THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Nos vaya como nos vaya, estamos diseñados para sentirnos permanentemente insatisfechos

Si Marx levantara la cabeza, se quedaría pasmado ante nuestra abundancia material, pero se echaría a la calle a protestar

Nos vaya como nos vaya, estamos diseñados para sentirnos permanentemente insatisfechos

En toda la historia de la humanidad, nunca habíamos tenido a nuestra disposición tanta variedad de bienes y servicios. | TO

«Supongamos que pudiéramos viajar en el tiempo hasta 1870 y contarle a la gente lo rica que sería la humanidad en 2010 —escribe James Bradford DeLong—. ¿Cómo reaccionaría? Pensaría seguramente que habíamos alcanzado el paraíso, la utopía».

El progreso experimentado por la humanidad en lo que DeLong llama «el largo siglo XX», y que comprende los 140 años que median entre el inicio de la Belle Époque (1870) y la Gran Recesión (2010), no puede calificarse sino de espectacular. Fue la era que nos vio «acabar con la terrible pobreza material, que había sido hasta entonces un mal casi universal».

Durante la mayor parte de su historia, la humanidad había estado sujeta a los ciclos maltusianos.

Aunque a lo largo de esos milenios no faltaron importantes inventos, como el arado de reja, la carabela o la imprenta, su impacto en la productividad quedó neutralizado por la presión demográfica. «Una sociedad agrícola tradicional —sostiene Robert Lucas— responde al cambio tecnológico incrementando la población, no el nivel de vida». A finales del siglo XIX, sin embargo, los laboratorios de innovación, la empresa moderna y la globalización multiplicaron el ritmo de innovación.

El resultado fue espectacular.

En 2010, la renta per cápita era 8,8 veces superior a la de 1870. «En torno al 9% de la humanidad —observa DeLong— vive hoy con menos de dos dólares diarios, que es el umbral de la pobreza extrema, frente al 70% de 1870. Y entre ese 9%, muchos tienen acceso a la última tecnología sanitaria y a una telefonía móvil de enorme valor y poder».

¿Cómo ha afectado esta mejora a nuestro bienestar subjetivo?

El dormilón

Una de las novelas más vendidas en los Estados Unidos del XIX fue Looking Backward, de Edward Bellamy.

«Bellamy —cuenta DeLong— era un populista y (aunque rechazaba el nombre) un socialista». Defendía la nacionalización de los medios de producción y, como Marx y Engels, creía que la combinación del altruismo y las fuerzas creadoras liberadas por la burguesía resolvería todos los problemas de la humanidad. En Looking Backward relata la historia de Julian West, un bostoniano con problemas de insomnio que, tras someterse a un tratamiento particularmente eficaz, se despierta 113 años después, en 2000.

Lo que se encuentra es una sociedad rica y bien avenida.

«A mis pies —describe West nada más levantarse de su siesta— se extendía una gran ciudad. Kilómetros de calles anchas, sombreadas por árboles y flanqueadas por bellos edificios, la mayoría de los cuales no formaban manzanas continuas, sino que se expandían a lo largo y ancho. En cada barrio había grandes plazas llenas de árboles, entre las que brillaban estatuas y destellaban fuentes bajo el sol de la tarde».

Todas las empresas se habían fusionado en una única gran corporación pública que se gestionaba con la mirada puesta en «el beneficio común».

Música, maestro

DeLong destaca un episodio de la novela en el que ofrecen a West amenizar la velada con una pieza musical.

El hombre espera que su anfitriona se siente a un piano, lo que por sí solo ya daría testimonio de un gran poderío. «Para escuchar música a la carta en 1900 —recuerda DeLong— había que tener un instrumento y a alguien capaz de tocarlo», y no era fácil. El obrero medio hubiera necesitado el salario de «aproximadamente un año con una semana laboral de 50 horas», para permitirse un piano.

West se asombra, sin embargo, cuando ve cómo su anfitriona se limita a pulsar «uno o dos tornillos».

Inmediatamente, la habitación se llena con una melodía cuyo «volumen se había graduado perfectamente para el tamaño del apartamento». ¡Grandioso!, exclama West, pero ¿dónde está el órgano? En un lejano auditorio, le responden. Han llamado por teléfono a la orquesta y la han conectado a un altavoz. ¿Se puede conectar con una orquesta local y escucharla en directo?, alucina West. No solo eso, le dicen: ¡se puede elegir una de las cuatro orquestas que están actuando en ese momento!

