THE OBJECTIVE
Victoria Carvajal

Las flechas envenenadas de Apolo

«Sin una estrategia mundial de vacunación, los efectos dinamizadores de las generosas políticas fiscal y monetaria pueden verse truncados»

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Las flechas envenenadas de Apolo

Jesus Diges | EFE

Dios de la medicina y la curación, pero también —como toda deidad clásica que se precie— de lo contrario, Apolo además representa la luz y el sol, la poesía, las artes, pero, en el caso que nos ocupa, su venganza lo llevó a provocar una pandemia. Fue durante la Guerra de Troya. Con su arco de plata lanzó flechas a los griegos para castigarlos por raptar a Criseida, la hija de uno de sus sacerdotes favoritos y los condenó a lidiar con una terrible plaga. Fueron diez días de condena, una eternidad en la mitología, y el daño fue terrible. 3.000 años después de lo descrito en la Ilíada, el profesor de sociología de la Universidad de Yale Nicholas A. Christakis se inspira en este mito para analizar la crisis del coronavirus, sus orígenes y sus consecuencias en un apasionante libro, Apollo’s Arrow, en el que también desde sus conocimientos médicos toca todos los aspectos de esta nueva plaga y sus efectos a largo plazo en nuestro modo de vida. Entre sus conclusiones: solo con el virus bajo control en todo el mundo será posible el regreso a la normalidad. ¡Ah!, y también que cuando salgamos lo celebraremos como si no hubiera un mañana.

4,6 billones de euros de estímulo fiscal y cerca de tres veces ese importe de aliento monetario. Las economías avanzadas y sus bancos centrales están dispuestas a darlo todo para superar la crisis económica y social provocada por la pandemia. ¿Durante dos, tres o al máximo cuatro ejercicios fiscales? ¿2020-2023? Nadie quiere pensar que vaya a durar más. Son las expectativas, amigo, que tan importantes son en la economía. Pero lo cierto es que esta fenomenal movilización de recursos, cuyo importe total, en sus distintas formas, supera el PIB anual de China, puede no ser suficiente si la extensión del coronavirus no se ataja en todo el mundo. «Debemos vacunar al mundo… ahora», señalaba Martin Wolf en su última columna del Financial Times. Llama la atención que líderes como Xi Jinping, Putin o Macron coincidieran en pedir más cooperación multilateral para luchar contra la pandemia en la reciente reunión virtual del World Economic Forum. La realidad es que el llamado nacionalismo de las vacunas se extiende tan profusamente como el virus por los países más pudientes del planeta.

Porque ¿cuál es el plan una vez hayamos vacunado a nuestras poblaciones? Es ingenuo pensar que con eso recuperaremos la normalidad y estaremos seguros si en la mitad de este interconectado mundo siguen creciendo los contagios y las muertes. ¿Qué haremos entonces? ¿Cerrar las fronteras a los países que no hayan conseguido la ansiada inmunidad de rebaño? Además de las obvias consideraciones morales, la experiencia nos ha demostrado una y otra vez que medidas como estas no impiden la expansión del virus y sus nuevas formas. Ya sea la cepa británica, la brasileña o la sudafricana, esta última resistente a vacunas como la de AstraZeneca que ya está siendo administrada.

¿Estamos ante un nuevo ejercicio de populismo político para crear una falsa sensación de protección en tiempos de miedo e incertidumbre? No pueden salir ganando solo unos pocos. Esa opción, sobre todo, no pondrá fin a la pandemia. Pero es que además extender la vacunación al resto del mundo, como persigue el programa Covax promovido por la OMS para garantizar un acceso equitativo mundial de vacunas contra la COVID-19[contexto id=»460724″], tiene sentido económico. Su objetivo es administrar 2.000 millones de dosis de aquí a final de año. Y su coste resulta asumible en este contexto de gasto público masivo: unos 25.000 millones de euros si se actúa a tiempo.

La cuestión es que sin una estrategia mundial de vacunación, los efectos dinamizadores de las políticas fiscal y monetaria pueden verse truncados. En el caso de los fondos europeos, hay además un cierto pesimismo por la lentitud de cada país miembro en presentar sus planes para el uso de los mismos, requisito necesario para que estos se transfieran.

Y ahí entra el espinoso asunto de las reformas, porque como bien recordaba recientemente Manuel A. Hidalgo, los fondos europeos no van de lograr financiación extra, sino de transformar la economía.

Y aquí, de nuevo la cosa va de prioridades. ¿Quién quiere asumir el coste político de las reformas con la política ultra laxa del Banco Central Europeo que permite al Estado financiarse a tipos de interés negativos? Sin importar apenas que su déficit público se dispare. Y es que el hoy necesario estímulo de la política monetaria, con la compra de bonos y otros activos financieros y unos tipos de interés negativos, ha eliminado el mecanismo de alerta que disuade a los Gobiernos de endeudarse como si no hubiera un mañana. De hecho, la deuda pública del conjunto de la UE supera por primera vez en la historia de la unión valor de la economía del bloque. En el caso de España alcanza el 120% del PIB y de Italia, el 160%. Una carga insolidaria que habrán de pagar las generaciones futuras.

