THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Cómo sobrevivir a los troles con ayuda de Buda y Platón

De entre los variopintos bichitos que pululan por internet, últimamente los troles concitan atención especial. Se trata de una especie que nos acompaña casi desde los orígenes de la Red: ya en el Usenet de los años 80 (la abuela de las redes sociales actuales) proliferaron, empeñados en soltar asertos ofensivos para desquiciar debates y enfurecer a debatientes. Hoy su genética ha evolucionado y son capaces de acosar, injuriar, amenazar, doxear y calumniar a todo el que se cruce con ellos en la selva internáutica.

Opinión
Comentarios
Cómo sobrevivir a los troles con ayuda de Buda y Platón

De entre los variopintos bichitos que pululan por internet, últimamente los troles concitan atención especial. Se trata de una especie que nos acompaña casi desde los orígenes de la Red: ya en el Usenet de los años 80 (la abuela de las redes sociales actuales) proliferaron, empeñados en soltar asertos ofensivos para desquiciar debates y enfurecer a debatientes. Hoy su genética ha
evolucionado y son capaces de acosar, injuriar, amenazar, doxear y calumniar a todo el que se cruce
con ellos en la selva internáutica.

Todo eso ha propagado un comprensible hartazgo entre los usuarios de redes sociales. Circula el
dicho de que hoy, por perogrullesco que sea el aserto que hagas en internet (3 + 3 = 6; lo blanco no es negro; mi mamá me ama), probablemente recibirás insultos de todo pelaje: tres más tres son seis solo si aceptas acrítico la opresiva racionalidad occidental, maldito etnocéntrico. Has escogido el ejemplo de los colores blanco y negro porque en el fondo estabas pensando en las razas y eres un
racista (“¡pero si el ejemplo es de Aristóteles!”, “¿Lo ves? ¡Otro racista!”). Te has referido a tu madre amorosa, y no al afecto de tu padre, o de tu progenitor A o B, porque ansías mantener los roles de género, condenado machista.

Ante parejas desazones, nuestros políticos, tan solícitos siempre ellos cuando de prohibir se trata,
han corrido a sugerir diversas sanciones con que escarmentar a los troles más díscolos. Así, en
Alemania lleva ya un mes de vigencia la ley que castiga a las redes sociales con hasta 50 millones de euros por cualquier contenido que pueda considerarse discriminatorio, amenazante o difusor de
odio. Como es natural, lo vago de estas categorías ha suscitado las alarmas de los defensores de la
libertad de expresión: ¿quién decide, sin jueces de por medio, dónde termina una crítica acerada y
empieza el odio? ¿No es toda crítica que se haga a una persona ultrasensible odiosa para ella? En una ironía deliciosa, uno de los primeros reos de la ley ha sido el propio ministro que la ideó, por culpa de un tuit de 2010.

La Unión Europea también baraja hacer algo al respecto (multar), así como el Gobierno de España
(multar más) y no es difícil predecir que pronto se les unirán las autonomías (todavía más multas,
pero en lengua cooficial). Frente a este enfoque represivo, quizá ligado al hecho de que tanto
estudiante de Derecho acabe gobernándonos, me gustaría proponer aquí una perspectiva diferente, de tipo filosófico. ¿Puede ayudarnos la filosofía a lidiar con los troles, sin necesidad de ponernos a atenazar con leyes todo cuanto se agite por internet?

Lo cierto es que sí, y voy a sugerir tres procedimientos para mejorar nuestra resistencia ante el
mosconeo de los troles, en especial de los que se aprovechan del anonimato para hostigarnos gratis.
El primero de estos métodos estará inspirado en Platón; los otros dos, en Siddharta Gautama, alias
Buda (aunque cabe entenderlos también desde Platón).

¿Qué nos puede enseñar Platón, desde sus casi 2.400 años de distancia, acerca de los troles
internáuticos? Para empezar, que no debería sorprendernos si nuestros congéneres, agazapados
bajo el anonimato, inmunes a repercusión alguna por sus actos, se portan de modo más bien bellaco.

En su libro La república, el filósofo griego nos invitó a hacer el siguiente experimento mental:
imaginemos que alguien encontrara un anillo que le volviera invisible. Es lo que, según la leyenda, le ocurrió al antiguo pastor Giges, allá por Lidia. ¿Cómo aprovechó su hallazgo? ¿Acaso se limitó a jugar con sus ovejas al escondite? Ciertamente no: utilizó su nuevo superpoder para llegar hasta el palacio  real, seducir a la reina y asumir el trono, tras asesinar al anterior monarca. «Suponte ahora», escribe Platón, «que hay dos anillos mágicos de este tipo y se los damos a un hombre justo y a otro injusto. ¿No es difícil imaginar que alguien fuera de natural tan férreo como, pese al anillo, seguirse portando de modo completamente justo? Nadie mantendría sus manos fuera de lo ajeno si pudiera sacar cuanto ansiara de una tienda impunemente, o meterse en cualquier casa y acostarse con quien deseara, o matar a quien quisiera. No, más bien le gustaría comportarse como un dios entre los hombres (…). Porque siempre que alguien piense que puede portarse mal sin repercusiones
negativas para él, se portará mal».

