THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

No necesitamos a 'The Economist'

«La manera de aprobar los cambios de la reforma laboral de 2012 nos ha demostrado dónde estamos»

Opinión
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No necesitamos a ‘The Economist’

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. | EFE

No necesitamos el informe anual de The Economist para saber que, sin pecar de apocalípticos, las cosas no marchan demasiado bien para nuestra salud democrática. Tampoco es que salgan mucho más radiantes de este tipo de análisis las de nuestro entorno continental. Hace años avisamos de que estábamos atravesando una particular crisis de la mediana edad, que era lógico pasarla y que necesitábamos otro tipo de herramientas para salir de ella. Lo que podría parecer una crisis puntual se ha cronificado de tal forma que la insatisfacción se mantendrá en el medio y largo plazo. O, quizá, crezca más después de dar por concluida esta pandemia. Porque la gestión de estos largos meses, entre el desnorte y la tragedia, ha sido nefasta para las libertades civiles desde un paternalismo hipócrita. 

Como les decía, no necesitamos al The Economist para ser conscientes de los problemas de cultura y participación política o del funcionamiento de gobierno. Con toda probabilidad, lo que hace que nuestro sistema demoliberal sea defectuoso va más allá de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la fragmentación política o los desafíos del proceso antipluralista en Cataluña. Todas las semanas llenamos páginas de opinión desgranando las anomalías nuestras de cada día sin demasiada jerarquización. Aunque bien está que nos tiren de las orejas desde fuera, sobre todo, porque tenemos un amplio número de compatriotas que creen que en otras latitudes se hacen las cosas de otra manera y mejor. Ya saben, habitualmente el cotejo sirve para asistirles en sus razones partidistas porque somos prisioneros de nuestros intereses. Y cuando no, la responsabilidad es del adversario político. 

En el fondo, puede que por su propia naturaleza toda democracia sea defectuosa. Y tampoco está mal que sea así. Incluso esas democracias perfectas que encabezan la lista de The Economist con solvencia tienen también sus contradicciones democráticas escondidas debajo de la alfombra. Que se lo digan a Justin Trudeau. No necesitamos a The Economist para saber que la democracia no trata de elegir entre el bien o el mal. Como nos recordaba Raymond Aron, la elección es sobre lo preferible y lo detestable. Nuestras arrugas, que pueden ser bellas, no son las consecuencias del paso del tiempo, sino del maltrato constante al que hemos sometido a nuestro propio sistema a partir de debates maniqueos. 

No necesitamos a The Economist para saber que el consenso en la política local tiene un precio, tanto si es un pago simbólico o material, no relacionado con el contenido de lo estipulado en los acuerdos alcanzados. A veces lo descubrimos en el momento, otras un poco más tarde. Pero sabemos que todo lo pagamos los ciudadanos. Y desde esta perspectiva me parece que el índice, al evaluar la cultura política patria, nos saca una fotografía mucho mejor de lo que somos. La manera de aprobar los cambios de la reforma laboral de 2012 nos ha demostrado dónde estamos. Más allá de si hay razones legales para aceptar el cambio o no del voto del diputado Casero, la actuación de Batet ha hecho más por la deslegitimación del Congreso que todas las barrabasadas populistas que, a izquierda y derecha, hemos escuchado en la última década. Del cachondeo sobre la causa al drama lloroso sobre los efectos hay muy pocos pasos. Y los culpables siempre serán los otros. 

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