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La otra cara del dinero

Las reivindicaciones legítimas de los palestinos no tienen nada que ver con la agenda de Hamás

Cada vez que alguien comete una atrocidad y salimos a la calle a jalearle, contribuimos a perpetuar el círculo del odio

Las reivindicaciones legítimas de los palestinos no tienen nada que ver con la agenda de Hamás

Ilustración de Alejandra Svriz.

¿Cómo pensar moralmente sobre la guerra entre Israel y Hamás?, plantea Zack Beauchamp en Vox.

Ninguna persona decente, sostiene, debería transigir con las atrocidades de Hamás. En el sur de Israel, sus militantes «irrumpieron en la habitación donde se ocultaba una familia de cinco miembros y los masacraron a todos». Pero al día siguiente vimos también la imagen de un padre gazatí abrazando por última vez a su hijo «descuartizado por un ataque israelí».

Aunque nadie está obligado a escoger entre dos salvajadas, en Occidente lo hacemos sistemáticamente.

Los propalestinos señalan la abrumadora superioridad militar de Israel, el bloqueo de Gaza y la colonización de Cisjordania y preguntan: «¿Cómo pretenden que se resignen y resistan? ¿Qué salida les dejan?» Por su parte, los proisraelíes argumentan que el Estado judío se enfrenta a asesinos despiadados e invocan su derecho fundamental a la defensa.

Como esas rivalidades entre lugareños cuyo origen nadie recuerda, la espiral de la acción-reacción se adueñó hace tiempo del conflicto y todos exhiben su martirologio y su memorial de agravios. ¿Y qué podemos decirles? Por supuesto que es intolerable masacrar a familias indefensas. Y por supuesto que es inadmisible descuartizar a niños. Faltaría más.

Pero tracemos bien las líneas entre los bandos: no hablemos de proisraelíes y propalestinos, sino de partidarios del diálogo y partidarios de la violencia.

Porque las reivindicaciones legítimas de los palestinos no tienen nada que ver con la agenda de Hamás. Entre las víctimas del 7 de octubre había defensores de la solución de los dos estados, como Itzik Horn, cuyos hijos están probablemente secuestrados. «Yo soy un hombre que hasta el domingo formaba parte del campamento de la paz y del diálogo —le contaba desconsolado a Carlos Herrera—. Hoy no sé de qué formo parte».

Los terroristas, por el contrario, lo tienen muy claro.

En su universo no hay matices; todo es blanco o negro. Y cuando alguien se convence de la santidad de sus objetivos, ¿cómo va a consentir que los demás permanezcan en la oscuridad y el error, en la injusticia y el pecado? La moral deja en ese momento de ser un instrumento de concordia para convertirse en un arma de destrucción masiva.

Porque no hay nada más implacable que alguien imbuido de la verdad.

Qué significa bueno

«La ética es la investigación general sobre lo bueno», dice Ludwig Wittgenstein en su Conferencia sobre ética.

La palabra bueno, advierte a continuación, se usa «en dos sentidos muy distintos»: el «trivial o relativo» y el «ético o absoluto». Por ejemplo, cuando decimos de una silla que es buena, significa que sirve satisfactoriamente de asiento. Y cuando aseguramos de alguien que es un buen pianista, queremos decir que interpreta hábilmente piezas de un cierto grado de dificultad.

Este no es, sin embargo, el uso que hace la ética de la palabra bueno.

Pensemos en alguien que dice: «Esta es la carretera buena para Benidorm». Todo el mundo entenderá que es la carretera que debe tomar si se quiere llegar a Benidorm lo antes posible. Pero, ¿no depende eso de dónde esté uno? No existe una carretera «absolutamente buena», una carretera tal que, al verla, todo el mundo deba tomarla por imperativo lógico, o avergonzarse por no hacerlo.

Del mismo modo, el bien absoluto sería aquel que todos debiéramos realizar o sentirnos culpables por no hacerlo.

«En mi opinión —concluye Wittgenstein—, tal estado de cosas es una quimera». Eso no significa que lo bueno no exista o sea inalcanzable. No podemos codificarlo ni formularlo como hacemos con el tráfico o la órbita de los planetas, pero sí podemos mostrarlo y reconocerlo cuando lo vemos.

