Pedro Sánchez, lector de Umberto Eco: apocalíptico o integrado
«El presidente no tiene quien le escriba. Sin un Miguel Barroso para corregir contenido, cursilería y… avisarle de que esas cosas las hacían Franco y Evita»
«El mes más cruel es abril, porque nutre / lilas fuera de la tierra muerta, porque mezcla / memoria con deseo, porque agita / apagadas raíces con lluvia primaveral» (T.S. Eliot).
El presidente no tiene quien le escriba. Se le nota en esa «carta a la ciudadanía» redactada en la soledad de su palacio, sin un Miguel Barroso para corregir estilo, contenido, cursilería y… avisarle de que esas cosas las hacían Franco, Evita y, más recientemente, Trump.
Tres o cuatro veces he visto a Pedro Sánchez. La primera en Lisboa, en la sede socialista de Rato (allí significa ratón y aquí es sinónimo de la hamponería donde hozan politicastros de chaqueta diversa), en compañía del digno presidente António Costa, ejemplo de que obras son amores y no soflamas sentimentales en busca del apoyo del paciente ciudadano; entonces Sánchez solo era un candidato que venía de ganar votos y voluntades a los socialistas españoles mediante viajes, sonrisas de doble filo, promesas de renovación y moderación. Alto, afable, algo sobrado, sin mucho discurso y con una buena mano de recursos propios de los jaques. Aquellos dos socialistas parecían hijos moderados de revoluciones con claveles y de aquel «café para todos» de Alfonso Guerra. Costa siguió su camino, ganó dos veces en las urnas, fue respetado y querido, siempre atento con la ciudadanía hasta en su manera de retirarse por una sospecha nunca confirmada. Un socialista de palabra y obra que evitó el hundimiento de su partido y posibilitó gobernar a su sucesor, la lista más votada, para evitar alianzas extremas en un verdadero ejercicio de democracia asentada.
En aquel primer encuentro, en mi condición de amante de libros y director del Instituto Cervantes de Lisboa, le regalé al pre-líder la novela del montañés José María Pereda, Pedro Sánchez. Me extrañó que no conociera la historia de aquel arribista literario tocayo suyo, aunque pronto dejó de extrañarme su desinterés cultural. Casi nadie se acuerda de aquella novela, éxito en su día, alabada por Clarín y por alguien tan crítico con el estilo localista como doña Emilia Pardo Bazán. Ahora la recupero y leo este final melancólico que transcribo por si, en estas horas de reflexión, el homónimo se anima a su lectura: «…de breves goces y de amargas y muy hondas pesadumbres se compone el caudal de la vida humana. Bien sé que me expongo a que el soplo de algún diablillo enredador esparza, a la hora menos pensada, mis papeles por el mundo. Yo lo daré por bien empleado, con tal que el ejemplo de mis desengaños llegue a servir a alguno de escarmiento».
Pasaron años, gobierno con sumas insólitas, tomas de poder con asaltadores de cielos e inviernos de nuestro descontento y lo volví a encontrar en lugar alegre y confiado de la noche madrileña. De aquella taberna ilustrada surgió un ministro de cultura, Máximo Huerta, tan breve que no podemos hacer juicio, más allá que nos resulte simpático y ahora melancólicamente añorado. Pronto lo olvidamos porque, al fin, llegaba alguien del mundo de la cultura, de la modernidad y de probada eficacia en su templada modernidad, José Guirao. Su imprevisto cese, precipitado y creo poco reflexionado, me puso sobre alerta, lo mismo que nos sucedió con otros nombramientos ministeriales o de altas representaciones. Y llegó Uribes, grandote, simpático, ateo gracias a Dios, también de poco recorrido. Después otro aún más simpático, Iceta, dicharachero, inquieto en la pista de baile, hombre obediente y admirador del líder. Hasta que llegó de Sumar, más o menos, Ernest Urtasun, que llega por sus méritos de cuota de los aliados. Antitaurino, ecologista, apuesto y descolonizador de nuestras «infamias imperiales» en el mundo hispano. Ya hablaremos.
El tercer encuentro con el presidente fue en la Biblioteca Nacional hace poco más de un mes. Se inauguraba la exposición por el centenario del escritor de San Sebastián, Luis Martín Santos– aunque nacido en el Larache español- y a la que fuimos invitados por los hijos del autor de Tiempo de silencio. No fue fácil entrar, la biblioteca era un cuartel de primavera, una casa tomada llena de controles y de vigilancia. Me extrañó tal despliegue, en la calle se quedaban amigos como Miguel Ángel Aguilar, aunque el aforo no estaba lleno. Fue una seña del propio Sánchez la que permitió su entrada. El presidente venía de otra foto, de un lugar de mala memoria histórica, de ángeles con espada que parecen vigilar aquel mausoleo de muertos, exento de toda gloria y merecedor de respeto para los familiares. El sitio de Cuelgamuros, que bien conocemos y una vez documentamos está esperando su verdadera historia, su destino didáctico.
