La última noche, los Santos Inocentes, Platón, don Marcelino y Tabarnia
Hay en la historia del teatro numerosos dramas arruinados el día del estreno porque en el momento culminante de la acción, lo que debía ser grave fue percibido por el público como ridículo. Es el caso de La última noche, de Echegaray. Sólo tuvo un defensor decidido, don Marcelino Menéndez Pelayo, quizás en reconocimiento de la última noche que se corrió con Echegaray y Juanito Santa Cruz.
Hay en la historia del teatro numerosos dramas arruinados el día del estreno porque en el momento culminante de la acción, lo que debía ser grave fue percibido por el público como ridículo. Es el caso de La última noche, de Echegaray. Sólo tuvo un defensor decidido, don Marcelino Menéndez Pelayo, quizás en reconocimiento de la última noche que se corrió con Echegaray y Juanito Santa Cruz.
Platón inventó el término “teatrocracia” para referirse al régimen político en el que el ciudadano se ve a sí mismo como un espectador con derecho a arruinar cualquier función política porque ha descubierto que la carcajada es un rayo devastador a su alcance que le ahorra muchos argumentos. Ante la fulminante convicción de una broma ocurrente, no hay tratado de lógica que valga. La risa –como la belleza- convence sin argumentar. Nada se puede refutar racionalmente con una carcajada, pero sospecho que cuando los hombres serios hacen de hombres corrientes, también bromean (¿no es así, don Marcelino?).
La Ilustración no hubiera triunfado si sólo hubiera poseído los recursos dialécticos de los enciclopedistas y la melancolía de Rousseau. Triunfó porque consiguió –animada por Voltaire y Lessing- la alianza decisiva de la risa para desacreditar a sus adversarios.
Si en política se piensa sintiendo, la risa y la lágrima son los pensamientos más claros del sentimiento.
Y es así como llegamos al día de hoy, 28 de diciembre, día de los inocentes, que nos recuerda que no conviene ascender con demasiadas ínfulas por escaleras resbaladizas.
La inocentada del año es la utopía atópica de Tabarnia, reivindicación político-irónica de un no-lugar. No hay más que ver la polvareda que ha levantado para entender su éxito a la vez terapéutico y morboso. Nacida en las redes sociales, Tabarnia ha pasado a la prensa impresa nacional e internacional. Un medio nacionalistas titulaba ayer: “Ciudadanos blande el fantasma de una fractura territorial catalana” y Rufián, como siempre tan sensible al matiz, abrió rápidamente la boca.
Tabarnia no es una mera anécdota. Lo sería si en Cataluña no estuviera teniendo lugar una lucha existencial entre lo sublime y lo ridículo. No hay nada que a un bando le parezca sublime que al otro no se le antoje grotesco o ridículo. Esta es la auténtica fractura catalana. Eso que se ha dado en llamar “el relato” es el intento de mediar entre causas y consecuencias para llevar a ambas a nuestro molino argumental. “El relato” siempre ha contado con su división burlesca, con la misión de hacerles creer a los del otro lado que conocemos al escultor que forjó sus ídolos. A la burla de lo más sagrado de lo nuestro se responde con la chanza de lo más sagrado de lo ajeno. Hay tan poco nuevo bajo el sol que, en algún caso, para ridiculizar a Tabarnia, se la ha tratado de “unidad de destino en lo universal”, expresión ésta que, como todo el mundo sabe, fue utilizada en España por primera vez por Ortega en un debate parlamentario de 1932… sobre “la cuestión catalana”. Ortega la tomó del socialdemócrata austríaco Otto Bauer.
Reconozcamos, pues, el triunfo arrollador de la teatrocracia y hagámoslo con palabras de don Marcelino: “¡Candor insigne creer que a los pueblos se les saca de su paso con prosopopeyas sesquipedales!”
P.D. En aquella “última noche” dicen que Echegaray perdió su virginidad.