ni las inofensivas monjitas, pero una vez en Tel Aviv nadie hablaba de bombas ni de guerras, sino de innovación y talento. Israel había dejado de ser sinónimo de conflicto palestino.

Se había convertido en la Startup Nation que todos querían emular.

La ciudad bullía de jóvenes procedentes de todo el planeta. Los veías alegres y confiados en las terrazas de la ciudad, intercambiando en un inglés parecido al de los minions proyectos que los bancos de inversión, los grandes fondos y las multinacionales se tomaban muy en serio. «En los últimos cuatro años —me explicó un representante de Microsoft— ha surgido una compañía de 1.000 millones de dólares cada mes y nadie quiere perderse la siguiente».

Simplemente dan asco

Aquella vitalidad y aquel clima tan parecido al del Levante español invitaban a quedarse, y muchos no dudaron en hacerlo.

En medio de la miseria circundante y con todas sus limitaciones, Israel era el faro que iluminaba la puerta de salida a un futuro mejor, y no solo para los judíos. Los únicos árabes que disfrutan de una democracia son los que viven en Israel. Los gazatíes y los cisjordanos no son víctimas de la rapacidad de los hebreos, sino del fanatismo, la incompetencia y la corrupción de sus propios líderes.

Incluso aunque hoy cesara la presunta opresión del pequeño Satán, ¿qué futuro les aguardaría?

No hace falta un gran esfuerzo de imaginación. Hay todo un catálogo de teocracias islamistas que sirven de inspiración a Hamás. Está el modelo chií de Irán, el talibán de Afganistán, el salafista de Arabia Saudí… Y para instaurar ese paraíso en la tierra, no dudan en tirotear a los asistentes a un concierto, decapitar a soldados, violar a mujeres y calcinar en la cuna a bebés abrazados a sus peluches.

Como diría O’Rourke, simplemente dan asco.

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