THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Cosas que no son falacias, aunque te digan que sí

«Nuestro conocimiento no se divide entre lo absolutamente correcto y lo radicalmente errado; existen también cosas que se colocan entre un extremo y otro, y basta con que algo se aproxime a lo correcto para poderlo a menudo aceptar»

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Cosas que no son falacias, aunque te digan que sí

Cuando se popularizaron redes sociales como Facebook y, sobre todo, Twitter, aparentemente propicias al ágil intercambio de ideas, algunos nos hicimos ilusiones. Por fin parecía posible dialogar con muchos sobre mucho.

No es que nos pensásemos que por fin había arribado aquella “comunidad ideal del habla” (movida solo por buenos argumentos y sin voluntad alguna de imposición) que décadas atrás reclamara el filósofo Jürgen Habermas; como bien le apuntaría, socarrón, nuestro recientemente fallecido Javier Muguerza, esa “comunidad ideal del habla” más bien parecía una utópica comunión de los santos. Pero sí creímos que se nos abrían muchas posibilidades de deliberar junto con nuestros conciudadanos e incluso con habitantes de todo el planeta. Una verdadera perita en dulce para quienes adoramos entrar al calor de un debate (ese lugar al que, decía Nietzsche, habías de llegar con tus ideas bien en frío).

Diez años después seguramente seamos más escépticos. De hecho, es probable que algunos hayamos cambiado Facebook por Instagram, Twitter por Snapchat; las palabras por imágenes. Ya no es solo que Twitter se haya vuelto a menudo mera faramalla donde los insultos florecen impetuosos (problema para el que ya sugerimos algún lenitivo en este otro artículo). Es también que quizá andemos algo desilusionadetes: no resulta tan sencillo argumentar ni contraargumentar.

Curiosamente, creo que una de las cosas que más entorpecen esas discusiones es un grito que a menudo se escucha en medio de las disputas. Una exclamación que parece lógica, y culta, y elaborada, pero aquí quiero apuntar que rara vez lo es. Todos la habremos escuchado alguna vez: “¡Falacia!”. “Eso que acabas de decir comete la falacia nosecuantitas”. “Oh, me has soltado una falacia del tipo de lorem ipsum dolor sit amet, consectetur adipiscing elit” (las falacias, como las especies entomológicas, se precian de llevar nombres en latín).

Me confieso: yo también incurrí en ese pecado y, apenas llegado a Twitter, me dediqué a clasificar las falacias de los demás como quien detecta pajas en ojo ajeno. Llegué a pensar que eso haría nuestras discusiones más razonables. Hoy me rindo a la evidencia: eso no es así.

Y es que resulta que detectar una falacia verdadera es mucho más complicado de aprenderse cuatro latinajos en Wikipedia o soltar un “zasca” rápido en un tuit. Existen de hecho varias áreas de estudio (desde la lógica informal a la retórica, pasando por la teoría de la argumentación) a las que cientos de inteligentes estudiosos consagran sus empeños desde hace lustros. Es muy tuitero sentirte capaz de hacer lo mismo que hacen esos expertos (detectar falacias) sin pasar por el enojoso trámite de estudiar tanto como ellos; pero eso no significa que luego lo vayas a hacer bien.

Como ya me he declarado reo de contribuir a la impresión errónea de que sea fácil descubrir falacias, siento la necesidad de redimir mi culpa. Y por ello voy a ofrecer a continuación un pequeño prontuario de las principales falacias que se suelen entender mal. Por así decirlo, intentaré mostrar por qué a menudo es una falacia acusar a los demás de falacias. No seré exhaustivo, aunque espero que sí pertinente.

1. ¡Has cometido una falacia, así que no tienes razón!

Empecemos con lo más urgente: no es cierto que, si una persona razona mal al discutirte algo, ello implique automáticamente que está equivocada. Si porque alguien comete una falacia al defender X deduces que X es falso, el que comete una falacia eres tú. (Tiene nombre y todo: ad logicam). Quizá tu interlocutor simplemente se haya despistado, o no sea bueno al expresarse. Pero eso no obsta para que conozca la verdad. Cierto es que sus errores al hablar te proporcionan a ti una excelente ocasión para darle un zas en toda la boca, y que a menudo es divertido hacerlo. Discutir con otros no tiene por qué consistir siempre en una danza de ballet; también puedes verlo como un partido de rugby. Pero asegúrate de no hacerle un placaje a alguien que vaya vestido con tutú.

2. ¡Eso es un argumento de autoridad!