West da en ese momento rienda suelta a su entusiasmo.

«Si nosotros [en el siglo XIX] —reflexiona— hubiéramos ideado un sistema que proporcionara a todo el mundo música en sus casas, perfecta en calidad, ilimitada en cantidad, adecuada a cada estado de ánimo y empezando y terminando a voluntad, consideraríamos que se había alcanzado el límite de la felicidad».

La paradoja de Easterlin

Hoy no solo podemos elegir entre cuatro orquestas, sino entre (no exagero) los ocho millones de artistas que ofrece Spotify y, sin embargo, seguimos tan lejos del límite de la felicidad como West.

En su trabajo sobre la evolución del bienestar subjetivo en los últimos dos siglos, el investigador Thomas Hills y sus colaboradores encontraron «una correlación positiva con el PIB», pero modesta. Un incremento repentino y sustancial de la riqueza impulsa la satisfacción, pero el efecto se diluye con el tiempo. «La felicidad —concluyen— cambia en respuesta a las alteraciones de la renta, tanto dentro de las naciones como entre ellas, pero no muestra una tendencia al alza en el largo plazo».

Se han dado varias explicaciones a este fenómeno, conocido como «paradoja de Easterlin» por el historiador de la economía que la formuló, Richard Easterlin.

Un mundo más desigual

Buena parte de la izquierda niega la mayor y rechaza que se trate de una paradoja.

La incuestionable explosión de riqueza experimentada desde 1870 ha venido acompañada de una no menos cuestionable explosión de desigualdad. «[Adam] Smith, [David] Ricardo y sus contemporáneos —recuerda Lucas— discutían sobre diferencias en los niveles de vida [de] un factor de dos. Pero ni en 1800 ni en ninguna época anterior existía nada que se pareciera remotamente a nuestro mundo actual, con diferencias del orden de 25».

En principio y desde un punto de vista estrictamente racional, ¿qué más nos da lo que gane el vecino mientras no nos falte nada a nosotros?

Por desgracia, el dinero representa mucho más que un medio para comprar cosas. Es un indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da literalmente la vida: el economista Richard Layard explica que «las personas que ocupan los escaños superiores [de una organización] viven cuatro años y medio más» que sus subordinados.

Bajo la tiranía de la reina roja

DeLong suscribe esta crítica de la izquierda.

«Ningún triunfalismo sobre el largo siglo XX —sentencia— puede resistir siquiera un examen aunque sea superficial de la economía política de la década de 2010: la prosperidad material está distribuida de forma desigual por todo el planeta hasta extremos groseros, incluso criminales».

Pero también cree que hay otro motivo más fundamental que nos aleja de la utopía.

Los humanos estamos diseñados para adaptarnos a un entorno cambiante. Eso nos permite encajar las desgracias, pero también nos obliga a recurrir a dosis crecientes de estímulos positivos para mantener el nivel de satisfacción. Con el aumento de la riqueza, argumenta DeLong, lo que antes eran necesidades se han convertido en comodidades que damos por descontadas. A su vez, las comodidades, que eran antes un bien aspiracional, se han convertido en una exigencia y el puro lujo ha pasado a ser un bien aspiracional.

Igual que en la cinta de un gimnasio, hay que correr muy deprisa para no moverse del sitio, como le dice la reina roja a Alicia.

El triunfo de la necesidad sobre la virtud

«Aunque es agradable imaginar a la humanidad libre de urgencias materiales —escribe Easterlin—, una perspectiva más realista y basada en la evidencia dibuja un mundo en el que una generación detrás de otra piensa que necesita un 10% o un 20% más de ingresos para ser feliz».

Hemos reunido una abundancia inimaginable para la gente de 1870 gracias a la innovación, a la empresa moderna y a la globalización.

La presión política mueve también nuestras sociedades en la dirección de una mayor igualdad. Pero la utopía requiere, además, una transformación interior. Sin ella, la crónica del crecimiento no será nunca el triunfo de la humanidad sobre las necesidades materiales, sino, como dice Easterlin, «el triunfo de las necesidades materiales sobre la humanidad».

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