El tuerto sigue al ciego o el poder de las narrativas
«El amor que profesan al igualitarismo está relacionado con la confianza ciega depositada, sin la más leve sospecha, en una suerte de utopía comunista con sus fantasmas y esperanzas»
Hace un par de días celebramos el aniversario de la caída del Muro, que para muchos simboliza el final de la utopía comunista. Pero como dijo Theodor Adorno, «las ideologías y alineaciones políticas sobreviven a las catástrofes», pues ayudan a ordenar las ideas, simplificando el mundo, y adquieren un carácter casi místico. Algunos movimientos colectivos basados en la identidad hoy ofrecen una imagen distópica que durante los últimos años ha llegado a dominar el imaginario posmoderno de la contra-ilustración. Estas teorías se ven bien sobre el papel pero cuando se aplican a la realidad pueden convertirse en psicosis irracionales.
La ausencia de realismo o conocimiento de la historia crea una visión redentorista y utópica del mundo que no está sustentada en la realidad ni en la naturaleza humana, donde dominan los conflictos de intereses y los dilemas morales. El sujeto ideológico negará la tragedia y los abismos demoníacos que revela el experimento del marxismo en los siglos XX y XXI porque se basta a sí mismo, saborea sus ideales sin analizarlos a la luz de los hechos. Arendt creía que el sujeto ideal del gobierno totalitario «son las personas para quienes la distinción entre realidad y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre verdadero y falso (es decir, los estándares de pensamiento) ya no existen».
El motivo del sujeto cuya personalidad se sacrifica al deseo del colectivo se repite una y otra vez en el comunismo y los totalitarismos mediante el arte de la distorsión de la realidad y la propaganda. Mediante las narrativas se puede «vampirizar» al individuo (en la acepción del término que indica privar a alguien de su personalidad y sus características fundamentales y conseguir su dependencia total). El tuerto sigue al ciego, y el sujeto vampirizado es un buen vampiro en potencia. Desarrolla un lazo de dependencia emocional con el colectivo y cree que ese amor a una ideología es la maravilla del mundo. Adquiere una serie de opiniones y pautas de comportamiento y aspira a que sean norma pública. Lo que el individualista hace, por contraposición, es desconfiar de la manipulación que se hace de la defensa del interés individual, nunca supedita el individuo al colectivo y evita caer en la falacia de la reificación y atribuir a abstracciones propiedades que pertenecen a entidades concretas, a sujetos con nombres y apellidos (desmitifica).
En su nivel más fundamental, adoptar una única narrativa implica otorgarle un poder que, si no es divino, logra sin embargo, al eliminar otras interpretaciones de la realidad y otras narrativas, ser absoluto. «La política identitaria sigue una dinámica aterradora: pluralismo artificial en la construcción de identidades y antipluralismo de opiniones», como dice Juan Claudio de Ramón. Esta dinámica aplicada a un colectivo identitario supone a veces que un individuo asume un relato de su historia personal y convierte ese relato único en su historia definitiva, dejado que ejerza un poder casi-divino que tiene un lado oscuro: el adoctrinamiento. El pensamiento posmoderno que adoptan hoy estos grupos identitarios además determina una visión un tanto derrotista y una actitud pasiva hacia nuestra experiencia particular. La fascinación de estos grupos con el drama identitario y con el drama del poder es una invitación al radicalismo, al fundamentalismo y al cinismo.
No podemos ir más allá, romper el hechizo de las utopías y las ideologías colectivas, su atractivo, sin entender que siempre se han basado en narrativas y sin entender su poder transformador en la sociedad; el sociólogo polaco Bronislaw Baczko ya definió utopía como la disposición humana a «proyectar ideales para ejercer transformaciones sobre la realidad». También hay que analizar el poder transformador de estas narrativas sobre el individuo, y si el individuo es adoctrinado por estos movimientos colectivos, pasa a ser una caricatura, una «imitación del hombre» (Toutain). Se le exige imitar actitudes, ideas y sentimientos de manera predeterminada, sin que éstos sean necesariamente resultado de su propia experiencia, lo cual hace ignorar otros mundos que oculta el mimetismo identitario. El resultado es la alienación, la ansiedad y la impotencia intelectual. A este sujeto vampirizado no le interesa escuchar otras opiniones y menos aún leer a economistas liberales «mala gente y antipobres», cree que Anne Applebaum es una marca de cosméticos y obviamente nunca ha vivido en un país comunista. El amor que profesan al igualitarismo está relacionado con la confianza ciega depositada, sin la más leve sospecha, en una suerte de utopía comunista con sus fantasmas y esperanzas.