Esta es quizá una de las cosas que peor entiende la gente (oigo ya los chillidos de la masa: “¿Y tú qué autoridad tienes para reprocharnos eso, eh?”). Hoy es frecuente que, si citas a algún sabio del pasado en apoyo de una tesis, te acusen de usar una falacia de autoridad; si le señalas a alguien que cierto libro muestra una idea eficazmente, te acusen de lo mismo; si un médico reconoce que lo es antes de hablar de enfermedades, le recriminen igualmente. Twitter ha creado la impresión de que, por ser capaz de redactar mal que bien 280 caracteres, ello te coloca al mismo nivel que cualquier otro con ese mismo espacio (es decir, que cualquier otro). Y si él no es capaz de demostrarte la ley de la gravedad en un tuit, ajajá, entonces es que a lo mejor esa ley no resulta tan segura. No le servirá de nada citar entonces a Newton: “Oh, ya estás citando a autores, ¡falacia de autoridad!”.

En realidad, todo esto muestra lo horriblemente mal que entendemos las autoridades en nuestras sociedades igualitaristas. No es verdad que reconocer la autoridad de alguien sea lo contrario que razonar; de hecho, solo puedes razonar si reconoces ciertas autoridades. En primer lugar, la autoridad del maestro que te enseñó a razonar. Y, por otra parte, muchas autoridades se reconocen tras haber razonado. No supone mengua para tu razón que admitas que la otorrinolaringóloga sabe más que tú de otorrinolaringología; al contrario, demuestras ser de lo más razonable cuando acatas esa hipótesis. Cierto que no puedes estar cien por cien seguro de que tu doctora acierte o de que Newton lo hiciera (y, de hecho, Einstein descubrió cosas interesantes cuando se atrevió a cuestionar al segundo). Pero en cuestiones de razón humana hablamos casi siempre de grados (no digo “siempre” pues hay también grados ahí). Una autoridad, si es fiable y pertinente a tu tema, posee un buen motivo para que des fe a sus indicaciones.

No rehuyas pues toda autoridad, sino solo el autoritarismo. Y a quien rechace todas las autoridades no le atribuyas ninguna autoridad.

3. ¡Las generalizaciones son siempre erróneas!

Este es otro de los clamores más escuchados en redes sociales. Incluso un filósofo por lo demás interesante, Hermann Keyserling, profirió algo parecido hará ya cosa de un siglo. Mas no hace falta devanarse los sesos para notar que si afirmas que todas las generalizaciones se equivocan, cometes una autocontradicción: en esa misma frase ya has generalizado.

Lo cierto es que hay generalizaciones incorrectas, pero también correctas. No solo eso, sino que cualquier tipo de conocimiento te exige generalizar: antes de decir algo científico sobre los caniches (por ejemplo, que comparten especie con los mastines) tengo que generalizar sobre los caniches; y ello no implica equivocación alguna, sino acierto. Nos lo enseñó Funes el Memorioso: cada palabra que pronunciamos acarrea una generalización.

A menudo no hace falta que la generalización se cumpla en todos y cada uno de los individuos a los que se la aplico: decir que los perros tienen cuatro patas es pasablemente correcto, aunque resulte que Daenerys, la perra de mi vecino, solo tenga tres. Volvemos a la misma idea de antes: nuestro conocimiento no se divide entre lo absolutamente correcto y lo radicalmente errado; existen también cosas que se colocan entre un extremo y otro, y basta con que algo se aproxime a lo correcto para poderlo a menudo aceptar.

4. ¡Esas dos cosas no se pueden comparar!

La verdad es justo la contraria: casi siempre puedes comparar cualquier cosa con cualquier otra. Solo hay dos cosas que no pueden compararse nunca: el ser y la nada (porque no tienen nada en común, dado que la nada no tiene nada). Pero para el resto de las cosas siempre es posible, entre sus mil y un aspectos, hallar alguno en que resulten análogas. A quien te diga que no mezcles churras con merinas recuérdale que tanto unas como otras son ovejas, así que en algo sí se pueden comparar.

De hecho, el problema en la historia del saber no ha sido no poder comparar entre sí las cosas, sino que se pueden comparar demasiado. En la Edad Media se pensaba que hallar las similitudes de unas cosas con otras nos proporcionaba conocimiento. Si la mancha del ciervo que has cazado se parece a una daga, ten cuidado con ellas; si una flor se parece a un corazón, quizá es que funciona igual que él. Naturalmente, pronto se dieron cuenta de que, como todo podía compararse con todo, al final así no aprendían nada. Y abandonaron la vía de la analogía como fuente del saber.

Pero eso no significa que hoy no podamos usar comparaciones para entender mejor las cosas. Por supuesto, habrá comparaciones más útiles y menos útiles; pertinentes o menos. Si el lector me compara con Aristóteles habrá cosas en las que acierte (ambos somos humanos, por ejemplo); para otras cosas será mejor compararme con Brad Pitt (ambos estamos vivos hoy). Pero una cosa es decir que cierta comparación no es correcta a cierto respecto y otra, muy diferente, aseverar que dos cosas no se puedan comparar. Solo puede afirmar esto último quien se parezca a un boniato (y dejo al lector la tarea de decidir con qué aspectos del boniato, y con cuáles no, se le podría comparar).

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