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Gregorio Luri

Desconfiad de la bobuna placidez de la vaca

«Platón, que escribió más de medio millón de palabras, dedica solamente 26 a los vacunos»

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Desconfiad de la bobuna placidez de la vaca

Alberto Garzón. | Europa Press

Ahora que tanto nos estamos preocupando por el bienestar emocional de las vacas, es el momento de pensar en lo que representan, porque, amigos, en el Estado del bienestar emocional, el Leviatán ha dejado de ser un monstruo marino policéfalo para asumir los rasgos de una vaca lechera. No sé si hemos salido ganando, porque el Leviatán no engañaba a nadie, mientras que, la pachorra de una vaca rumiando prímulas mientras las mariposas revolotean alrededor de sus cuernos, oculta una verdad terrible: las vacas causan anualmente más muertes que los tiburones. Las vacas, como la Naturaleza, tienen tendencia a comportarse de una manera que contradiga la imagen que proyectamos sobre ellas. Igual el presidente William Howard Taft quería decir esto al pueblo norteamericano cuando eligió como mascota a una vaca que se pasea tan ricamente frente al State, War and Navy Building de Washington.

Siendo esta una cuestión tan relevante para la filosofía, Platón, que escribió más de medio millón de palabras, dedica solamente 26 a los vacunos. Es la prueba de lo taimados que son. Han hecho suyo el lema de Spinoza: «¡Tacet!».

Ramon Llull fue el primero en caer en la trampa de su disimulo. Esto es lo que cuenta en el Llibre de meravelles: «Un filósofo, después de haber estudiado, fue a distraerse a las afueras de la ciudad. Vio un buey que estaba comiendo en un campo de trigo. Cuando el buey sació su hambre, salió del campo de trigo, se dirigió al desierto y se echó a descansar cerca de un árbol. Allí rumió y masticó lo que había comido. El filósofo regresó a la ciudad y, siguiendo el ejemplo del buey, ascendió a una montaña con todos sus libros y en aquella montaña permaneció mucho tiempo recordando lo que había aprendido. Y así descubrió nuevas ciencias». 

A Llull, por lo visto, le gustó esta analogía entre el memorizar y el rumiar, porque la recupera en El árbol de los ejemplos de la ciencia: Un filósofo «se dirigió a una fuente de agua clara, bajo un árbol cargado de hermosos frutos. Vio un buey pastando y otro, reposando, que rumiaba. Al llegar a la fuente pensó que esto representaba a la ciencia, que fluía de la inteligencia a la voluntad como el agua de la fuente fluía hacia el prado. Pensó también que él se parecía al buey que pastaba, porque quería saber más de todo, insatisfecho con lo que ya sabía. Al contemplar los frutos del árbol, vio que reunía en sí una suma de conocimientos sin estar satisfecho, puesto que aspiraba a saber siempre más. Como nadie lo contradecía, se sentía orgulloso de su saber […]. Al llegar cerca del buey que rumiaba, aceptó que su saber estaba mal digerido. Quería rumiarlo en un lugar tranquilo».

Leer, memorizar y rumiar. Estos serían los tres momentos del ejercicio filosófico. Pero hoy abundan pedagogos, mucho más avispados que el viejuno Llull que saben que eso de memorizar es una tontería que sólo sirve para vomitar lo aprendido en un examen. ¿Para qué rumiar si internet ya nos lo da todo rumiado?

Sigamos con las trampas vacunas. Baltasar Gracián cae en ellas en El Criticón, cuando, tras comparar a diversos animales con el hombre, concluye que el lince lo supera en perspicacia; el ciervo, en agudeza auditiva; el gamo, en agilidad; el perro, en el olfato; el simio, en el gusto y el ave Fénix «en lo vivaz». Pero la superioridad más notable es «aquella del rumiar que en alguno de los brutos se admira y no se imita», porque es gran cosa «volver a repasar segunda vez lo que la primera a medio mascar se tragó, aquel desmenuzar despacio lo que se tragó aprisa.»

Lo que unos ven como rumiar, los pedagogistas lo ven como vomitar. ¿Qué sería de nosotros sin ellos?

También Shopenhauer y Nietzsche caen en la alienación bovina. El primero (buen lector de Gracián) insiste en que sólo rumiando se asimila lo que se ha leído y toma cuerpo y raíz en la mente. El segundo, que llamaba a las nubes «vacas de las alturas» y les gritaba su deseo de ordeñarlas, defendía que para practicar el arte de la lectura «se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada […], una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso no hombre moderno: el rumiar…» (La genealogía de la moral). Mientras no nos comportemos como las vacas «no entraremos en el reino de los cielos» (Así habló Zaratustra).

De Nietzsche tomó ejemplo Deleuze cuando presentó así su curso de 1983-4: «Voy a decirles con toda franqueza lo que quisiera hacer este año […]. Quisiera hacer filosofía a la manera de las vacas».

Mucho podríamos hablar de filosofía vacuna. Sin duda un capítulo estaría reservado al singular Jacques Vache (el único surrealista que se atrevió a vivir y morir de manera surrealista) y otro al hiperbólico escritor argentino Omar Vignole, uno de esos escritores que, cuando mueren, dejan los tinteros a rebosar de buenas intenciones.

Según cuenta Neruda en Confieso que he vivido, Vignole no sacaba su enorme humanidad a las calles de Buenos Aires sin la compañía de una vaca con la que había establecido una relación de profunda empatía. La prueba de ello son los títulos de algunos de sus libros: «Lo que piensa la vaca», «Mi vaca y yo» o «Conversaciones con la vaca». Ningún otro filósofo se ha rendido de manera más incondicional ante la supuesta humanidad de la «vaquidad».

Cuando se celebró en el Hotel Plaza de Buenos Aires el primer Congreso del Pen Club internacional, Vignole se presentó con la vaca, sobrepasando el cordón policial que pretendió impedírselo. Cuando entraron en la sala de conferencias, los congresistas estaban analizando las similitudes y diferencias entre el sentido griego y el sentido moderno de la historia. La vaca tomó la palabra mugiendo con toda su fuerza, para desesperación de la presidenta, Victoria Ocampo.

Viognole desafió en una ocasión a un profesional de lucha libre conocido, y no por casualidad, como «El Estrangulador de Calcuta». La pelea se celebró, con gran éxito de público, en el Luna Park. La vaca, amarrada en una esquina del ring, contempló la absoluta derrota de su amigo de manera espinosista, inmutable, «sub specie aeternitatis». A los tres segundos, Vignole estaba en el suelo con el pie del Estrangulador en el cuello. El público no mostró piedad con él y le lanzó todo tipo de improperios. Poco después publicó Conversaciones con la vaca, con esta dedicatoria: «Dedico este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero.»

¿Se percatan ustedes de lo resbaladizo que es el campo noético del vacuno? Por si necesitan una prueba más, ahí está el testimonio del filósofo norteamericano Phil Gentry. En una ocasión fue a escuchar a Derrida, que hacía una de sus turnés filosóficas por los Estados Unidos. Toda la charla versaba sobre vacas (cows). Los asistentes, que ante otro filósofo se hubieran desconcertado, ante Derrida no paraban de tomar notas. Hacia la mitad de la conferencia, Derrida se apartó un momento del micrófono para hablar con alguien. Al retomar la palabra, dijo: «Me han dicho que no se pronuncia ‘ka-wz’ (cows), sino ‘kay-os (chaos)».

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