Aparte de advertirnos del peligro que entrañan ciertos anillos, siglos antes de Tolkien, Platón nos
recuerda pues lo temibles que son cuantos se creen impunes. No debería alterarnos demasiado, por
consiguiente, toparnos con su crueldad por redes: era previsible su comportamiento. Ahora bien,
Platón no piensa que la solución esté en intensificar el control sobre esos villanos que se aprovechan de su invisibilidad: ello solo les confirmaría que, a falta de castigo, lo que hacen es lo más lógico que les cabe hacer. En lugar de eso, Platón emprende ahí un largo argumento para demostrar que, quienes así trolean, son en realidad pobres esclavos de sus impulsos más soeces. Pero este es el momento de pasar a manos del otro pensador que antes anunciamos que nos ayudaría: Buda.

Pues quizá el lector esté pensando que, de acuerdo, que los que le insultan por la red hacen lo que
cabía esperar que hicieran, dadas sus vidas bajunas. Y que no es sorprendente. Pero ello no le acaba
de aliviar del todo la tensión de padecer sus injurias. Buda nos ofrece entonces un método para
sacarnos de tal sinsabor, basado en una anécdota que él mismo vivió.

Cuentan en efecto que un día, mientras Siddharta hablaba ante una multitud, se le acercó un hombre con clara intención de trolearle. Le habían contado que era imposible hacerle perder la paciencia aBuda. Y lo asumió como un reto. Así que cuando este sabio, tras su charla, animó como de costumbre a que se le plantearan dudas y comentarios, aquel tipo comenzó a gritarle todo tipo de insultos, a soltar groserías sobre él y su familia, a insinuar extremos de lo más ofensivos.

Buda le observó. Al poco bajó la mirada mientras pronunciaba en voz baja algunas palabras,
repitiéndolas para sí mismo una y otra vez. Tras un buen rato, el hombre que le insultaba se cansó y, viendo que Siddharta no reaccionaba, se calló. Todos estaban perplejos acerca de cómo había Buda logrado no sentirse ofendido: los dicterios del hombre habían sido crudelísimos.

Siddharta, en medio de tal perplejidad, se aproximó a él y le inquirió: “Si le haces un regalo a alguien y este te dice que no lo quiere y te lo devuelve, ¿a quién le pertenece entonces el regalo?». El trol, aún con ganas de incordio, replicó: «El regalo me pertenecería todavía a mí, claro está, idiota. Qué preguntas más estúpidas haces, inmundo pelagatos». Buda prosiguió entonces: «Y si yo no acepto tus insultos cuando me los lanzas, ¿a quién le pertenecen entonces?». Cuentan que los asistentes cayeron en la cuenta entonces de que las palabras que Buda había estado musitando antes para sí mismo habían sido: «No, gracias. No, gracias…».

Este método de Buda, aunque requiere cierta práctica, puede entonces ayudarnos a quitar toda
importancia a un avatar desconocido de un tipo desconocido que nos grita todo tipo de insensateces por Twitter o Facebook. En el fondo, conecta con lo que antes habíamos dicho de la mano de Platón: quien te insulta tiene un problema consigo mismo; no lo hagas tuyo, porque no lo es.

Y todo ello se liga bien con el último método que me gustaría traer aquí, que no sirve solo para lidiar con los insultos internáuticos, sino también para todo tipo de opiniones que encuentres ultrajantes. Ante ellas, caben dos posibilidades: que sean opiniones que estén en lo cierto, o que no. Si son correctas, no tiene mucho sentido ofenderte por la verdad, sino ir aceptándola. Ahora bien, si son opiniones incorrectas, ¿de veras deberías dejar que te dañaran? ¿Qué es una opinión incorrecta? Tanto Platón como Buda coincidirían en que no es más que una configuración que ha adoptado la mente de otra persona en un momento dado, sin relación alguna con lo real. Unas cuantas neuronas conectadas de cierta forma momentáneamente, diríamos hoy. Esas neuronas dentro de un rato pasarán a conectarse de otra forma, en cuanto la persona se ponga a pensar en otra cosa. Y, dentro de unos años, tal vez décadas, ni siquiera habrá neuronas o personas que las tenga, pues morirá. ¿Qué importa, pues, cómo se organice ahora ese pedazo de materia, esos cuantos átomos de carbono, que ahora hacen que otro piense así o asá? ¿Te ofenderías porque las huellas de una hormiga en la arena parecieran soltarte un insulto? ¿Te atribularía que unas nubes semejaran, durante unos segundos, hacer una caricatura de todos tus defectos? ¿Por qué ofenderte entonces por cómo se coloca momentáneamente el cerebro de un trol que ni conoces, del que ni sabrás si diez minutos más tarde sufre un ictus? (Y eso sí que sería algo importante para él, pero ni aun así te tocará; ¿por qué debería perturbarte pues algo mucho más lábil, como su mera «opinión»?).

Los Punsetes y Gente Viva han recuperado recientemente esta desconfianza platónico-budista frente a las meras opiniones. Es solo una pequeña paradoja que hayamos querido hacerlo también en este artículo… de opinión.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D