THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Colosos

«Solo los sueños grandiosos tienen esa vida que se aproxima a la inmortalidad y aún no conocemos nada grandioso en el nuevo soporte»

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Colosos

Catedral de Notre-Dame de París. | Europa Press

Hay que imaginarlos al uno frente a la otra. En el lado oeste de la plaza, la mole de Notre-Dame de París y en el lado opuesto, otra mole, la de Victor Hugo escrutando cada detalle, cada nervadura, cada uno de los círculos de las arquivoltas y las múltiples figuras o signos en hornacina o por las cornisas. Lo imagino así detenido y concentrado durante horas, enfrentado, desafiante, apretando los puños. Luego vuelve a su casa y escribe una novela tan inmortal como la enorme iglesia medieval, la extensa e intensa «Notre-Dame de Paris» con la que alcanzaron la inmortalidad el propio Hugo, la Esmeralda y Quasimodo, la más bella criatura y la más fea de toda la capital.

Me gustaría empezar el año con este homenaje porque las catedrales fueron la primera figura consciente que las ciudades burguesas crearon para reconocerse y celebrarse. Elevadas con arrogancia para competir con las villas y poblados de la nobleza, en la catedral se daban cita todos los estamentos, todas las órdenes, jerarquías y gremios del burgo los días de celebración como el primero de año. En realidad, se celebraban a sí mismos, es evidente. En aquellos admirables espacios iluminados por los haces de luz que traspasaban las vidrieras multicolores, se disipaba la bruma, la tiniebla que había ocultado los cuerpos en las basílicas, monasterios y ermitas románicas, donde sólo era visible el ardor de los velones. En la catedral los burgueses vestían sus mejores ropas, sus uniformes gremiales, mostraban sus joyas porque la riqueza era un signo de superior distinción a la sangre de los aristócratas. En las celebraciones, la ciudad se reconocía a sí misma como una comunidad nueva y vencedora de los dispersos y caóticos territorios de la nobleza.

Como cada año, también en 2021 anduve por las naves y capillas del Salvador, la catedral de Oviedo, buscando, como Hugo, alguna señal de grandeza que aliviara la pequeñez de nuestro mundo. En la Cámara Santa volvieron a fascinarme los reflejos plateados de las dos cruces, la de los Ángeles y la de la Victoria: junto con el edificio, ambas han vivido ya mil doscientos años. Se cumplen, con el que ayer terminó, los doce siglos de supervivencia. Es imposible contar a los jóvenes las mil historias, leyendas, cuentos y sueños que se han refugiado entre estos muros, sea en forma de escultura, retablo, losas labradas o tumbas.

Victor Hugo cuenta en su novela cómo la catedral contenía la historia entera de Francia inscrita en piedra, pero que él iba a escribirla sobre papel. El título del capítulo es: Ceci tuera cela. «Esto matará aquello». La escritura en papel matará a la escritura en piedra. La imprenta, en época de Hugo, era la máquina que impulsaba la quimera del progreso. Quizás ahora también haya alguien transponiendo laboriosamente la catedral de su ciudad a los nuevos signos inmateriales, último soporte para el sueño del significado. Pero solo los sueños grandiosos tienen esa vida que se aproxima a la inmortalidad y aún no conocemos nada grandioso en el nuevo soporte.

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