THE OBJECTIVE
Victoria Carvajal

El euro, la ilusión de recuperar la soberanía y otros obstáculos

2018 cierra con la adopción de dos medidas que pondrán a prueba la fortaleza de la unión monetaria a partir del próximo 1 de enero cuando cumpla 20 años de existencia. Tal y como estaba previsto, el Banco Central Europeo (BCE) pone fin a su programa de compra de deuda de las diecinueve economías que forman la zona euro. A modo de relevo, sus gobiernos han pactado hace pocos días un descafeinado acuerdo sobre los mecanismos de defensa de la moneda común, que supone algunos avances en la unión bancaria pero deja en el aire la deseada integración fiscal.

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El euro, la ilusión de recuperar la soberanía y otros obstáculos

2018 cierra con la adopción de dos medidas que pondrán a prueba la fortaleza de la unión monetaria a partir del próximo 1 de enero cuando cumpla 20 años de existencia. Tal y como estaba previsto, el Banco Central Europeo (BCE) pone fin a su programa de compra de deuda de las diecinueve economías que forman la zona euro. A modo de relevo, sus gobiernos han pactado hace pocos días un descafeinado acuerdo sobre los mecanismos de defensa de la moneda común, que supone algunos avances en la unión bancaria pero deja en el aire la deseada integración fiscal. Han traicionado en cierta manera el compromiso que alcanzaron para reforzar la deficitaria estructura de la unión monetaria que se puso en evidencia en los peores momentos de la crisis. Se abre, por tanto, una nueva etapa para el euro. Una vez el BCE le retire la respiración artificial, la unión monetaria descansará sobre la estructura aún imperfecta aunque mejorada que han logrado pactar los países miembros que comparten la moneda. ¿Será esta suficiente para hacer frente a los desafíos que se ciernen sobre la Zona Euro?.

La posibilidad de un Brexit duro, la rebelión fiscal de Italia, la popularidad de los partidos anti-sistema en Francia y Alemania, que puede verse reforzada por la pérdida de autoridad de Emmanuel Macron y la retirada de la vida política de Angela Merkel, la negativa de la llamada Nueva Liga Hanseática liderada por Holanda y que incluye a Dinamarca, Estonia, Finlandia, Letonia, Lituania, Suecia e Irlanda a aceptar cualquier iniciativa común de expansión fiscal con afanes solidarios… Es un panorama inquietante que desafía el futuro del proyecto europeo. A falta de una respuesta más contundente por parte de los líderes europeos, quienes siguen sin notar la recuperación económica y se sienten traicionados por el sistema es probable que sigan engrosando las filas de votantes de los partidos euroescépticos que, a derecha e izquierda, defienden recuperar la soberanía y se oponen a avanzar en la integración europea.

De lo que no hay duda es de que el BCE ha hecho su trabajo con éxito. Los 2,6 billones de euros (2,6 veces los bienes y servicios que produce España en un año) inyectados al sistema financiero por el BCE de Mario Draghi en los últimos cuatro años han servido para apuntalar la salida de la Gran Recesión y conjurar la deflación. Sin embargo, el pacto logrado en Bruselas el pasado día 14 para reformar la estructura del euro supone un avance tímido con respecto a los objetivos de integración marcados. Tan tímido que es razonable sospechar que las palabras de Draghi, advirtiendo de que los nacionalismos y las ideas iliberales y antidemocráticas que hoy se expanden por Europa sólo se pueden combatir con una mayor integración, iban dirigidas a los líderes políticos de la Eurozona que no han sido capaces de dar el empujón definitivo a la estructura que necesita la moneda única.

A sólo cinco meses de las elecciones europeas, veamos qué han acordado los países miembros del euro y qué han dejado fuera. Han decidido reforzar los pilares de la supervisión y de resolución bancaria a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad, (Mede), dotado con 55.000 millones de euros, para cubrir las necesidades de liquidez de las entidades financieras en apuros y evitar así rescatarlas con dinero de los contribuyentes. Pero ha quedado en el aire la otra pata clave para la unión bancaria, el fondo de garantía de depósitos, que asegura los ahorros de los pequeños inversores en caso de quiebra de cualquier banco europeo en el que tengan depositado su dinero. El obstáculo ha sido la negativa de Italia a limitar la deuda soberana en los balances bancarios, un requisito exigido por Alemania que ha querido romper el nexo entre ambos que tanto daño hizo durante la reciente crisis. De nuevo, la ilusión de aferrarse a la soberanía obstaculiza los avances necesarios para la integración. Y en esta clave queda excluida la idea de emitir bonos soberanos que representen a todos los países miembros del euro, lo que sería la verdadera culminación de la unión monetaria. Ninguno de los países acreedores, especialmente Alemania, están por la labor.

En cuanto a la política fiscal, la propuesta de Alemania y Francia de tener un presupuesto común para hacer inversiones en los países miembros del euro y compensar la desigualdad ha quedado en el aire. Hay sólo un mandato para darle forma, aunque sus defensores tendrán que lidiar con las reticencias de la citada liga Hanseática, que no cree en la convergencia, la competitividad y la estabilización económica. Recelan de cualquier programa que suponga establecer un subsidio de paro común, invertir en programas de creación de empleo en I+D o mejorar en las infraestructuras. Defienden que cada Estado miembro es responsable de acumular un colchón fiscal en época de bonanza para hacer frente a los gastos cuando llegue la crisis. Y eso que muchos de ellos se han beneficiado del libre tránsito de trabajadores cualificados que huyendo de sus países en crisis han aportado a sus economías riqueza y conocimiento. En el caso de Irlanda, que ha padecido las políticas de austeridad y protagonizado uno de los rescates de la zona euro, el rechazo reside en su oposición a que ese presupuesto se financie, como propuso Francia, vía el aumento de los impuestos a las empresas tecnológicas como Google, que han encontrado un paraíso fiscal en ese país.

Draghi, que abandona la presidencia del BCE en octubre de 2019, insiste en que el proyecto europeo es hoy más importante que nunca. Y reconoce que las protestas antisistema, como es el caso de los ‘chalecos amarillos’ en Francia que han puesto contra las cuerdas la Presidencia de Macron, sólo se podrán neutralizar si hay un reparto más equitativo de los beneficios de pertenecer a la moneda común. Les toca a los gobiernos de la eurozona asumir el relevo de la herencia de Draghi, que supo oponerse a las reticencias de los países acreedores más ortodoxos, principalmente Alemania, e imponer con los hechos la razón. De cara a las elecciones europeas en mayo, es más necesario que nunca lanzar un mensaje que sirva para dar un impulso al proyecto europeo, revalidarlo y plantar cara a los populistas que amenazan con destruir desde dentro lo que ha costado tanto conquistar y es tan fácil, parece, ignorar. Como dice el presidente del Eurogrupo, el portugués Mário Centeno: “En Europa siempre valoramos más los riesgos que las conquistas”.

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