¿Qué reformas? En el caso de España, que va a recibir recursos equivalentes al 10% de su PIB repartidos en los próximos tres años, están la necesidad de reformar las administraciones públicas para agilizar las inversiones, pues estas se han demostrado deficientes en el pasado por un exceso de burocracia. También el asegurar un proceso de elección transparente para la asignación de los fondos. Que estos lleguen a las pymes, que se destinen a la innovación digital y a reducir el impacto sobre el medioambiente de la actividad económica. Y prescindir de estructuras donde el gasto se ha demostrado que no es útil, como las políticas activas de empleo, a las que se destinan 6.000 millones de euros del presupuesto y que según la auditora de las cuentas públicas, la Airef (autoridad independiente de responsabilidad fiscal), año tras año incumplen sus objetivos. Aquí el EsadeEcPol que dirige Toni Roldán identifica bien las prioridades y las dificultades para alcanzar esos objetivos.

Y frente a estos enormes retos, la política nacional sigue ensimismada en su populismo parlamentario, alejado de los problemas reales de los ciudadanos. Ya sean las elecciones en Cataluña que trastocan las frágiles alianzas del Gobierno, los malabarismos del vicepresidente Iglesias para mandar mucho pero a la vez eludir cualquier responsabilidad de su cargo que le desgaste frente a sus bases, los desplantes de los socios nacionalistas del Gobierno o la alargada sombra del caso Bárcenas sobre el PP… De forma que tenemos al presidente, Pedro Sánchez, entregado a la campaña de las elecciones en Cataluña como si la crisis de la pandemia no fuera con él. Consiguió el apoyo parlamentario para decretar un nuevo estado de alarma el pasado 25 de octubre.

Entonces había 1,2 millones de casos y España acumulaba la terrible cifra de 36.206 fallecidos. Hoy hay 3,023 millones de contagiados y 63.704 muertos oficiales (88.000 según el INE). ¿Significa esto que el estado de alarma ha sido un fracaso? Pues atendiendo a las cifras, se podría decir que sí. Esa excepcionalidad le ha servido a Sánchez para ahorrarse el engorro de rendir cuentas ante el Parlamento y claramente no para liderar la respuesta a la pandemia con más agilidad. ¡Solo esta semana se han registrado 776 fallecidos en un día!

¿Y qué hay de la avalancha de quiebras y despidos que se nos viene encima? ¿Qué medidas se están tomando para ayudar al sector de la hostelería, que aporta más del 11% al PIB y da empleo a más del 13% de la fuerza laboral? Una ayuda directa y puntual de 1.500 euros para quienes llevan meses cerrados. Nada de rebajar el IVA como han hecho Alemania o Francia o de dar una ayuda directa por el equivalente al 75% de la facturación de 2019. Resulta que el Gobierno español progresista es el que menos se ha gastado comparado con otros Gobiernos europeos para luchar contra la crisis dela COVID-19.

¿Y cuáles son sus prioridades? Subir el sueldo a los funcionarios, aumentar las cuotas de los autónomos para pagar la subida de las pensiones y, como anécdota, aunque en estos tiempos de escasez nada lo es, darle a Iñigo Errejón 30 millones de euros para que experimente con la jornada laboral de cuatro días. Solo esta semana Nadia Calviño, el ala técnica y más sensata del Gobierno, ha anunciado por fin un plan para dar ayudas a las empresas y evitar una cadena de quiebras.

¿Y qué hay de dotar de mayores fondos la investigación médica? Una inversión pública que se ha demostrado clave en la resolución de esta crisis. Sin ir más lejos, la investigación de Pharma Mar con Aplidin, un fármaco prometedor en la lucha contra el coronavirus a partir de un bicho marino que descansa en aguas ibicencas. No ha recibido un euro público, como se lamentaba su presidente. Y frente a este lamentable déficit a la hora de apostar por la investigación española, lo que sí sabe es que el vicepresidente Iglesias habló de nacionalizar las farmacéuticas. Pero ¿cuáles farmacéuticas? ¿Habla de las grandes multinacionales?

Y en medio de tanto despropósito, una siempre alberga la esperanza que Europa acabe poniendo las cosas en su sitio. Y mientras eso no ocurre y asistimos atónitos a lo que acontece, sirva cerrar este Subjetivo con los vaticinios del profesor Christakis. Aunque toque esperar. Será en 2024 y entonces empezará el «desenfreno». «Un resurgimiento de innovaciones sociales, tecnológicas y artísticas». Y también de la fiesta, el sexo y las ganas de gastar. Hasta entonces, ¡cuídense!

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