Eurodrama
«Yo creo que hasta que llegaron Podemos y Vox, en nuestro país no se habían vuelto a expresar dudas sobre nuestra devoción europea»
Los españoles somos europeístas por obligación. El motivo es que nuestra frágil democracia, fundada en 1978, dependió en gran medida de la integración en las Comunidades Europeas para su estabilización definitiva. Los cuantiosos fondos recibidos desde 1987 ayudaron además a regenerar la economía como compensación al desmantelamiento de industrias escasamente competitivas. El consenso entre los grandes y pequeños partidos era total: en Europa había siempre que remar a favor de la profundización institucional y competencial, aunque los datos del cumplimiento del derecho comunitario por nuestro país muestren que los deseos y la realidad van por caminos distintos.
Aznar fue el primero que puso en cuestión el consenso: afirmó el atlantismo y batalló para que España tuviera más votos en el Consejo de Ministros, llegando a bloquear la conferencia donde se tenía que acordar el Tratado Constitucional. Tratado que luego facilitó el Gobierno de Rodríguez Zapatero tras su inesperada llegada a Moncloa y que por último rechazaron los ciudadanos franceses y holandeses. Yo creo que hasta que llegaron Podemos y Vox, en nuestro país no se habían vuelto a expresar dudas sobre nuestra devoción europea. Estos días hemos podido contemplar un nuevo fenómeno que parece consolidado y ha llegado para quedarse: la política comunitaria ya forma parte de la política partidista española.
Esta es la razón por la que desde hace meses vivimos un eurodrama. Lo digo también en el sentido teatral. Durante la pandemia, una conjunción de políticos y comunicadores nos hicieron creer que Nadia Calviño iba a ser presidenta del Eurogrupo, órgano subalterno y de preparación de las decisiones del ECOFIN. A nuestro país no se le dan bien los puestos competitivos en la esfera internacional: la ministra de Economía ya había sido derrotada en la carrera para dirigir el FMI. Tras el fracaso ante el irlandés Donohoe, España clamaba dolorida por la afrenta comunitaria y el desdén de países pequeños que nos castigaban por nuestro carácter sureño. La decisión del Eurogrupo ponía incluso en cuestión la estabilidad del Gobierno de la nación, pues Calviño iba a mantener desde Europa a raya a Podemos e Iglesias en el seno de la coalición.
Así fue como se preparó el terreno para la negociación del nuevo presupuesto comunitario y el cuantioso fondo de reconstrucción para paliar los daños de la pandemia[contexto id=»460724″]. Esa preparación incluía crear un enemigo en la Unión que pudiera ser identificado con un enemigo doméstico: los países frugales, halcones y austeros, aunque en varios casos gobernados por socialdemócratas, podían identificarse con aquellos partidos que durante la anterior crisis aplicaron recortes al Estado del bienestar. Permítanme que me ahorre dar nombres. Naturalmente, la negociación en Bruselas seguía su curso, como en otras históricas batallas en las que nos jugábamos cosas importantes: los encontronazos y las noches en blanco no iban a impedir un gran pacto donde todos ganaban y nadie perdía, regla esencial del viejo método comunitario de negociación.
El eurodrama demuestra que España funciona políticamente a través del relato, la forma que adopta la opinión pública en tiempos de populismos: se construye desde el poder y es expandido y reforzado a través de las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales. El relato simplifica el mensaje, desconfía de la información de datos y permite involucrar al ciudadano, para su gozo emocional, en el debate público: ¿quién puede negar, como me dijo recientemente un conocido, la existencia en España de numerosos y encubiertos aliados de Mark Rutte, pérfido primer ministro holandés que quería prestar dinero a cambio de condiciones y reformas económicas de calado? Al margen del impulso cultural que podamos atribuir al experimento, el espíritu europeo de la posguerra no era otra cosa que la incorporación del principio de responsabilidad a la política: hemos preferido, entre aplausos y autobombo colectivo, infantilizar la democracia.