La Amada Invencible
«El brexit es una garantía de que mis fronteras se mantendrán y no terminaré siendo «un ciudadano del mundo», menos mal»
Para escribir del brexit[contexto id=»381725″] lo más fácil es refugiarse en lo más difícil y ponerse uno también a pontificar sobre macroeconomía y geopolítica. Pero aprovechando el follón, yo voy a bajar la voz disimuladamente para hablar de lo mío, sin los protocolarios aspavientos apocalípticos del momento.
Yo habría votado probablemente por la permanencia, entre otras cosas, porque no soy un inglés. Sin embargo, siendo español (español incorregible, que precisaría Menéndez Pelayo) no puedo dejar de verle sus ventajillas al brexit de ellos.
Empecemos con las razones políticas, que son las más básicas. Para estrechar los lazos con sus ex colonias, a los ingleses les interesa estar fuera de la UE, mientras que a nosotros, para unirnos a nuestros ambos hemisferios, nos viene mejor servir de puente con Europa. A la Unión Europea, por su parte, no le hacía bien un socio que no quería serlo, con un pie siempre fuera y la libra por libre, pero, sobre todo, que miraba a los demás con suspicacia e indisimulado desdén, minando su autoestima. La Unión Europea es un poquito más eso que reza su nombre («unión» y «europea») sin los ingleses. Se han ido, además, prestando un servicio: han avisado que hay que contar con los estados-nación, que pueden poner pie en pared e, incluso, en polvorosa, después de echarlos por alto. El grupo de Visegrado no tendrá más voz, pero sí más eco. Europa gana porque los burócratas pierden y nos hemos sacudido el dichoso tabú o yugo de la Irreversibilidad. Cada vez que nos dicen que algo (sostener la soberanía nacional, revertir las autonomías, salirse de la Unión Europea, la independencia del poder judicial o cambiar el sistema electoral) no puede hacerse de ninguna de las maneras limitan nuestra libertad, además de mentirnos.
A Inglaterra tampoco dejará de venirle bien, en mi hispánica opinión. Al menos en lo moral, que es lo que importa. Hasta ahora estaban convencidos de que la solución a todos sus problemas, a todos, estaba en salir de la UE y ya está. El Continente, amén de estar aislado, era culpable. ¿Cómo no iban a querer largarse? Pasabas tres días conviviendo con algunos brexiters… ¡y también te entraban unas ganas locas de irte, quiero decir, de volverte! Pero al fin salidos, como no se les solucione hasta el clima, a ver a qué chivo expiatorio cogen por los cuernos. Echarse alguna culpa a sí mismos, eso, tan natural y absoluto para un español, es pedir a un inglés lo excusado.
Pero todo eso son razones externas. La causa más íntima por la que el brexit no me hace soltar los protocolarios espumarajos por la boca es mi amor por Inglaterra. Su bellísima lengua es mi Amada Invencible. Intento conquistarla desde mis dieciséis, y acabo luchando contra los elementos hasta naufragar enfrente de sus costas. No importa: como en las canciones más cursis, yo quiero a Inglaterra tal como es, imposible como el inglés, y todavía me haría más gracia Inglaterra si fuese mucho más parecida a su arquetipo platónico: más Jane Austen, más club Pickwick, más Oscar Wilde, más Evelyn Waugh, más Agatha Christie incluso… Todo lo que sea mantener su idiosincrasia, incluso hasta sus extremos extravagantes, me tiene a su favor.
Téngase en cuenta que el primer libro que leí en inglés fue How to Be a Brit, de Georges Mikes, en el que un señor húngaro de origen judío se partía de risa con y de las particularidades británicas. Lo leí, además, en la biblioteca de Canon Alfonso de Zulueta en «La Alcaría», que fue su finca, que tenía una capilla bridesheadiana y que habían heredado unos sobrinos suyos, y amigos míos. Hijo primogénito del Conde de Torre Díaz, Zulueta renunció a todo (hizo un condexit) para ordenarse sacerdote. Fue capellán de Oxford hasta que, durante la guerra civil, hubo sospechas de que hacía labores de espionaje para su pariente el duque de Alba. Prefirió dejar el puesto con flema angloandaluza antes de que se montara un pequeño escándalo. Aquella lectura iniciática y su circunstancia me dejaron para siempre en el bando de una anglofilia muy sureña, algo húngara y semi jasídica.
Jamás he pretendido, por tanto, pasar por inglés ni posar de tal. El leve toque es en honor al sherry, y lo da mi tierra. El conde de Miraflores de los Ángeles, Fernando Villalón, estableció que el mundo se dividía en dos: Sevilla y Cádiz. Yo, hijo de un mundo más globalizado, ay, me he tenido que conformar con que el mundo se divida en dos: España e Inglaterra, sobre todo si añadimos que Roma está por encima de asuntos tan mundanos y que Portugal va por dentro. El brexit es una garantía de que mis fronteras se mantendrán y no terminaré siendo «un ciudadano del mundo», menos mal.
Jamás he sentido hacia Inglaterra la más mínima envidia mimética, sino la camaradería entre dos de los grandes pueblos atlánticos y europeos. Hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero en la historia, como en el rugby, también está el tercer tiempo, para brindar entre risas con el rival.
Lo que yo amo de Inglaterra no va a tener problemas de aranceles: Shakespeare y los demás escritores, su sentido del humor, sus desayunos («En cuestiones de desayunos, Inglaterra es el paraíso terrenal. No comprendo por qué hemos de rebajarnos hasta el punto de vanagloriarnos del Imperio británico teniendo bacon y huevos de los que enorgullecernos. Deberían figurar en las armas reales: tres cerdos pasantes y tres huevos fritos en un cheurón», decía Chesterton con bastante intención). Etc.
Con el brexit pasará, en fin, como con la muerte en aquel cuento del anglófilo Borges. Discutía éste con Macedonio Fernández sobre la inmortalidad del alma, y Macedonio, que la defendía, sentenció: «la muerte del cuerpo es del todo insignificante y morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre». Borges propuso entonces suicidarse para hacer la prueba. «¿Se suicidaron ustedes?», preguntó el curioso interlocutor al que se lo contaba. Respondió Borges: «Francamente, no lo sé». Respecto al brexit soy extremadamente macedónico: como Fernández, creo en la inmortalidad de Inglaterra y me sorprendería muchísimo que el brexit tenga más importancia que la muerte.