La aventura de los Rozen

Cuenta Maya Siminovich en El Confidencial que los ancianos Moshé Rozen y su esposa Diana se despertaron el sábado 7 de octubre con la sirena antiaérea.

Los Rozen viven a cuatro kilómetros de Gaza. Estas alertas son habituales y no le dieron importancia. Se metieron en el refugio y aguardaron a que pasara. Al cabo de una hora recibieron, sin embargo, informaciones de que habían invadido algunas poblaciones cercanas.

Pensando que quizás la alarma durara algo más que de costumbre, salieron para acopiar café, agua, alimentos.

Vieron entonces cómo unos soldados registraban su casa. Aunque llevaban uniformes israelíes, se dieron cuenta de que eran de Hamás y corrieron de nuevo al refugio. No tardaron en descubrirlos. Primero a patadas y luego a tiros, reventaron la puerta del refugio. En el forcejeo los Rozen resultaron heridos, pero los islamistas decidieron llevárselos igualmente.

Recorrieron a pie los cuatro kilómetros que los separaban de la frontera y, entonces, sucedió algo insólito.

Los invasores habían ido pasando uno por uno por un hueco de la valla, solo quedaba el que retenía a los Rozen y «cuando nos tocó el turno —recuerda Moshé—, opuse resistencia. Le mostré las heridas, le dije que éramos gente mayor, que necesitaba con urgencia un médico. Obviamente, no lo convencí, hacía signos de matarnos», pero «le dije que no había otra posibilidad, que nos íbamos y nos dimos la vuelta».

¿Por qué no los dejaron secos en el sitio?

Moshé no lo sabe a ciencia cierta. Cree que estaban impacientes por cruzar, que si les disparaban por la espalda en campo abierto podrían identificarlos… Pero en medio de la barbarie de aquel sábado, el gesto refulge extrañamente. Es una traición a la causa islamista y un espaldarazo a la causa de la humanidad.

Sepulcros blanqueados

Observa Beauchamp que cuando el escritor Tariq Ali denuncia los excesos de Israel, sus acusaciones son muy específicas. Escribe que «quemaron casas, destruyeron plantaciones de olivos, vertieron cemento en los pozos, atacaron a los palestinos y los expulsaron de sus hogares mientras cantaban Muerte a los árabes».

Por el contrario, cuando habla de Hamás, «se refugia en la pura abstracción».

No cuenta cómo acribillaron a quemarropa a los asistentes a un festival de música, calcinaron a los colonos vivos o decapitaron a los soldados. Cuenta simplemente que «los dirigentes elegidos de Gaza empiezan a contraatacar». El lenguaje utilizado es «genérico y ajeno a las consecuencias prácticas —dice Beauchamp—, porque comprometerse con la realidad, con el duro y frío sufrimiento humano, desbarataría la pulcra imagen ideológica que permite regodearse en la propia rectitud moral».

También Íñigo Errejón se regodeaba en su rectitud moral este domingo cuando hablaba de «ponerse del lado de la paz y los derechos humanos».

¿Quién podría discrepar de tan beatífico programa? En seguida te asaltan, sin embargo, las dudas. ¿Cómo es ese lado de la paz compatible con la toma masiva de rehenes, como los hermanos Iair y Eitan Horn? El monopolio marxista de los buenos sentimientos es una ilusión que se disipa en un abrir de ojos.

No hay una carretera absolutamente buena

¿Cómo pensar moralmente sobre la guerra entre Israel y Hamás, entonces?

En primer lugar, desconfiemos de los vendedores de soluciones instantáneas: no existe una carretera absolutamente buena que conduzca ni a Benidorm ni a la concordia en Oriente Próximo. Y en segundo lugar, distingamos el fin de los medios, porque si cada vez que alguien comete una atrocidad salimos a la calle a jalearle y reírle la gracia, solo contribuiremos a perpetuar el círculo del odio.

Más que un gran planteamiento, necesitamos muchos pequeños gestos, como negarse a disparar a dos ancianos por la espalda.

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