«El discurso presidencial que se suponía de reivindicación del escritor, fue un alegato contra la ‘fachosfera’»
El discurso presidencial que se suponía de reivindicación del escritor, fue un alegato contra la fachosfera, por el socialismo sanchista, la paridad igualitaria, el feminismo y no recuerdo cuántas cosas más. Tengo presente el retrato que de Martín Santos hizo Juan Benet, amigo y cómplice. Los dos protosocialistas, antifranquistas, libres y lúcidos, sin dejar de ser vividores y bebedores. Cultos e incorrectos, elegantes intelectuales que algunas veces recalaban por las casas de citas en los alrededores de la calle de San Mateo. A veces Martín Santos se quedaba a dormir en una de las más reconocidas por su amistad con pupilas y madame y para huir del frío de aquellos inviernos. Otros tiempos que merecen una meditación y un retrato verdadero como el que hizo Benet de esos días del Madrid de los años cincuenta. Después del discurso presidencial se nos pidió a la mayoría silenciosa y desconcertada que nos quedáramos en los asientos porque el presidente y los suyos tenían que visitar con tranquilidad la exposición. Eso sí, permitieron la visita a los familiares y allegados. Nosotros nos fuimos a celebrar libres a aquel escritor que un día vio cómo Ortega y Gasset hablaba teatralizando con manzanas su charla en el cine Barceló.
Mi último encuentro fue en Alcalá el pasado 23, en la entrega del Premio Cervantes a Luis Mateo Díez, verdaderamente uno de los más ingeniosos y meritorios escritores de nuestras letras. Como nuestro inmortal Cervantes, Luis Mateo, sabe muy bien que «tiempos hay de burlar y tiempos donde caen y parecen mal las burlas». Y nos hizo un discurso de nostálgica belleza, de recuerdos de desván y de escuela graduada, de tiempos difíciles dónde la lectura permitía evasiones, deleites, alegrías y dudas que nos permiten vivir más conscientes, más alegres incluso cerca de miserias y miserables. Como señaló el inmortal «procurad que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».
El rey en su discurso de salutación y felicitación al premiado, se interesó y supo interesarnos por este escritor de espíritu de páramos abiertos y ciudadanos libres. El presidente Sánchez ponía cara de nada pero como si estuviera enterándose de todo. No estoy seguro. Quizá ya sabía que el día siguiente se podría complicar su vida y su Gobierno. No lo sabemos. En el patio, le rodeaban los suyos, los agradecidos beneficiados y otros medradores habituales. Más sola encontré a la presidenta madrileña sin que la abandonara su sonrisa entre pícara y tímida, algo insegura entre un mundo que no suele frecuentar. Cuando me acerqué a saludarla estaba con un periodista freelance, lleno de enseñas republicanas pero muy afable para que Ayuso le concediera un selfi que pensaba mandar a su madre, «es muy fan tuya y va a flipar cuando me vea contigo». Muy pronto llegó un conocido y querido periodista que la aconsejaba estar más presente en las actividades culturales. Con sonrisa la presidenta dijo que le gustaría pero que muchas veces era mal querida y mal tratada: «Por eso voy más tranquila a eventos de deportes que me tratan mejor». El periodista insistía que había que aguantar e insistir, que la cultura debería ser plural o no ser cultura.
«Y Sánchez qué será ¿cronopio o fama? Y nosotros ¿idiotas o humillados?»
Un amigo del jurado, otro verso suelto, me contó que no le había extrañado demasiado que en la lectura oficial y formal de los miembros del jurado no le hubieran nombrado. A pesar de estar en el acta, en el boletín oficial y en el asiento destinado al jurado. A pesar de ser convicto y confeso culpable de que el premio fuera para quien más lo merecía. No cuenta más, por ahora. Aunque sí nos contó que la reina Letizia, extrañada, le preguntó por el motivo de esa ausencia. Le contestó que ya se desvelaría el misterio. Preguntada la directora general del Libro -sí, hombre, ella, ¡ay, cómo se llamaba!- se disculpó por haberse saltado una línea. Un poco después, dos funcionarias del Ministerio de Cultura pidieron perdón porque eran ellas, solo ellas y nada más que ellas, las que se habían olvidado de incluir su nombre. Dos versiones, seguro que dos verdades. Convencido de que nada que ver con aquello que le hacía Stalin a Trotsky borrando su presencia de cuadros o fotos, como si así pudieran borrar su existencia. Seguro que no es eso, serán rojos, serán más o menos comunistas, pero eso de censurar no puede venir de su mano. Quizá otras manos, otras ínsulas, otros patios. Ya veremos.
Cuando ya quería salir de aquellos lugares de la universidad cisneriana, los mismos que fueron el patio de mi recreo, lugar de las picardías y los juegos de chapas o de médicos -soy de Alcalá porque uno es de dónde ha hecho el bachillerato, decía Max Aub– en compañía de Raquel de la Concha, Juan Pedro Aparicio, José Félix Huerta, amigo y presidente de los Condueños de la Universidad, volvimos a ver la salida a pitos del muy erguido pero rápido presidente Sánchez. Seguíamos sin poder llegar al exterior porque la tuna estaba de cánticos a los Reyes. Terminaron cantos, vítores y aplausos a los monarcas, por los mismos que habían abroncado al triste que no sorprendido Sánchez, y nos pudimos ir a leer a Umberto Eco. Elegimos volver a las juveniles lecturas de Apocalípticos e integrados. Y Sánchez qué será ¿apocalíptico o integrado? En unos días lo sabremos. Y será ¿cronopio o fama? Y nosotros ¿idiotas o humillados?