THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Juzgar el pasado con ojos del presente

«La voluntad de estar al día es irrealizable si no somos capaces de observar lo de hoy desde fuera de sus estrictos límites»

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Juzgar el pasado con ojos del presente

Estatua de Colón en Barcelona. | Europa Press

¿Es un error juzgar el pasado con criterios del presente? Pues depende de lo evanescentes que sean los criterios del presente.

Si eres historicista o presentista (que viene a ser lo mismo), no puedes hacer otra cosa. Llevas en tu equipamiento de serie el convencimiento de que la historia digiere su propio pasado para construir el presente, que, en definitiva, el presente posee una inteligencia superior a la de cualquier pretérito. El presente es para ti el momento absoluto de la historia, su punto culminante, el tribunal al que puedes convocar a cuanto ha acaecido para rendir cuentas y obtener el permiso de circulación por los libros de texto.

Si no eres historicista y crees que no hay progreso sin pérdidas y que sí hay permanencias antropológicas que, por ejemplo, te permiten emocionarte con los versos de Safo, sin ser ni lesbiana, ni helena, ni habitante del siglo VII antes de Cristo, entonces es fácil que el pasado te sea muy muy útil para entender el presente. Puedes creer, incluso, que Platón nos comprende a veces a los habitantes del siglo XXI mejor de lo que nos comprendemos nosotros mismos.

Pero entre la primera y la segunda posición hay una tercera, que es la más cómoda, la relativista. Cuando un relativista dice que «el mayor de todos los errores es juzgar el pasado con criterios del presente», puedes suponer que, si es coherente, está convencido de que cada época tiene sus propios valores o, como dicen los cursis, sus paradigmas, que son inconmensurables entre sí. O sea, que no hay que criticar de manera absoluta el canibalismo, porque pudo estar bien en un pasado determinado y, aunque hoy nos repugne considerarlo una especialidad gastronómica, ¡vete a saber qué nos depara el futuro! Lo mismo podríamos decir del esclavismo o de la creencia en las sirenas. Un relativista coherente ha de juzgar poco y criticar menos. No pude permitirse juzgar conductas del pasado, pero tampoco del presente si el agente vive psicológicamente en el pasado, porque lo bueno y lo malo dependerían de la situación de cada uno en un tiempo sin dirección predeterminada.

El venerable Carlo Ginzburg dijo en una ocasión que «juzgar el pasado con los criterios del presente es el triunfo del provincianismo». Pero esta posición, tomada a rajatabla, nos impediría cualquier juicio histórico. Podríamos saber qué críticas dirigía fray Ginés de Sepúlveda a fray Bartolomé de las Casas, pero no podríamos juzgar su valor. Cada época viviría clausurada en sus propios valores. Pero es obvio que el presente no puede desprenderse de sí mismo para mirar hacia atrás. Incluso la postura que niega autoridad al presente para juzgar el pasado es característica del presente.

De hecho, lo propio de nuestro presente es la convivencia del historicista y del relativista. El historicista que se cree con derecho a derribar estatuas de Washington, Jefferson, Cristóbal Colón, Stuart Mill y de toda aquella figura histórica que impugne sus suspicacias, suele condenar también toda apropiación cultural por considerarla una falta de respeto a la singularidad específica e irreductible de cada cultura. No parece que sienta contradicción alguna entre ser revisionista con la historia propia y paternalista con la ajena. No se detiene a considerar qué valores pudieron ver en Colón quienes le levantaron una estatua por suscripción popular. ¿Por qué? Probablemente porque considera que Colón es un integrante de su propia cultura y cree estar derribando sus miedos hacía sí mismo. Cuando deja a sus contemporáneos sin la estatua de Colón, está impidiendo que se pregunten por qué hubo momentos en la historia reciente en que el descubridor de América fue alabado.

La nuestra es una cultura tan narcisista que quiere verse a sí misma como una cultura inocente. Por eso se ha declarado la guerra y se niega a entender que, como se lee en el epitafio de la tumba de Walter Benjamin: «No hay ningún documento de cultura que no lo sea también de barbarie». Pero no encuentra inconveniente en ponerse a construir su inocencia derribando todo cuanto pudiera ponerla en cuestión. Recuperemos la segunda posición, porque es, al menos en parte, la del cristiano. Un cristiano no puede ser ni presentista, ni relativista. Si lo fuera, estaría admitiendo que todo presente tiene derecho a interpretar a su gusto el hecho histórico que da consistencia a su fe. No obstante, cada vez que asiste a misa, está participando en el espectáculo dramático más grande jamás concebido precisamente porque la fuerza de su actualidad se encuentra en su origen. Por eso pude repetirse indefinidamente a sí mismo sin perder ni un ápice de su fuerza. De ahí que me sorprendan los que intentan orientar su fe por las huellas del presente; en vez de ofrecer, con cordialidad amable, su propia fe como orientación de las huellas del presente. Cuando Nietzsche veía en el hombre religioso al mayor de los poetas, resaltaba su capacidad para hacer de su fe la forma capaz de convertir en arte la materia del tiempo. La voluntad de estar al día es irrealizable si no somos capaces de observar lo hodierno desde fuera de sus estrictos límites. Me hubiera gustado mucho que una autoridad eclesiástica que recientemente se lamentaba de que se esté enjuiciando con criterios del presente el tratamiento de los abrumadores casos de abusos sexuales que afectan a un número en absoluto desdeñable de eclesiásticos, hubiera añadido que a la Iglesia hay que juzgarla con criterios eternos.

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