THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Excavaciones y ping-pong

Fue, como en la película, de repente y fue el pasado verano. El británico Luke Irwin instalaba un cable eléctrico bajo su casa rural en Wiltshire, para que sus hijos pudiesen jugar con luz al ping-pong, cuando se topó con algo. Algo que podría cambiar su vida y nuestra visión de esa Inglaterra que los historiadores llaman “de la Edad Oscura” y los demás conocemos como la del rey Arturo.

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Excavaciones y ping-pong

Fue, como en la película, de repente y fue el pasado verano. El británico Luke Irwin instalaba un cable eléctrico bajo su casa rural en Wiltshire, para que sus hijos pudiesen jugar con luz al ping-pong, cuando se topó con algo. Algo que podría cambiar su vida y nuestra visión de esa Inglaterra que los historiadores llaman “de la Edad Oscura” y los demás conocemos como la del rey Arturo.

Cabe que a cualquier otra persona aquello le hubiera parecido tan solo unas curiosas piedrecitas de colores y con forma cúbica. Pero Irwin, artesano textil de profesión, pronto sospechó que se encontraba ante piezas hábilmente talladas y con esmero colocadas. Y, una vez que hubo llamado a miembros de un museo cercano para que las examinaran, estos se lo corroboraron: se trataba de teselas que, con otras, conforman un mosaico romano de hacia el año 200. Y ese mosaico, con otros que luego irían apareciendo por su finca, conforman a su vez una de las mayores villas romanas que jamás se haya exhumado en toda la Gran Bretaña. Tal vez su principal hallazgo arqueológico en cuanto llevamos de siglo XXI.

Confesaré que me habría gustado aprovechar esta noticia para trazar una comparación entre parejas vicisitudes de la campiña inglesa y nuestro sistema educativo. A menudo en la educación actual parece que solo se nos pide levantar edificios e instalar cableados, y se prescinde de cualquier excavación de nuestros cimientos. Se nos pide instalar andamios y construir multitud de cosas que luego sirvan a los alumnos en su vida laboral. Y se contemplan con recelo esas disciplinas, de otro jaez, que permiten profundizar en el subsuelo sobre el que habita nuestra civilización: filosofía, historia, literatura, arte, música, religiones.

Nada tengo en contra de edificar en el alumno habilidades que luego le permitan hallar un buen empleo. Tengo dudas, empero, acerca de si cuanto construimos en nuestras escuelas son sólidos edificios que resistan el embate de los años que están por venir. O si no serán solo fachadas decorativas, carentes de cimientos y sin nada por detrás, como aquellas que diseñó por Rusia el mariscal Potemkin para complacer a la emperatriz Catalina cuando esta acudía a inspeccionar sus logros. En nuestras aulas el papel de emperatriz Catalina parecen adoptarlo a menudo los exámenes: tras ellos pocos alumnos recuerdan lo examinado, al igual que las aldeas donde Potemkin construía sus remedos de civilización apenas conservaban nada de esta cuando los operarios desmontaban sus falsas fachadas, rápido, rápido, para llevárselas al próximo villorrio que pretendiese visitar la soberana.

(He dicho antes que las fachadas ornamentales de Potemkin no tenían nada detrás. Pero en realidad sí que lo tenían: la miseria del pueblo, que precisamente esas pomposas fachadas ocultaban).

Por el contrario, una educación que se preocupara más de excavar bajo nuestra tierra que de levantar rápidamente edificaciones dotaría al alumno de hallazgos inesperados. La filosofía, o la historia, o la literatura, o el arte tal vez no te hagan un trabajador más eficiente. O tal vez sí. Mas en todo caso te permiten descubrir bajo las cosas cotidianas significados que pueden cambiar tu vida y darle más sentido. Como el tesoro que descubrió enterrado el protagonista de la parábola de San Mateo. O como las teselas que descubrió el protagonista de nuestra noticia, Luke Irwin, en lo que antes le parecía tan solo un mero sótano.

Como he dicho antes, hubiese deseado simplemente trazar este parangón entre las peripecias de míster Irwin y las de nuestro sistema educativo en este artículo, para resaltar lo venturoso que es en ambos casos excavar. Pero no lo voy a poder hacer. Y es que la historia del señor Irwin y sus teselas y su lujosa villa romana no acaba donde la dejé. En realidad, su final es algo triste.

Al parecer, el hallazgo arqueológico es tan majestuoso que el Gobierno británico ha anunciado enseguida que no tiene fondos para poder excavarlo completo. Por su parte, míster Irwin también se ha apresurado a manifestar que a él le gusta su jardín tal y como está, y que no tiene ninguna intención de verlo convertido en un parque arqueológico frecuentado por académicos, turistas y fans de las películas de romanos. En consecuencia, los restos hallados se han vuelto a cubrir con tierra y césped, a la espera de si llegan otros tiempos más interesados en atenderlos.

Por este motivo prefiero no establecer analogía alguna entre lo sucedido en la finca de míster Irwin y lo que ocurre con nuestros menospreciados estudios humanísticos. Si llevara esa comparación hasta el final, tendría que aventurar que en realidad los Gobiernos más ricos de la época más rica de la historia de la humanidad apenas tienen fondos para esas excavaciones llamadas literatura, arte o filosofía. O que en realidad preferimos no andar excavando mucho en los fundamentos de nuestra civilización, no sea que lo que exhumemos nos cambie demasiado este apacible modo de vida en que tan confortables nos hemos aposentado.

Al fin y al cabo, la mayor parte de las veces, cuando uno se pone a cavar en el suelo sobre el que vive no aspira a arrojar luz sobre la Edad Oscura de Inglaterra, sino a cosas asaz más prácticas, como arrojar luz sobre su entretenida mesa de ping-pong.

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